
161.- La mujer-aceite
Contaba mi madre que la primera vez que vio este olivar, le vino la regla. Lo decía como si la mera visión de estos árboles la hubiera hecho mujer, así, por arte de magia. Era apenas una niña y había llegado desde Madrid, recién huerfanita y con una maleta casi vacía, adoptada por unos primos lejanos de su madre, los únicos en la familia que podían hacerse cargo de ella, y que lo primero que hicieron al llegar a Jaén fue traerla aquí, a esta colina donde estamos ahora y enseñarle los árboles, dejar que sus ojos negros se acostumbraran al verde, al amarillo y a todos los marrones de estas tierras, dejar que este polvo invisible que se levanta con el viento le resecara los labios y la garganta. La niña, que aún seguía mareada del viaje, no se movía de puro asombro, abrió la boca para tomar más aire y después se miró las piernas: por debajo del vestido, ya en las rodillas, le caía, lento, un goterón rojo. No le dio importancia y siguió con la vista al frente, sin parpadear y con la boca aún abierta, aturullada quizás de tanto campo, convenciéndose de que justo en ese momento empezaba otra época y que ella era otra persona. No se equivocaba.
Lo contaba a menudo -me refiero a la historia de la regla, a esa mágica casualidad que la convirtió en mujer al pisar por primera vez estas tierras- y juraba y perjuraba que era verdad, y que por eso supo que estaba en casa. El olivar le había dado la bienvenida, la había hecho fértil, y esa generosa ofrenda marcaría su relación para siempre. Decía tocándose la barriga que lo único que sintió fue un pinchazo en el bajo vientre, algo parecido a una emoción desconocida, como si las entrañas le hubieran madurado de golpe. Fue su tía Manola, la mujer que a partir de entonces haría las tareas de madre con esa jovencita de once años, la que, al verle la sangre, pareció más asustada. Se sacó un pañuelo del bolso, lo mojó en saliva y le limpió las piernas con el mismo mimo con el que Jesús le lavó los pies a los apóstoles y después la abrazó. Se le notaba ahí que nunca había tenido hijos, que se le derramaban las ganas de cuidar a alguien. Le dijo que no se preocupara, que ella la protegería siempre y volvió a besarle los mofletes:
—Yo te protegeré siempre.
—¿Qué? —preguntó la niña, aunque lo había oído perfectamente.
—Que yo cuidaré siempre de ti, que te protegeré siempre.
Su voz le llegaba a los oídos como una brisa que se enreda entre las ramas de los árboles y la niña imaginó que era el olivar el que hablaba por boca de su tía. No pudo hacer otra cosa que asentir, porque se lo creyó, porque lo había dicho con tanta firmeza que era imposible ponerlo en duda. Es curioso, porque a partir de entonces, la tía Manola no sólo era la que mandaba en casa, la que encendía la chimenea o la que conocía con sólo mirar al cielo si el viento era de lluvia, sino que fue también la que les puso voz a esas tierras. El campo hablaba a través de ella, con esos tonos graves, con una melodía parecida a un susurro. Y por eso la niña la escuchaba siempre con tanta atención y por eso jamás se atrevió a desobedecerla. Y supongo que por eso nunca quiso irse de aquí. Y no lo hizo, ni siquiera se lo planteó. Si sois de la zona, conoceréis su historia. Ella es María, la sobrina-hija de Anselmo y Manola, la que empezaron a conocer como la mujer-aceite.
Uno no elige los motes que le caen, como yo tampoco elegí ser Antonio, el hijo de María, la mujer-aceite. Y fueron todos los que la conocieron los que, de una forma casi natural, la rebautizaron así. No había sobrenombre mejor para ella, más acertado. Y es que la niña, desde que pisó estas tierras, y esto te lo puede contar cualquiera que la conociera en aquellos años grises, se enamoró de este olivar de inmediato, un flechazo romántico de los que tanto se habla en las novelas. Y como el amor implica conocimiento, quiso, de la mano de su nuevo padre, conocer los entresijos de estos campos, así que se levantaba aun de noche y veía amanecer sentada en una piedra, llenándose los pulmones de ese olor que nunca supo cómo nombrar, pero que al evocarlo le hacía chuparse los labios, y se perdía entre los olivos, y les hablaba, les tocaba el tronco y les acariciaba las ramas. No se cansaba de asombrarse. Y después, cogía un puñado de olivas, ¡ese color verde!, y se las dejaba en la mano y se las acercaba a la nariz y después al pecho, como si acabara de encontrarse un diamante. Sí, amaba esto que ves, amaba ensuciarse las manos y sudar bajo el sol primaveral, amaba ver la sangre verde de las aceitunas, amaba quedarse quieta y en silencio entre estos árboles y cerrar los ojos, sentirse una más. Trabajaba sin quejarse hasta que oía la voz de su nueva madre llamarla para casa y volvía con los ojos encendidos, aturdida todavía de tanta pasión, de tanto disfrute. Y esos tíos lejanos que se encontraron con una hija cuando ya no esperaban nada de la vida, no podían más que dar las gracias, sobre todo cuando veían a la niña mojar la miga de pan en un plato bañado de aceite verde. La pequeña, ay, qué estampa, suspiraba cuando probaba el líquido de sus aceitunas, de su olivar. Así, los que la veían decían:
—Esta niña parece que no tiene sangre, tiene aceite del bueno.
Los adultos se reían y se les caía la baba, como a la niña con el aceite, que parecía curarle todos los males. Ella aprendió pronto a refugiarse en el olivar cuando necesitaba compartir alguna inquietud o deshacerse de alguna pena, aprendió a escuchar esos árboles y a hablarles en voz alta, aprendió a necesitarlos siempre. Por eso, no era raro que cuando alguno de sus padres la buscaba sin éxito en su habitación, el otro respondiera: “¿Dónde va a estar? En el olivar”. Y allí estaba ella, ensimismándose, con los ojos abiertos de par en par. Y ojalá la hubierais escuchado hablar de sus tierras, de sus aceitunas, de la paz que encontraba allí.
Mi madre creció, se casó con uno de los trabajadores de la finca, Antonio, y parió tres niños. Ya imaginaba ella que esa primera regla que tuvo al ver estos campos no era más que un vaticinio de una estirpe que estaba por llegar. Llamó al mayor Anselmo y a su única hija Manuela, en honor a esos nuevos padres que, a veces, le hacían olvidar que había tenido otros. Y cuando estaban a punto de morir, los dos en la casa, frente a los grandes olivares, le cogieron las manos a su hija no engendrada y le dieron las gracias por tanto amor y ella, con la boca llena de lágrimas, se comprometió a cuidar del olivar. Los dos, que murieron con tres años de diferencia, se fueron en paz porque sabían que esas tierras estaban en buenas manos, que nadie velaría mejor por ellas. Y ella, mi madre, descubrió que el olivar le seguía hablando, aunque la tía Manola no estuviera. Ella ya había aprendido a interpretar los desvelos y las alegrías de esas tierras, como esos devotos que saben el estado de ánimo de su virgen.
Aunque estos campos parecen eternos, el tiempo sigue avanzando y los cuerpos se arrugan y se encogen, los ojos pierden visión y las manos se vuelven torpes. Mi madre, esa niña que tuvo la regla aquí por primera vez, es ya una mujer con edad para despedirse de la vida. Empezó hace unos años a olvidar los nombres de sus nietos, a llamar a voces a su madre, ¡mamá!, y a mirar su cocina y su habitación como si fueran nuevas. Ya viuda, parecía extrañarse de su entorno, buscar algo que nadie sabíamos qué era. Es por eso que los hijos, cada uno dedicado a nuestros menesteres, decidimos ingresarla en una residencia, bien cuidada, atendida por monjas. No duró allí más de dos meses. Empeoraba cada día, como si quisiera volverse loca. No tenía fuerzas para levantarse de la cama si tras la ventana no estaban sus árboles. Y, en una medida de urgencia, decidimos traerla de nuevo a su casa. Y aquí estamos, en el coche, a pocos kilómetros del campo. Mamá se asoma a la ventanilla, tiene la vista perdida en el cielo y no dice nada hasta que llegamos. Y cogida de mi brazo, la ayudo a salir y la llevo hasta ese montículo desde el que, con once años, conoció estas tierras. Andamos unos pasos -el polvo se nos mete en la boca, la tierra nos ofrece de nuevo sus colores verdes, amarillos y marrones- y me quedo en silencio. Ella, con sus ojos viejos, reacciona, lo reconoce:
—Mis campos.
—Sí, mamá, aquí estás.
Llora y resucita. Un goterón gordo le atraviesa la mejilla, se entretiene en las arrugas, y esta vez soy yo el que se lo limpio.
—Mamá, ¿estás bien?
Por la mirada sé que está en paz, que esto es justo lo que necesitaba y, sin apartar los ojos de sus campos, pide:
—Quiero pan con aceite.
Eso es lo único que quiere, lo que más necesita. Y sonríe como si fuera la última vez, como si ya pudiera irse tranquila. Le queda poco. Yo le agarro de la mano más fuerte y me reprimo las lágrimas, pero no puedo estar triste. Mamá nunca morirá. Ella vivirá aquí, en las ramas de estos olivos, dentro de sus troncos y en cada aceituna que nos den. Su alma seguirá aquí, brotando cada primavera, asomándose en cada atardecer, entre los amarillos, los verdes y los marrones de esta tierra. Por algo, ella es la mujer-aceite.