
167.- El hacedor de vida
“El fruto morirá en el árbol”. Fue la sentencia con la que las gentes del campo arrancaban una serie de protestas con las que pretendían acabar con el estado de indefensión en el que sentían encontrarse desde hacía años. No se doblegarían más ante quienes especulaban con su trabajo y con sus vidas. Si no se valoraba la entrega, el esfuerzo y la dedicación necesarios para la recolección de cada oliva y la obtención de cada gota de aceite, que comprendieran entonces qué acarrearía la desaparición de toda esta gran labor.
Así, la aceituna perdió su lustre amarrada al olivo. Nadie liberó el nudo que terminó por ahogarla. Abandonada a su suerte, marchita y exangüe, se descompuso y cayó olvidada por todos en el suelo.
Un manto de podredumbre alfombró la tierra. El olivar, herido y ofendido en lo más profundo por tanta decadencia, comenzó a derramar de entre sus ramas y hojas una savia emponzoñada por tanto desprecio. Gota a gota, como un llanto oscuro, estas lágrimas negras destilaron una ira desmedida que acabó anegando sembrados y barbechos, sepultando en una balsa de lodos azabache una extensión inabarcable a la vista incluso desde la atalaya más elevada.
Al llegar la noche, cuando lo mágico y lo desconocido se dan la mano, al amparo de un cielo blindado de nubes emergió de la pez una gigantesca y macilenta criatura con morfología de ave. Lanzó un monstruoso graznido, como un colosal cuervo del ocaso, que retumbó más allá del horizonte apagado y, extendiendo sus demacradas alas, inflamadas por la rabia y la incomprensión, alzó su vuelo de destrucción.
Un océano de fuego lo devoró todo, y al crepitar de las llamas engullendo los dominios de la vida se unieron los alaridos de sus moradores exaltados por el pavor en plena huida; un tétrico réquiem que acompañó a tan insaciable comensal en su asolador festín.
La muerte quedó suspendida en el aire en pequeñas hebras de hollín que tejieron el lúgubre telón que puso punto final a tan suculento banquete. Apenas infranqueable por la luz, una tenue y famélica mañana llegó a través de escasos y débiles haces.
Del devastador incendio sólo quedaron cenizas que, lejos de asfixiar la tierra que cubrían, procuraron el mejor caldo de cultivo para que brotaran con ímpetu y profusamente los recuerdos de una memoria avivada por las ascuas de la pérdida.
Ojos de todos los rincones posaron su atención en esta debacle, pero, normalizadas las calamidades y vacunados los corazones contra el sufrimiento ajeno, muy pocos asistieron a quienes, en definitiva, habían quedado huérfanos de refugio y del sustento que por milenios había alimentado una forma de construir su realidad, una cultura, una identidad.
Desorientados y desamparados, los lugareños sintieron que todo había terminado. Sin embargo, aquello que ha hundido sus raíces tan profundamente y desde los albores de los tiempos, no desaparece sin más, sino que permanece arraigado e indisoluble al ser de quien ha crecido entre sus ramas y bajo el cobijo de su copa, más allá de cualquier catástrofe, más allá del aparente final.
Allende el mar de cenizas, de donde la guadaña de la desolación no alcanzó a segar el curso de la vida, un diligente zorzal emprendió su periplo en busca de los hijos del campo. En su pico portaba la semilla de la esperanza.
Batió sus pequeñas alas con perseverancia, inquebrantable en su determinación, atravesando el interminable y yermo desierto de desesperación que se había extendido como una epidemia, tan ancho como insondable.
Los encontró vagando sin rumbo establecido, a la deriva, como náufragos en un mar inhóspito.
Allí plegó sus velas y descendió hasta atracar en el puerto de los brazos del errante más longevo, quien recibió al pájaro con entusiasmo. En la desvalida caravana unos y otros se miraron con extrañeza.
El zorzal no eligió aquel fondeadero al azar. En la piel curtida y ajada del viejo Jeremías, en su cara afable, desde la honestidad con la que había labrado su devenir hasta entonces, se podían leer los renglones de toda una existencia consagrada, quizás sin ser consciente de ello, a la salvaguarda del equilibrio. Cada surco, cada muesca, era la señal de una adversidad superada y de un grado más de conocimiento adquirido. Un manantial de sabiduría en el que confluían las aguas de su propia experiencia y las de muchos otros antes que él, y de las que ya habían bebido otros tantos y podrían seguir haciéndolo, acercándose a sus orillas.
A él le confió la avecilla la oportunidad de un nuevo comienzo, y depositó entre sus manos el hueso de aceituna que había traído en su pico desde el otro confín.
Cumplido su propósito, levó anclas y, surcando los cielos, el zorzal se alejó hasta desaparecer en aquella nada.
Jeremías temblaba emocionado mientras contemplaba extasiado sobre su palma tanta inmensidad encerrada en tan minúscula arca. Un mundo entero contenido en menos de una pulgada. El viejo sabía bien cómo desplegar tanta grandeza.
De sus manos hizo un cofre donde custodiar con ternura tamaño tesoro sin parangón. Lo acogió en su pecho, para así conferirle todo el calor que albergaba en sus entrañas, y cerró sus ojos. Entonces Jeremías se zambulló en el nacimiento de un río límpido y diáfano, cuya mansa corriente lo acunó hasta las márgenes de una tierra fértil y abundante, donde se apostó para sentir el calor de un sol que alumbraba la vida arrebatada y que invocó llevando sus manos a su boca e insuflando en ellas el siguiente ruego: “Una vida por otra vida”.
A su sincero requerimiento le siguió una suave y cálida brisa que atrapó cada una de sus palabras y se las llevó consigo lejos de allí.
El viejo Jeremías sonrió colmado de gratitud. Ya sólo faltaba esperar. Mientras, dedicó una cándida mirada a todos y cada uno de los que allí se encontraban y les dijo: “No olviden”. Y así se fugó de entre sus labios su último aliento y de sus ojos, la luz. El anciano se desvaneció, cayendo inerte al suelo.
Todos corrieron apresurados a socorrer al viejo mentor aun siendo conocedores de que nada podía hacerse por él. En sus rostros cuarteados empezaron a serpentear un sinnúmero de lágrimas que abrasaban a la par que calmaban. Definitivamente, todo parecía haber acabado para ellos… Pero justo en esos momentos estaba aconteciendo todo lo contrario: de las cenizas del ayer y del arrepentimiento en el llanto del presente, se gestaba un nuevo futuro.
Arropada aún por las manos de Jeremías, que reposaban todavía sobre su pecho, comenzaba a despertar la semilla de la vida que se desperezaba enérgicamente en el sustrato procurado por los anhelos del anciano.
La viveza y el vigor con los que el hueso de aceituna se desarrollaba eran sobrenaturales. Fijó sus raíces con presteza al terreno y, una vez anclados firmemente sus pies a una tierra que no le era ignota, irguió indómito su tallo que engrosaba y encallecía a medida que ganaba altura.
Su crecimiento no encontraba límites, rayando incluso la superficie del tiznado cielo a medida que alargaba sus ramas y esparcía sus hojas, rasgando este velo oscuro que, disipado, ya no podía mantener por más tiempo alejada la luz, devolviendo la claridad de los días a los hijos del campo que admiraban, atónitos, las dimensiones titánicas del árbol.
El olivo se erigía imponente sobre el estéril páramo en un incuestionable alarde de victoria de la vida sobre la muerte y, aún aprovisionado de una magnificencia inaudita, de sus escondidas raíces, que con resolución había conducido hasta más allá del baldío horizonte, hizo crecer un sinfín de nuevos olivos de menor porte para que su fruto estuviera al alcance de quien a bien tuviera apreciarlo.
¡Qué paisaje tan diferente se mostraba ahora ante todos!
Coplillas, romanzas y seguidillas que sólo se escuchaban en tiempos de cosecha y que cantaban al amor y a sus desventuras, a la fortuna y al mal fario o al sino de quien venía de humilde cuna, empezaban a entonarse entre las gentes del campo que, contagiados por el verdor de un olivar que no hallaba fronteras y por el piular de los pájaros que volvían a revolotear entre el ramaje, festejaban jubilosos el gozo de sus corazones.
Estaban de nuevo en casa y su travesía por el desierto había cesado, pero tenían el deber de recordar para siempre cada uno de los pasos que los habían llevado hasta allí. Ya quedó advertido por el viejo Jeremías antes de que éste abandonara este mundo: “No olviden”.
Frente al enorme olivo que coronaba el firmamento, los cánticos que todavía se canturreaban fueron acallándose para, poco a poco, ceder a un firme propósito que se manifestaba por todos en alta voz y de forma insistente y reiterada: “No olvido. No olvido. No olvido.”
Ante él, ante tanto esplendor, se encomendaron para no recrear los mismos errores, cuestionándose confiados la descabellada posibilidad de que algo así pudiera volver a suceder, tomando en consideración que hasta en la misma expresión hecha promesa, “no olvido”, subyacían desordenadas las letras que componían la esencia de tanta vida: olivo.