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230.- Olivio entre lluvias

Julián Arango Laverde

 

Entre los murmullos y chillidos se ocultaba la sombra, icónica e irreversible sobre el cultivo, distante entre los olivares, no la marcaba nada más que el viento, pausada, armoniosa y esperando poder ver de reojo a todos los viajeros, esperando a que el ingrato tiempo, le permitiera ver a su amado.

Aquella fría mañana, el joven Daniel, estaba perdido entre los umbrales, refinado y elegante —no como los fortachones de su casa, ni nada por el estilo—, se marchó de su hogar para dar un recorrido tranquilo por los olivares; para quizás verla. Esa tratada sustancia majestuosa para las criaturas, es solemne y amistoso al principio, no se encuentra entre lo salado, y sin embargo, no llega a la acidez ni a la dulzura, es tan pura como el aire que rodea sus hojas perennes, libre como los pájaros carpinteros, su color varía directo del oro, su aroma es cautivador para el hombre más necio, incluso aturde no solo al paladar más refinado, engrandece el de los dioses, magos son quienes se atreven a mencionarlo. No se puede teñir, ni se logra corromper; la sustancia aceitosa vive su propia existencia. Su recolección inédita, nada se le acredita tanta faena. La manipulación se manifiesta en gloriosos momentos cuando la comida se lleva a los labios, cuando en la garganta se siente el gran compresor.

El joven se cernió entre los árboles. De frente las flores marcaban el inicio a la primavera, el blanco traslúcido del comienzo de las largas estaciones; le recordó el triste y fúnebre invierno sin poder verla. Árboles longevos y torcidos la cargaban, y en uno de ellos la mujer lo apreciaba.

Remota, hermosa… claro que tenía mucho de eso la mujer. La muchacha era de más o menos su estatura, lo esperaba bajo el sol, cubriendo sus rasgos vanidosos con una sombrilla a la espalda, intentando no obtener ninguna mancha que le ofreciera la bola de fuego. Vestía unos largos ropajes, la coraza de la cadera estaba llena de prestigiosos arcos y colores cautivadores a la vista. Él se acercó para admirar a la dama, su rostro claro, decente, alegre y con incógnitas que solo la misma vida respondería, lo miraron también. Ella era el mejor del olivo, ni las máquinas autónomas resplandecientes se comparaban con su hermosura y dotes. El sabor nunca permitido, fue correspondiente para él. Sin vacilar, la besó. La lengua era la paz, su cabello servía para reconocer la victoria de una guerra de mucho tiempo, todo el largo invierno hasta la muerte, lo había esperado entre cánticos.

Daniel no lo reconocería como un sueño. Nunca. Debajo de ellos los árboles se convertían en figuras alegres, sus rostros se borraban entre la inquietud. La dama lo abrazaba.

— ¿Y qué es esto? —Quiso saber el joven, a sus ojos no solo se abrían mundos de ocio, miles, millones de árboles de olivares flotaban entre todos ellos; su acompañante lo miró impresionada.

—Pobres, son muy pobres los hombres. Todos se equivocan al pensar qué puramente es lo que importa, qué es lo que no ven, o lo que no sienten. ¿No preguntas qué es lo que sí ves? Disfruta el pensamiento cariño, porque es el único valor que sentirás cuando mueras. Solo observa, el final nunca es el final, es el comienzo.

Supuso en ese momento que la mayoría de los demonios provienen de los sentimientos, y las ideas no provienen de las personas, nunca ha sido así. El hombre es dotado de la falta de racionalizar por una simple cosa: nos importa mucho lo material. El recuerdo nos hace débiles del miedo, y los prejuiciosos morales nos tiñen con odio para una sociedad. Nunca bastará en lo magnífico.

—Cuando miras al fondo recordarás muchos sucesos tristes además del odio —reconoció la dama—. Razónalo solo un poco…, cuando miras sientes al instante el peso de tus ojos, presientes que una hinchazón no es lo que te va a importar, ni sentir como la saliva lucha contra la garganta para poder ser succionada.

El olor se volvió más flameante, más rico en bienes y delicias. El joven mostró su indiferencia contra el comentario, no obstante, reflexionó. Los hombres son muy ingratos cuando va de tratarse de la verdad, prefieren cubrirse la mente con una manta de mentiras y redes de engaño. Su olor es como el olivo, espercude el sentido más básico, él no sabe si lo que ella siente es amor, espera con toda su alma que lo sea, pero sabe una única cosa —y por lo demás, en ese momento no importa mucho—: la quiere, realmente la quiere. ¡Aquí viene la estrella más brillante de todas! Le promete la voz. Seguramente el pecado más simple, el otro lado de la idiotez… No es lo mismo querer que amar. El muchacho deseaba amarla, quería que la búsqueda terminare con él. Sin embargo, se sintió culpable. Tenerla para él, no bastaría con la palabra ingrato, la definición más correcta es: avaricioso. Solo bastaba imaginársela durmiendo en los cultivos, con el resplandor de la noche, la luna celosa, imperiosa, con sus ojos airados observando a la joven, pues la luz que emana la noche es proveniente de ella. Necesitarla conocerla es un deseo, es una necesidad. Su pelo brilla con supremacía, ella es su dueña, y espera que también lo sea de su corazón.

Nunca se ha tratado de explicarlo poéticamente, pues en el amor nunca nada es claro, los pensamientos son la red interconectada que suponen que uno está demente. La chica objeta su desdicha, estruendosa forma de expresarse; se acerca humildemente, Daniel se fija que sus brazos son pálidos… Extrañamente traslucidos. Acto seguido lo aprietan tan fuertemente, que el joven logra sentir su corazón palpitante, lento y entrecortado. El chico espera que ella de igual manera sienta los de él, vibrante, apenado de tal acto. Siente que su cuerpo es frágil, pero —de una u otra manera— bondadoso y fuerte. Su tacto le dice todo lo que necesita saber, sin pronunciar algo él sabe lo que ella murmura, huele fantástico, es el amor puro.

— ¡Mira! —Exclama su dama, terminando un abrazo que hacía parecer que el largo invierno sonara como una broma escrupulosa. Se baja el sombrero y se acomoda su cabello, su singular forma de mirarlo cambia, sus labios se mueven… Y con todo, no logra escucharla, el hombre esta hipnotizado, toda su mente se deslumbra por tanta belleza, su piel desata pensamientos inefables. De pronto, sus labios pierden movimiento, es un improvisto dañino para la imaginación.

Intenta no ser descortés, pues no quiere que sepa que mientras hablaba pensaba en besarla, que mientras ella hablaba quería que su mundo se detuviera, tomarla como su mujer. Mirarla con indignación es imposible, pues semejante criatura necesita ser alabada por sus gracias. El cultivo se convirtió en perlas doradas, redondas y perfectas, dentro de allí, ningún sentimiento agobia en la maldad, la dulzura era el aroma y no partiría de allí nunca, el césped se convirtió en finísimas capas de esmeralda. El cielo clareaba, el sol asomaba y la ciudad de oro escuchaba el murmullo del agua. La mujer sabía qué ocurría. Un grave consejo: los hombres siempre suponen, las mujeres, rara vez lo hacen. Esta no era la excepción. Su mirada no puede comparase con lo triste, fue melancólica, vacía. Sus ojos se agazaparon en el sinfín de la tierra, una lagrima rodeó su dorso y la dejó caer entre la inquietud del hombre. De ella brotó una rosa.

La jovencita flotó, las alas cubrían su vista. Doradas e imponentes. La chica se desvaneció, era la hora de que los ángeles volvieran al cielo. Ante sus ojos las hojas moradas colgaban y se balanceaban entre péndulos, y de ellas, redes de telarañas. Daniel aterrado y desdichado, tomó cada olivo que lo rodeaba hasta ese momento. Lo que logró tomar en aquella tarde, nunca perdió el color o su olor. Al volver la frente hacia el oeste el vestido se desintegraba.

La obra de arte fue una curiosidad. Un hombre sollozando.

— ¿Por qué? —Masculló entre la agonía, entre plegarias al cielo.

Y mientras recogía las pepitas de oro, el vestido se alejaba a lo lejos. El cubrimiento del hechizo es que la apariencia es la expresión de la vida. ¿Por qué? Porque los hombres creen que los sabios suponen de tonterías. El amor solo ocurre una vez, y solo se presenta una vez con mucha fuerza, pues en la siguiente, ya sabes qué va a ocurrir. La primera es el cuento de hadas.

Pero Daniel nunca se vencería ante el amor; nunca existirá obra más exquisita (ni en las más grandes) de lo que ella fue en ese momento. Lo que el cultivo le mostró, la suerte que tuvo… su alma siempre se uniría con ella en los momentos de desesperación, la luna mostrará su rostro, y él le sonreirá entre lágrimas. En el reposo del miedo, ella habitará en él. Nunca la edad helará la sangre, porque en ese momento, en ese preciso momento en que se rozaron los labios por primera vez, empezó la vida en el lago de los olivos. Entre las lluvias.

Volvería cada mañana, regaría la flor de por vida si así debía de ser, cuidaría de la flor y alimentaría con los aceites de la mejor calidad, y lo observaría hasta altas horas de la noche, le relataría historias sobre amantes importunados, sobre el sol y su carne. ¡De como quisiera devolver solo el tiempo! Abrazarla solo un poco más… Solo tocarla, solo escuchar su voz, solo entenderla, solo besarla… Espléndida y radiante ocuparía su corazón, y duraría hasta que en el fin de la tierra, se borrare la mancha del jardín, su mente rondará en ella. Amor como la corona de los reyes. Amor es lo que se convierte en un retraso milagroso; mundos y tierras mágicas separarán a los amados, más algún día, solo quizá un día, sus ojos volverán en la alegría y por toda una eternidad, volverán a unir sus dedos. Serenos y tranquilos, claros para ser ululados. Más bella es ella… Amar sin parar. Sin ella, ¿valdría algo la vida? Aquella era su bella flor, y la haría crecer hasta el último tallo perenne donde se encuentra el olivo, donde existiera sin engaños o trucos, el amor.

 

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