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016.- Una estrella Michelin

Roberto Baena Herrera

 

Algunos datos son reales.

La historia y sus nombres, inventados.

 

Manolín soñaba despierto en su restaurante. Era de esas personas que caía bien a todos. Hacía su camino sin tropezar con nadie, sensato y a la par tímido. Le era imposible dejar a un lado sus sueños desde hacía meses, reteniendo para sí todo lo que pensaba, sin decirlo.

Y ahora, pensaba en un imposible.

–Una estrella Michelin– Susurraba en su cerebro.

Eso era lo que le tenía ocupado la mayor parte del tiempo libre. Al menos eso le hacía olvidar sus dolores de rodilla por momentos. Cojeaba, desde bien niño. Con poco más de ocho años, Manolín vio como un “seiscientos” con dos niños dentro, se empezó a mover suavemente por la empinada cuesta del camino del olivar, que por el barro de las lluvias y del paso del tractor resbalaba muchísimo, y se encontró metiendo la pierna bajo la rueda, a modo de cuña, para frenar su lento avance. Lo había visto hacer otras veces con piedras o con los troncos retorcidos de raíces de los viejos olivos ya arrancados. Pero no tenía nada a mano, y puso la rótula como precio por la vida de esos dos hermanos. El coche no se movió ni un metro más, pero su articulación quedó maltrecha, y su tremendo alarido, se transmitió entre los olivos de aquellas tierras de Malcasta, alertando a sus familiares. Sus amigos estaban a salvo, pero su pierna no. Cojeaba, sí, pero con orgullo. Y soñar le aliviaba.

Ahora, la inaccesible “estrella” y poner buena mesa a sus clientes era lo que permanecía vivo en todo momento en la cabeza de Manolín en los últimos meses.

Desde que, en una visita a la mejor almazara del pueblo, el dueño le hubiese conectado con los mejores catadores de aceite de oliva virgen extra (AOVE le llamaban ahora). Después de aquello, asistió a más eventos de cata, autonómicos y nacionales, hasta que conoció a los mejores del país, y se los llevó, literalmente arrastrados, hasta su restaurante a comer: un Panel de Cata al completo, con su jefa al mando. Ella era la última en conseguir del Ministerio de Agricultura el pase a ese curso para Jefa de Panel. No era nada fácil ser catadora, pero ella lo consiguió. Tenía unas cualidades y una fineza en sus papilas gustativas, y una destreza en el olfato, que su titulación fue meritoria.

Aquella Jefa de Cata sería la primera en ser convencida para visitar tierras alcalaínas. Con ella vinieron los demás, invitados, por supuesto. Aquel gesto vendría seguido de guiños y recomendaciones para otros ilustres clientes, si ese día, estos se iban de allí no solo con la barriga llena, sino también con el espíritu generoso para devolver tan agradable invitación.

Y vaya si así lo fue, menudo banquete: productos del mar y de la tierra, hortalizas las mejores, incluso galardonadas con premios en el reciente concurso estival de Hortalizas de Santa Ana. Carnes, legumbres, pastas, cualquier especialidad fue servida y aliñada con lo mejor de la tierra. Lo mejor que daban aquellos montes de la Sierra Sur, duros e inaccesibles.

Tierra seca y árida. Inclinada, haciendo reverencia para pedir un rayo de sol que iluminara aquella tierra ávida de tesoros que la hiciesen grande en algo, lo que fuese.

Y apareció ese aceite de oliva virgen extra.

Apareció de entre aquellos que nadie o casi nadie podría esperar algo bueno; aquellos que todos denominaban como uno entre las peores razas que podrían existir, entre tanta variedad de olivos.

Y Manolín lo ponía en sus platos.

Y en cada excelente bocado, una gota de aquel brillante zumo de olivas que lo multiplicaba todo en boca, y una nueva atención de Manolín, con su inseparable cojera izquierda al caminar, servicial, inteligente, escueto, prudente pero a la vez perspicaz, no dejaba nada al azar, reconociendo en cada gesto el triunfo de lo que él, y de lo que su negocio, necesitaba: la publicidad del boca a boca de paladares tan exigentes. Y estas personas, se pasarían meses hablando bien de su restaurante si él les prestaba la mejor atención con la excelencia y calidad de esta tierra. Y en eso, lo mejor, era el aceite, aunque no fuese suyo.

Atrás, lejanos, casi olvidados quedaban tiempos remotos del no saber hacer bien. De poner cualquier aceite al alcance del cliente sin necesitar ni prestar ningún atisbo de calidad, ni pensada ni atendida. Lampante o no, tan solo era aceite. Solo un condimento era, solo, sin más, sin notas, sin traje, sin acicalar.

Así en bruto, se servía en mesa, y punto. Casi despeinado, sin aroma, sin perfume. Y nadie decía nada, y nadie se quejaba ni lo mimaba. Incluso salían aceites refinados que no eran buenos, pero para el comercio, si se mezclaban con alguno de baja calidad, podían valer. Tiempos en que tan solo se sabía que el aceite era necesario, imprescindible en miles de hogares así sin más. Aceites por toda la ribera del mediterráneo, desde tiempos babilonios. Simples y directos.

Pero ahora, alguien empezaba a mimarlo en todas sus facetas, por toda la provincia. Acicalarlo como bien merecía. Y desde aquellos valles del Velillos, donde la Sierra Sur se asomaba a divisar la Sierra Nevada, se aprendió bien la lección. Y apareció el aceite de oliva virgen extra en verde, recogida temprana. Y todo cobró más sentido.

Pronto, la Jefa del Panel de cata, relamiéndose con la lengua una tímida gota de aceite que quería resbalar entre la comisura de sus labios, le habló de la posibilidad de esa locura que se denomina en cocina la estrella Michelin:

–Mira, Manolín, eso se consigue con tesón, refinamiento en los productos y una carta de calidad– Dijo doña Laura.

–Bueno, aunque me atrae la idea, para una estrella Michelin…– intentaba disimular su total interés– ¿Qué cosas son las que se miran más para concederlas?

–Pues lo más importante es que el establecimiento cuente con una cocina de gran fineza y que compense hacer un alto en el camino para degustar sus platos. Y éstos, son muy buenos platos, Manolín.

–Mire usted, señora, yo no creo aún que mi restaurante sea como para… – Prudente, quiso eludir su profunda convicción, pero él sabía que podía aspirar a tanto, y sí, sí, lo deseaba.

–Nada, nada, déjame que te guíe. ¿Tú tienes buenos proveedores?

–Claro, los mejores.

–Pues en eso ya vas ganando, te lo digo yo. Lo que se valora a la hora de conceder estrellas son la selección de los productos, la creatividad, el dominio de los puntos de cocción y de los sabores, la relación calidad/precio y la regularidad. Y además, este aceite que tú pones… ¿Cómo dices que se llama?

Manolín estaba a punto de decir el nombre de ese aceite…

En ese instante, la puerta del restaurante se abrió. Mientras pronunciaba la marca, aún le dio tiempo a tomar una de las blancas y lacadas botellas de medio litro que había por la mesa, y dirigiendo un cómplice gesto de ojos a su interlocutora, giró suavemente la botella hasta que su dedo índice encontró un nombre en el reverso de la etiqueta y haciendo un suave movimiento con las cejas, y reconduciendo su mirada, como si quisiera apuntar a quien estaba a punto de entrar en su local, acercó más el botellín para que ella pudiera leer bien, casi sin quitarle ojo a la puerta.

Todos vieron la figura de un hombre adulto, maduro, no demasiado mayor, pero de unos bien machacados sesenta y tantos. Tez tostada quizás de tanto sol. Manos gruesas, de labrar en el campo, del campo de la Sierra Sur, donde hay cuestas, y cuesta, vaya si cuesta subirla o bajarla día a día, de sol a sol, cultivando, buscando el fruto, ordeñando a mano cada uno, árbol por árbol, cuidando de ellos como de un hijo. Enderezándoles el tronco si fuera necesario. Piernas un poco arqueadas, del tanto subir, de soportar entre terrones, surcos, barros y pedregales, fatales vicios en la postura de esa enconada tierra que, sin ser fértil para unas cosas, lo era ahora para el olivar. En la zona, casi todos por allí los denominaban como árboles de mala casta, donde todo o casi todo eran problemas. Un clima en ocasiones inapropiado, la tierra poco fértil, terrenos imposibles, raza del árbol casi extinta, (de las peores decían algunos) y donde él, desde hacía poco tiempo, se lo jugó todo a una carta apostando por el Aceite en Verde de Oliva Virgen Extra que ya a otros les había dado por empezar a fabricar para apostar por un nuevo mercado emergente, buscando siempre paladares que supiesen apreciar las excelencias de esos aromas, de esos sabores, de su regusto entremezclado de aceituna verde, amargo y dulzón, pastoso y brillante, aceites sabrosos que ofrecían otros matices al nuevo tipo de consumidor, más informado, más interesado en saber de detalles, mucho más exigente con la calidad de un buen aceite.

Siempre perduró en aquel trabajo un vestigio tradicional, y la tradición decía que hasta que no estuviese un fruto bien maduro no se recogía, y la aceituna debía estar negra para ser madura. Pero ahora hasta eso había cambiado. Verde. Ahora se recogía también en verde, y había nacido así otra forma de hacer una joya en líquido. “Aceite de Jade”.

El hombre que entraba era el culpable del aceite que llamaba tanto la atención del grupo de invitados y su dedo índice subrayaba las letras de aquella etiqueta que vestía el botellín, que aún sostenía mientras miraba de refilón la puerta: “Serrano del Moral”.

Había cierta similitud entre la vida de éste y su aceite, o con sus olivos, mejor dicho. Él también se sentía en cierto modo de una casta con un nivel no muy elevado, pero que escondía una beta en su interior, marcado por un sentimiento de no saber para qué sirves o para qué cosas puede uno servir, pero deseando desde lo más profundo del alma, poder descubrir cuanto antes cuál es, cuál sería ese lugar donde uno merece ser colocado, dando más sentido a lo que uno hace, para hacerlo bien. Porque se trataba de eso, siempre había sido eso, hacer lo que sea, pero hacerlo muy bien. Y ahora, desde hacía tan solo poco más de un lustro, lo que hacía bien era ese aceite. En familia, con sus hijos. Sus hijos, que nunca olvidarían quién puso una pierna en la rueda de su coche para evitar una tragedia.

Ahora sabía cómo hacer las cosas bien. Ahora.

Cuando aún nadie confiaba en lo que hacía con la vieja almazara, fue Manolín de los primeros clientes que pasaron por allí. Pasó a ver qué tal eran los precios que se estilaban para empezar como cliente de esa almazara, guiado por su intuición, ya que escuchaba repetidas veces en el valle, que esa familia solo haría cosas buenas con los restos de la antigua fábrica de aceites. Su abuelo fue compañero de cuadrilla de esa familia, en los tiempos de pan y cebollas, un cacho de tocino al bolsillo y unas gachas para el desayuno al despuntar el primer rayo de sol que iniciaba la faena en el “tajo”. Varear, ordeñar, recoger, estirar, aventar, hacer suelos, aplanar… Su abuelo le explicaba cómo se conocían así a los hombres y a las mujeres. Se podía confiar en ellos, decía. Algo tienen muy adentro que es bueno.

Pero volvamos a la barra del restaurante, donde aquel hombre discreto se sentó en uno de los taburetes y pidió un cortado, dejando ver un saludo hacia Manolín, discreto, torciendo la cabeza hacia delante suavemente para luego cambiar la mirada otra vez hacia la barra. No quería destacar, no quería inmiscuirse y quitarle concentración. Algo sabía él de lo que allí se cocía. Sereno, calculando su postura, respirando profundamente. Algo pasaba en su visita, tenía un toque de preparación teatral. Metódico, no descuidaba en detalles, siempre hacía las cosas sin dejarse nada o casi nada al azar. El camarero, que conocía estas y otras cuestiones de este hombre, se dio cuenta de que, en el bolsillo superior de su chaqueta, faltaba el bolígrafo que tanto le gustaba llevar cuando no estaba en faena.

Y se abrió de nuevo la puerta.

Mientras, el camarero despachó el cortado y de paso, dos preguntas:

–¿Qué tal va todo con el aceite, señor Serrano?… ¿Y su viaje por Francia? Le robaron el bolígrafo, ¿eh? – Esbozando una sonrisa.

No contestó en ese instante, no por falta de cortesía, si no que se quedó mirando hacia la puerta, que se había vuelto a abrir. Él lo sabía.

Ahora la silueta a contra luz era de alguien más alto, recio, con porte fornido y de unos casi bien llevados cincuenta y tantos. Lustroso de cutis, ropa elegante, recién afeitado, pero con perilla retocada, al milímetro. Sin traje, pero con una americana al estilo sport, sacado de una de esas películas de los setenta con Jean Paul Belmondo. Castaño oscuro, ojos claros, y con una pequeña carpeta a modo de portafolios de mano. Educado, dijo un “Buenas tardes” que sonó a presentación de curso de castellano, y entró directo a la sala. Seguro, curioseando la decoración, la luz, los detalles. Diríase que se fijó hasta en la limpieza del local. Al instante, Manolín dejó la botella que aún sostenía en sus manos del aceite en cuestión, y se dirigió hacia él para ofrecerle sus atenciones.

Pidió una mesa junto al ventanal de la sala. Quería tener buenas vistas al olivar de la finca adyacente. Dejó el portafolios en la esquina superior derecha, boca arriba, leyéndose perfectamente unas letras que decoraban la fina piel marrón oscura de la portada: G. M. 2020. (Bordadas en fino hilo de oro).

Repasó el mantel con el anverso de los dedos, como si planchara el borde de la mesa, llevando en dirección opuesta cada mano iniciando el movimiento desde la base de su estómago hasta el límite de la madera. Era un ritual, algo casi medido, como un cierto tic, que ya formaba parte de su liturgia al sentarse a la mesa, cada mesa de no se sabe cuántas y cuántas veces, pero así empezaba siempre. Podía sentir en la yema de sus dedos la calidad de la mantelería.

Antes de pedir nada, Manolín, con servilleta de tela en la muñeca al puro estilo de gran maître de sala, colocó al centro una sencilla mini hogaza de pan de centeno recién salido del horno, y junto a él, un cuenco con una mousse de alioli de aceite, emulsión de oliva lo llamó, para hacer de picoteo antes de pedir sobre carta. Manolín lidiaba de manera espectacular en los grandes ruedos, y este era un coso de esos de triunfo o muerte. Los catadores, se dieron cuenta. El portafolio tenía una marca que ellos habían visto otras veces, una marca de crítico gastronómico, una marca con estrella.

Desde la barra, la pregunta estaba en el aire aún:

–¿Qué tal su viaje por Francia? ¿Les gustó su aceite, señor Serrano?

–El aceite era lo de menos, pero el viaje ha merecido la pena. Mucho.

Y tomando el primer sorbo al café, no quitaba la vista de aquel nuevo comensal que pedía su próximo menú a examinar. Porque era eso, un examen.

Manolín sacó la artillería pesada del local. Cocina de la buena, la mejor, preparando incluso algunos platos allí mismo, en sala. Parecía todo como una danza, un baile de ir y venir camareras, los platos, las cuberterías, accesorios, todo, pero sin ruido.

El extranjero no perdía ojo al detalle, los condimentos, la presentación, los productos y por supuesto, al toque de calidad, el aceite. Lo apuntaba todo.

Probó con los ojos cerrados, respiración lenta, detallando en boca cada textura, sabor, temperatura, olor, degustándolo todo. Disfrutando.

Después del postre, al sacar un licor y unas chocolatinas caseras con aceite de oliva, Manolín ya había reparado en la carpeta, en la marca, y recordó que la había visto antes. Pero hoy era distinto, sin saber por qué, lo pensaba, presentía que sería distinto.

El café cortado en la barra ya hacía tiempo que se había terminado, pero quien sostenía aún la taza, no se había marchado. Miraba la escena en el restaurante.

El francés se levantó, después de dejar bien pagada la cuenta y una propina generosa. Recogió su carpeta y un bolígrafo con el que había realizado anotaciones dentro de ella. Muchas. Hizo un gesto cordial de despedida a Manolín, y se dirigió hacia la salida. Pasó junto al hombre del taburete. Paró un momento junto a él. Dejó el bolígrafo junto a la taza del café cortado, y le susurró al oído:

Tenía “ruasón”, señor Malcasta, su “aceite” lo ha mejorado “toudo”. Et “vualá”.

Le dio una suave palmada en la espalda, y siguió en dirección a la puerta. En el bolígrafo se leían claramente las letras doradas: M. by S. del M.

Manolín quedó junto a la mesa de los catadores, donde la persona que presidía la mesa recordaba aún la respuesta que le dio, justo antes de que se abriese la puerta, hacía ya más de hora y media.

–Malcasta, doña Laura, este aceite se llama Malcasta– le había dicho.

Casi flotando entre las mesas, llevó su cuerpo y su mirada hacia la puerta del restaurante, como si quisiera acompañar al enigmático crítico gastronómico, pero sus manos se toparon con el taburete de quien pidió un cortado, que con una voz suave pero grave, le dijo casi de espaldas en su nuca:

Mis hijos nunca olvidaron quién perdió una rodilla por frenar aquel coche, Manolín.

Y entonces Manolín recordó lo que desde siempre le había dicho su abuelo mientras jugaban en la era del cortijo, y se divertían con las varetas, aún bien cargadas algunas de “bagás” de los olivos en primavera:

A veces hay que esperar para obtener lo mejor de cada casa, de cada cosa, porque lo bueno, si está, aparecerá”.

 

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