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031.- El encuentro

Andarina

 

La monotonía se había instalado en sus días y en sus noches. Un sentimiento de tedio infinito la invadía. Compartían casa, dinero y poco más, ni siquiera hijos, pues los dos que tenían estudiaban en el extranjero. Habían llegado a esa edad en la que no se es ni viejo ni joven, pero en la que aún es necesario sentirse vivo, amado y deseado.

¿Cuánto tiempo hacia que él no la tocaba? ¿Días, semanas, meses, años…? No sabría contestar, no lo recordaba, procuraban no coincidir en el momento de ir al dormitorio, si es que alguna vez compartían el mismo.

Irene se retiraba pronto a la alcoba. Aunque el apartamento no superaba los setenta metros cuadrados la distancia que le separaba de Luis, su marido, era infinita. A veces le oía desplazarse, coger algún objeto, poner la tele, pero nunca se sentía participe de sus preocupaciones, gustos o intereses. Ambos vivían en la más absoluta soledad.

Le costaba dormirse, dedicaba mucho tiempo a leer o consultar internet, también a pensar. A veces se introducía la mano debajo del camisón para comprobar si aún vibraba su cuerpo, la respuesta siempre era la misma, no.

Sabía que hombres y mujeres, en su misma situación, se atrevían a dar un paso en el vacío, a vendarse los ojos, a decidirse, a evidenciar hasta dónde eran capaces de llegar. Estaba casada, no había conocido a otro hombre que no fuese su marido y ahora era menos que nada para él. Dudaba si seguía amándole, incluso le gustaría recobrar su matrimonio, pero no, eso ya no era posible.

Cogió el ordenador y tecleó buscando un portal de encuentros entre hombres y mujeres casados y aburridos de sus parejas, encontró muchos perfiles, era difícil hacer una selección, dudaba, tenía miedo e inseguridad, pero deseaba continuar con lo que había iniciado. Seleccionó seis, los que le parecían más compatibles con su edad y circunstancias, todos estaban casados y por supuesto buscaban sexo lo más rápido posible. Uno de ellos le llamó poderosamente la atención, se decidió por él.

Aún no se sentía preparada para acostarse con un desconocido, más aún, dudaba de que alguien pudiera desearla, si fuese así perdería para siempre los pocos rescoldos que le quedaban de autoestima. Volvió a leer los perfiles, solo uno manifestaba que no tenía prisa, que deseaba conocer a la otra persona. Esperaba de ella un encuentro pleno que les colmase a los dos, era por el que en un principio se había sentido atraída.

Comenzaron los chateos. Cada noche Irene dedicaba al menos una hora a su futuro amante, el resto del día giraba en torno a ese momento. Al principio las charlas eran educadas y amistosas, pero paulatinamente él la fue llevando por caminos ignorados en los que sentía que le deseaba con una fuerza desconocida. Hubiese dado cualquier cosa por tenerle a su lado experimentando las sensaciones que le trasmitía a través de la pantalla del ordenador.

Irene fantaseaba sobre un posible encuentro. Deseaba que fuese algo rodeado de belleza, lejos de su ciudad donde si alguien los descubría podría constituir un escándalo. Pensó en algún sitio en el que poder descansar unos días y hacer turismo. Le habían hablado mucho del Renacimiento Andaluz, de dos ciudades, Úbeda y Baeza, declaradas Patrimonio de Interés Cultural de la Humanidad. Hacía tiempo que deseaba visitarlas y creía que el momento de realizarlo había llegado.

Después de un mes de incontables charlas eróticas los futuros amantes decidieron hacer realidad sus fantasías. Convinieron una cita a ciegas a la que cada uno debía poner una sola condición

–Debe tener lugar en la ciudad de Úbeda – fue la condición de ella.

–Debes venir despojada de ropa interior, te prometo que nunca lo olvidarás –fue la condición de él.

Ambos aceptaron. El encuentro tendría lugar en los primeros días de mayo.

A Irene se le disparó la adrenalina, dudó, pero ya no había vuelta atrás. Él se había convertido en una droga. Se lanzó al vacío sin saber si iba o no provista de paracaídas.

Le dijo a su marido que iba a hacer una pequeña escapada con sus amigas por la provincia de Jaén, según le habían dicho había lugares preciosos que no conocía. A Luis le pareció bien, pero le pidió que no se llevase el coche pues iba a necesitarlo ese fin de semana.

El viernes a las 8:19 cogió un talgo en la estación de Atocha con destino a Linares-Baeza, tres horas más tarde bajaba del tren. Durante todo el trayecto estuvo inquieta, pero también expectante e ilusionada.

Tomó un taxi para recorrer los veinticinco kilómetros que la separaban de Úbeda. Ante sus ojos se abría un paisaje extraordinario dominado por el olivar, un mar verde, enraizado en roja tierra, inalcanzable a la vista. De las ramas de los árboles pendían racimos de flores blancas. Nunca había contemplado tal esplendor de la naturaleza. Tanta belleza le ayudó a relajarse al tiempo que entendió mejor los versos de Machado: «andaluces de Jaén, aceituneros altivos, decidme de quién, de quién son estos olivos, andaluces de Jaén…»

El taxista le dice

–Señora, ha tenío mucha suerte al elegir esta fecha pa venir. Ahora gozamo de una agradable temperatura y puede ver lo olivo en flor, la floración apena dura un me y es justo en esta fecha. Despué alguna de la flore darán paso a la aceituna. No sé si sabe que nuestra provincia es la mayor productora de aceite del mundo, de lo que etamo mu orgulloso, ea.

Ella sonrió, le parecía simpática y graciosa la forma de hablar del taxista que se comía las eses y el final de las palabras, algo que le daba un toque especial al lenguaje de las gentes del sur.

–Sí, creo que he acertado viniendo ahora, esto es precioso. Ya pueden presumir de la riqueza que supone tener tantos y tantos olivos, sé que el aceite de oliva está muy valorado en todas partes.

Cuando quiere darse cuenta Irene está en el hotel. Ha reservado en El Rosaleda de Don Pedro, muy cerca del casco histórico y de la zona de tapeo de la ciudad, según le han dicho las tapas aquí son espectaculares.

Para no perder tiempo come allí, descansa un rato, se da una ducha y se prepara para su cita con sumo cuidado. Viste falda larga amplia estampada y camisa abotonada en la parte delantera y se calza unas sandalias de verano. Cumpliendo los deseos de su amante no lleva ropa interior. Va poco maquillada, solo los labios desprenden un rojo intenso. Desprovista de joyas nerviosa e insegura sale a la calle. Un agradable perfume se desprende a su paso.

Han quedado a las ocho de la tarde en la puerta de la Iglesia de San Salvador, él ya la está esperando, ella le ve y le reconoce, siente que el corazón se le acelera, pero ya no hay marcha atrás. Ambos se miran y sonríen. Él le dice:

–Hola, ¿cómo estás? ¿Te parece que demos un paseo?

–Hola, bien ¿y tú? Sí, demos un paseo, los olivos están en flor, es algo increíble, podemos caminar entre ellos.

Él intenta cogerla de la mano, ella le rechaza, sería imprudente ambos están casados y alguien podría reconocerles.

Al llegar al olivar va cayendo la tarde, los últimos rayos de luz se pierden en el horizonte. Los olivos engalanados de flores se juntan con el cielo, solo se escucha el silencio y se respira el aire puro de la campiña.

Ahora sí, la coge de la mano y la conduce hasta un enorme árbol en el que le apoya la espalda. Irene nota que la proximidad es total, siente como ambos cuerpos se funden en uno, su respiración le roza la cara pero no le molesta, cierra los ojos y se deja llevar. Su amante le acaricia el rostro con suavidad, besa sus labios despacio, para después convertir esos besos en algo profundo y apasionado. Lentamente comienza a desabrocharle los botones de la blusa; sus manos entran en contacto con la piel. El cuello, los hombros y, más tarde, los pechos se ven colmados de placidas sensaciones. Los senos se tornan tersos expresando deseo. Irene escucha palabras inexpresables de lujuria y pasión que se mezclan con la música de las ramas movidas por la brisa. Nota como se le desliza la falda hasta caer al suelo. Debajo no hay nada, solo su cuerpo. Está totalmente expuesta a la vista y al anhelo de su amante. Debería sentirse avergonzada, pero solo percibe placer. Se imagina que los arboles han cobrado vida, que decenas de ojos la contemplan con una mezcla de estupor y envidia, esto la excita.

Las manos de él se deslizan por su vientre hasta llegar al lugar más oculto y deseado. Sus dedos se mueven con la destreza del músico que arranca del piano la más bella melodía. Ella cree que no va a poder resistirlo, una ola de calor la invade, el cuerpo le estalla con la fuerza de un volcán. En ese momento él la sostiene en sus brazos, envolviéndola en el más tierno de los abrazos.

Irene tarda unos segundos en recuperar la respiración y el sosiego. Lentamente se abrocha los botones de la blusa, se arregla el cabello y se pone la falda. Cruzan las miradas, ella sonríe y le dice.

–Luis, cariño, estoy segura que podremos recuperar la pasión.

Él le devuelve la sonrisa y contesta:

–Estoy convencido de que ya es así.

Juntos, cogidos de la mano, regresan dispuestos a disfrutar del viaje.

Viviendo el amor recobrado recorren como dos adolescentes las bellas ciudades de Úbeda y Baeza, trasladándose por encanto al siglo XVI; descubriendo el Renacimiento Andaluz; empapándose de la espiritualidad de San Juan de la Cruz en su canto al Amor; penetrando en la poesía de Machado a los campos de Jaén….

Al llegar a Baeza se alojan en el hotel Palacio de los Salcedos, en pleno casco histórico. Recorren la ciudad y quedan maravillados de sus suntuosas edificaciones medievales y de su tradición académica y cultural. Muy cerca, visitan el Museo de la Cultura del Olivo y el Aceite, un templo al olivar. Participan en una cata presentada en vasos azules de cristal. Conocen los diferentes matices de color; la riqueza de sus diversos aromas y, sobre todo, los distintos sabores, más o menos afrutados, que puede ofrecer el aceite.

Han pasado cinco años. Irene y Luis no han perdido la pasión. Ambos creen que el milagro se debió a la magia del olivar donde se produjo el reencuentro. Han vuelto varias veces al lugar de su cita, participando en diversas actividades de Oleoturismo y recorriendo a fondo toda la comarca de Jaén: Linares, con sus minas y sus restos arqueológicos romanos de Cástulo; Cazorla, con su sierra y sus paisajes; Martos, con su Castillo y Peña donde tuvo lugar la triste historia de los Hermanos Carvajal y Fernando IV el Emplazado recordada en la Cruz del Lloro; Andújar, con su antiquísima romería celebrada en el momento de mayor esplendor de la primavera… Toda la provincia con la riqueza de sus palacios, iglesias y castillos, enmarcados y embellecidos por olivos milenarios.

Las tierras del olivar, sus pueblos y sus gentes les cautivan.

 

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