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035.- Escribiré «esperanza»

Nuel Robles

 

–¡¡Me voy!! –dijo su hermano después de acicalarse. Ella resopló en su dormitorio y salió a su encuentro. Mario se encontraba en la entrada de la casa moviendo el picaporte de la puerta, de forma cada vez más intensa, en concordancia con la desesperación que se apoderaba de todo su cuerpo.

Lina, un día más sacaba fuerzas de flaqueza, lo cogió de las manos y con todo el cariño que era capaz de ofrecer, informó que no se podía salir a la calle. Anunció, por enésima vez, que había un virus en la calle que mataba a la gente y que las autoridades impedían salir fuera de las viviendas.

– Es que me tengo que ir, Lina. Esta no es mi casa –dijo Mario, como en todos los días anteriores.

Se había convertido en una práctica recurrente. Odiosa rutina.

Ella suspiró y cogiéndole del brazo lo acompañó hasta la salita de la vivienda con intención de que se sentara. Tomó el mando de la televisión y la encendió. Quizás se entretuviera un rato y se le olvidara salir.

Pero no. No se le olvidó.

Lina terminaba de recoger uno de los dormitorios, cuando volvió a verlo pasar por el pasillo y trastear en la cerradura de la puerta exterior. De nuevo, salió a su encuentro, lo cogió del brazo y suavemente lo dirigió hacia la salita.

– Hay un virus en la calle que mata a la gente….

No pudo terminar. Su hermano se revolvió y la empujó. No era una agresión, más bien solo quiso soltarse. Agilizó el paso y entró a la pequeña cocina dónde empezó a llorar desconsoladamente. Ella le siguió con el ánimo de tranquilizarlo, pero él se sintió acorralado y comenzó a gritar mientras se arañaba en la cara.

– ¡Mala!, Déjame salir ¡Puta!

Lina se asustó, él nunca la había insultado. Le dolió. Le dolió mucho. No sabía cómo actuar. Intentó que dejara de autolesionarse, pero él la empujó de nuevo. Ella levantó los brazos y salió de la cocina dejando a Mario llorando y gritando vocablos ininteligibles. Se sentó en un sillón y cogió el teléfono con la intención de llamar a su sobrina Lourdes, enojada consigo misma por no solventar la situación sin necesidad de ayuda. Dudó y enrabietada, cambió de opinión. Llamó a urgencias. Indicó que su hermano tenía un fuerte ataque de ansiedad. Necesitaba ayuda urgente. Cuando colgó notó sus labios salados; al igual que lo estaban sus mejillas.

*****

Se habían criado en una pequeña casa en las afueras de Quesada, en las estribaciones de la Sierra de Cazorla. Lina era la mediana de tres hermanos. Ginés el mayor, Mario el pequeño. Su padre era pastor y además disponía de un terruño con los suficientes olivos para proporcionarle el aceite de todo un año.

Eran pequeños cuando su madre falleció y se vieron obligados a marchar con una tía materna a Madrid. Los primeros veranos frecuentaron el pueblo para pasar unos días junto a su padre, pero poco a poco, ni unos ni el otro tuvieron la necesidad de esas reuniones.

Todos tenían recuerdos de una época que, como el tiempo, ya no volvería.

Crecieron, Ginés volvió al pueblo, se casó y tuvo una hija. Su trabajo de fontanero le permitió vivir desahogado. Por su parte, Lina y Mario hicieron su vida en Madrid. Mario estudió y fue un magnífico ingeniero industrial. Se casó mayor y su matrimonio no fue bendecido con el fruto deseado por la pareja.

Por su parte Lina, no tuvo suerte en el amor. Entre el trabajo de abogada y el afecto a sus hermanos, tenía su corazón ocupado.

Quince años atrás una cruel enfermedad dejó viudo a Mario. Quedó sumido en una brutal depresión, pero no estuvo solo. Lina sacrificó un año de su trabajo para ejercer del perfecto capitán. Tiró de él hasta sacarlo de la misma, y siguió empujando para su completa reinserción laboral. Luego, vino la jubilación para ella y dos años después para Mario.

– Es un moderado deterioro cognitivo –diagnosticó el neurólogo después de la correspondiente resonancia, hacía ya tres años.

A Lina le costó asimilar que su hermano “pequeño” padeciese demencia senil.

Buscó una asociación que ofreciera terapia de estimulación cognitiva y cinco días a la semana llevaba a Mario a lo que ella denominaba las “clases de memoria”. Una vez al mes, acudía al grupo de autoayuda para mejorar la calidad de vida de los cuidadores.

Hacían todo lo posible y además contaban con la ayuda del tratamiento farmacológico.

Se podía decir que eran felices.

*****

Lina abrió la puerta de la casa. Se encontró frente a dos seres desconocidos. Equipo de protección individual de color blanco, guantes negros, botas altas de goma, mascarilla FFP3 y gafas de protección. Por si no era suficiente, portaban una máscara de acetato que afianzaba el resguardo facial. Bajo el «epi» se translucía el uniforme naranja y azul de los sanitarios de emergencias. Los acompañó hasta la cocina dónde todavía se encontraba su hermano sentado en el suelo, llorando. Ella permaneció preocupada, observando desde el pasillo.

Médica y enfermero desplegaron todos sus recursos para que Mario se dejara hacer. Lina solo se ausentó de su improvisado mirador, para buscar el informe del neurólogo en el que constaba el tratamiento.

– Efectivamente, se trata de un ataque de ansiedad –corroboró la doctora, el primer diagnóstico hecho por Lina – la tensión arterial está muy alta. Le hemos administrado un ansiolítico vía intravenosa y un inhibidor que relaja los vasos sanguíneos.

Como amaestrado por los seres que le hablaban sin nariz y sin boca, Mario siguió a los sanitarios, que le ordenaron se sentara en el sofá. Después, ellos se marcharon.

Se quedaron solos.

Mario miraba la televisión como si fuera transparente y quisiera ver más allá. Cómo si viera sus recuerdos. Aquellos que le rejuvenecían veinte años. Aquellos que le situaban en una época en la que no tenía que compartir espacio con la miserable de su hermana.

*****

– Mi padre ha fallecido – se quebró la voz de Lourdes.

Después de varios minutos llorando tía y sobrina, Lina comunicó que irían al entierro de su hermano mayor. La familia se desintegraba.

Después de casi seis horas de viaje en bus, llegaron a Quesada. Lourdes los recogió y los llevó a la casa familiar.

Ginés la había mantenido prácticamente intacta desde el fallecimiento de su padre. Cada semana pasaba unas horas haciendo labores de mantenimiento. “Por si la necesitamos alguno”– solía comentar.

Tras vestirse para la ocasión, Lina y Mario acudieron al tanatorio para despedirse de su querido hermano en un indeseado velatorio.

– Si no te importa nos vamos a quedar un par de semanas en la casa. El viaje ha sido muy largo y tu tío y yo ya tenemos una edad –comentó Lina a su sobrina, tras el entierro.

– Es vuestra casa, tía. Para mí es una satisfacción disfrutaros este tiempo –dijo Lourdes tras abrazarla primero a ella y después a Mario, que se encontraba totalmente ausente.

Los primeros días de estancia en “su casa” fueron buenos. Cada objeto, cada fotografía, cada rincón recordaban una anécdota o vivencia de sus infancias. La enfermedad de Mario propiciaba esas evocaciones que para él eran vividas como recientes.

Aprovechaban las mañanas de marzo para pasear por el olivar familiar en el que se encontraba la vivienda. El paisaje uniforme de la magnífica creación de Atenea, el olor a leña quemada procedente de la cercana sierra, la tranquilidad o todo junto, les animaba a permanecer más tiempo en su reminiscencia.

Pero llegó la tormenta.

– Han declarado el estado de alarma. No sé lo que significa más allá de que no se puede salir de casa y mucho menos viajar fuera de la localidad dónde uno se encuentre. Solo dejan salir para comprar cosas básicas y una persona por familia –dijo Lourdes al llegar a casa con un gesto de seriedad que reflejaba la preocupación que le embargaba –los mayores de 60 años sois población de riesgo. No salgáis para nada. Yo os haré la compra y cualquier cosa que necesitéis, por favor pedídmela. Esto es muy serio –añadió.

*****

Lina servía el desayuno a su hermano que la miraba con gesto de desprecio. El menú: descafeinado con leche y galletas con mantequilla. Mario no pronunció una palabra. Ella tampoco, “ojalá le dure el efecto del ansiolítico”, pensó.

Una vez terminaron, él se levantó y en pijama, se encaminó hacia la puerta que, como no podía ser de otra manera, se encontraba cerrada con llave.

– Hay un virus en la calle que mata….

Ansiedad, angustia, desazón, desesperación, zozobra y miedo, eran el resumen del sufrimiento de dos hermanos, en una increíble primavera de dolor.

Uno de ellos, sazonaba sus vivencias con una importante ración de odio. La otra, condimentaba con impotencia.

– Quiere salir otra vez. No me escucha –dijo Lina a su sobrina al llamarla por teléfono en un susurro de culpabilidad asumida.

Lourdes se presentó en la casa con esa ausencia de rasgos faciales que tanto desorientaba a Mario. No obstante, la voz era conocida y querida. Se tranquilizó.

Una hora después dormía en el sillón con el ruido de fondo de un documental de la 2.

– No sé si podré aguantar mucho más así. Esto es terrible. Cree que no lo dejo salir. Me culpa de todo. Su deterioro avanza exponencialmente y no sé qué hacer –balbuceó Lina, aliviando presión con su sobrina.

*****

Escuchó ruidos en la habitación de Mario y se levantó con cuidado para comprobar lo que su hermano tramaba. Se encontraba vestido y había metido ropa en una bolsa de plástico.

– ¿Qué haces levantado tan temprano? –preguntó Lina con la mejor de sus sonrisas.

– Me voy. Tengo muchas cosas que hacer en…, allí… –dudó Mario.

– Hay un virus en la calle que…

*****

Llegó Lourdes a media mañana con la compra encargada.

– Mirad que tremenda hogaza he conseguido en la panadería. Pesa dos kilos. Hacía años que no las hacían, pero se han animado con esto del confinamiento –dijo enseñando el pan sujeto con las dos manos, como quién muestra un trofeo.

– Hace muchos años, siendo niño, era el pan que comíamos –indicó Mario, contento por poder hablar con alguien que no fuera su hermana.

Lina se animó al verlo participar en la conversación y recordó que efectivamente era el pan que se comía en esa casa cuando eran pequeños. A su mente vino la imagen de su madre cortando grandes rebanadas que regaba abundantemente con un aceite de oliva de un verde fuerte, casi fluorescente.

Cerró los ojos e inspiró fuerte. Como si dispusiera de memoria olfativa, su pituitaria la hizo viajar a un tiempo, setenta años atrás, dónde la felicidad, las risas y la ilusión se mezclaban con los aromas a aceituna verde, hierba, fruta y pimiento rojo, que desprendía el aceite de su casa.

Trampantojo sensorial.

Ignoraba en qué momento dejó de consumir aceite de oliva del bueno. Tuvo que ser al marchar a vivir con su tía. No recordaba haber vuelto a desayunar pan con aceite en cualquiera de sus modalidades.

Recordó croissants, galletas, ensaimadas, suizos, palmeras, milhojas, napolitanas, magdalenas, pepitos y bollitos. Si alguna vez comían tostadas, siempre era con mantequilla.

En plena evocación se preguntó por qué habían dejado de lado el aceite y sintió un pinchazo muy adentro. Quizás quisieron olvidar todo lo que recordaba al pueblo, lo que recordaba a su madre, aunque eso se llevara por delante a su padre.

– ¿Sabes si mi hermano Ginés mantenía en orden la despensa que había bajo el almacén? – preguntó Lina a su sobrina.

– Sí. Decía que antiguamente estaban ahí las cuadras. Cuando el rebaño mermó, el abuelo hizo un cobertizo, pero siguió manteniendo la despensa debajo. Explicaba que si venían ladrones no encontrarían la comida –indicó Lourdes sonriendo.

Lina estaba deseando que su sobrina se marchara para poner en marcha lo que se le acababa de ocurrir.

–Mario, si quieres podíamos salir al cobertizo –dijo sonriendo a su hermano, encaminándose a la puerta sin esperarlo, con la certeza de que la seguiría. Tras abrir la puerta, miró de reojo y observó que se encontraba tras ella. No hablaban.

Salieron al exterior y dieron la vuelta a la modesta casa baja, buscando el lado opuesto de la vivienda, donde se ubicaba el almacén. Al entrar se sorprendió lo relativamente ordenada que estaba la habitación. Las estanterías vacías, cubiertas de polvo, anunciaban el tiempo que no habían realizado su función. Lina se dirigió a la derecha de la habitación donde esperaba encontrar la trampilla que le permitiera el acceso a la zona que buscaba. En su lugar encontró varios mantones perfectamente doblados muy alejados de su verdadera función. Los levantó esperando encontrar el contorno del portillo.

Allí estaba. Con su pestillo cerrado. Igual que lo recordaba.

Al abrir la portezuela esperaba una bofetada de olor a humedad que no apareció. Sin pensarlo, empezó a bajar las escaleras que se encontraban en la más absoluta oscuridad.

– Espera. Papa no quiere que bajemos a oscuras. Coge el candil de la repisa –dijo Mario, buscando infructuosamente el quinqué.

Lina no quería que su hermano bajase. Eran pocos los escalones ya que la altura de la despensa superaba por poco el metro setenta, pero a sus edades cualquier caída podía ser fatídica. Con uno que se arriesgase era suficiente.

Al pisar el negro suelo, extrajo su teléfono móvil del bolsillo de su chaquetón y conectó la linterna del mismo. Sus ojos se estaban acostumbrando a la oscuridad, por lo que tuvo que esperar unos instantes hasta poder contemplar lo que tenía alrededor. Nada.

Enfocó hasta la pared de enfrente y fue girando sobre su eje. Nada.

Caminó hasta la pared notando la extinción de la ilusión autogenerada. Decepcionada. Derrotada.

Pero no hundida. Ella no podía hundirse.

Mario se asomó a la escalera y repitió que su padre no quería que bajaran sin el candil.

Había que olvidarlo. Lina se dirigió a las escaleras y cuando empezaba a subirlas, reparó en algo que no había hecho. Bajó y giró para enfocar en el espacio bajo las escaleras.

Aunque era el envase más pequeño, fue la orza lo que primero vio. Una centella de esperanza duplicó la intensidad de la linterna y le permitió ver las tres tinajas que desde tiempos pretéritos almacenaban el aceite familiar.

Se acercó y destapó las tinajas una a una. Las tres estaban llenas de aceite. Apagó la linterna y dejó que la fragancia afrutada fuera impregnando la oscura estancia a la vez que absorbía su pena, trayéndole recuerdos de una infancia feliz.

Tenía que compartirlo. Tenía que ver el efecto que generaba en su hermano. Subió las escaleras y le invitó a bajar.

– No. Yo no bajo sin el candil –fue la rotunda respuesta de Mario tras su invitación.

Encendió la linterna de nuevo y alumbró hacia el fondo de la despensa. Lo cogió de la mano y empezó a bajar, ella primero. Mario la siguió.

Al llegar abajo lo soltó. Esperaba su reacción, pero él no hacía nada. No se movía, no hablaba. Nada.

Lina se acercó a la orza y comprobó que en su interior se hallaba la jarra con la que solían llenarla. La cogió con su mano derecha y la sumergió en la tinaja más próxima.

– ¿Qué vas a hacer? –preguntó su hermano situándose al lado.

– Vamos a llenar la orza para llevarnos el aceite que necesitamos –dijo Lina.

– ¿Puedo ayudarte? –quiso saber Mario.

– Por supuesto, sola creo que no podría –dijo ella, mientras vaciaba la jarra y se la pasaba a su hermano.

Mario sumergió media jarra en la tinaja y la sacó despacio, con mimo. Seguidamente vació su contenido en la orza. Miró a su hermana buscando su aprobación. Lina asintió levemente y él repitió el gesto, llenando tres jarras más.

Una vez llena la orza, ella indicó que debían marcharse. Su hermano la tapó y la cogió con las dos manos. Subió las escaleras. Tras él, su hermana.

El almacén se encontraba iluminado por el sol primaveral que entraba por la ventana. Mario se detuvo delante de la puerta y esperó que Lina la abriera. Al hacerlo pudo ver cierta satisfacción en el rostro de su hermano.

Entraron a la casa y se dirigieron a la cocina.

– ¿Te apetece una rebanada de pan tostado con aceite? –preguntó Lina señalando la orza sobre la encimera.

Su hermano no contestó. Se limitó a salir de la cocina y volver a la puerta de entrada, dónde empezó a manipular el picaporte sin éxito.

Ella cortó dos rebanadas y las puso sobre el tostador. Una vez estuvieron, introdujo un cazo en la orza y las regó abundantemente. Fue a buscar a Mario que seguía junto a la puerta. Lo cogió del brazo…

Le acercó la tostada a la boca y le pidió que oliera. Él obedeció.

La miró durante unos segundos y seguidamente cogió el pan y lo mordió. Ella hizo lo mismo.

Cuando terminaron de comer, ambos permanecieron absortos en sus pensamientos. Ella recordando su infancia. Él inexpresivo.

Después de varios minutos, Mario la miró y dijo:

– Te quiero Lina.

 

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