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052.- Pues yo vendo el olivar…

Marguerite Zuckerberg

 

Tenía mi familia materna un pequeño olivar de dos cuerdas de terreno en la periferia de Cazorla, mi pueblo. En una loma apenas visible desde algunos recodos del camino. De no haber sido por el enorme ciprés que erguido servía de señal, se podría haber confundido con cualquier otro terreno de la zona. No faltaba quien atribuía a la enorme conífera extraños subterfugios, pues decían en el pueblo que el árbol se trasformaba en un fantasma a lomos de un caballo blanco, que se aparecía por las noches en ciertas épocas del año en busca de una amante, pero eso forma parte de otra historia de esas que corrían antaño como la pólvora en los pueblos, nadie sabía a ciencia cierta quien era el caballero del ciprés.

El terreno y la leyenda pasaban de padres a hijos como un valor intrínseco y familiar. Tengo la ligera sospecha de que el señor que se aparecía a lomos de un caballo blanco debió ser alguien de la familia, no en vano al bisabuelo Antonio se le atribuían en el pueblo más de una amante y hasta algún hijo ilegítimo. Nadie sabe a cuantas generaciones se remonta la posesión del olivar y la leyenda, se pierde en la memoria de los más ancianos de la familia.

Heredado de su madre, el abuelo Antonio creía poseer un potosí. Lo mimaba más que “a la niña de sus ojos”. De vuelta a casa, después de una dura jornada de trabajos agrícolas, no había día que no pasara por allí a quitarle las malas hierbas, de hecho parecía un jardín, decían mis tíos.

Fue muy valorado por la economía familiar de supervivencia en los años de escasez y hambruna.

El olivar daba aceite para la casa, para vender y para hacer jabón con él ya usado, aceitunas de varias clases y de muy buena calidad, “romaniza” para encender la chimenea y quemarla el día de San Antón, leña para cocinar en la lumbre y la hornilla y para el brasero de debajo de la mesa camilla en la dura temporada invernal.

Cuando las aceitunas estaban en su punto, se reunía la familia para ir todos juntos con sus espuertas a la recogida, el burro llevaba la carga y ellos iban andando. Después, en casa, eran las mujeres las que las machacaban y aliñaban convenientemente antes de conservarlas en “los cuezos de barro cocido” para que aguantaran hasta la siguiente temporada. Lo hacían en el portal de la casa, cerca de una fuente que manaba agua fresca día y noche. La estancia olía a jámila, hoy podría parecer un olor desagradable, pero no lo era para ellos.

La alacena de la abuela tenía varios anaqueles donde almacenaba los productos fruto del olivar: en el hueco grande colocaba los haces de leña, ponía los troncos parejos, en orden riguroso, no sobresalía ni un ápice uno de otro. Al lado tenía el jabón fabricado con sosa y aceite usado, debajo, los trozos más gruesos y encima los pequeños y los trozos desiguales, para usarlos los primeros. En el otro lado de la alacena tenía grandes “cuezos” llenos hasta el borde de aceite y de aceitunas de diferentes sabores y texturas. En un hueco de la pared tapado con una cortinilla blanca que ella llamaba la alacenilla, atesoraba un recipiente grande de barro amarillo esmaltado y decorado con ramas de olivo o “romaniza” como se le llamaba entonces a las ramas cortadas del olivo, lleno hasta el borde de azúcar en terrón, en una botella pequeña guardaba una muestra del primer aceite de la cosecha, era un óleo especial del que tomaba una cucharada en ayunas para la buena función intestinal, de esa misma botella vertía unas gotas en sus manos, se masajeaba y se hacía una mascarilla para darle brillo a su pelo moreno recogido en un moño bajo del que no se le escapaba ni un pelo, a veces lo usaba para las escoceduras del pañal de mis primos, decía que era mano de santo. Su vida parecía trascurrir alrededor del aceite de oliva.

Al menor o mayor contratiempo el abuelo amenazaba con venderlo: “Pues yo vendo el olivar y así pagamos esto o lo otro”. La abuela, que era una mujer pragmática, que había vivido una infancia difícil y una juventud de trabajo y sacrifico, se negaba enfadada argumentando que el dinero se iba rápido y sin embargo tener el olivar era siempre una fuente de ingresos y de supervivencia. El abuelo decía que cuando hablaba la abuela era como la campaña de la inquisición, que no dejaba lugar a dudas ni resquicio por donde escapar.

La tarde de un tórrido 15 de agosto, mientras la gente del pueblo bullía alrededor de la feria, vitoreaba en la plaza de toros o bailaba vestida de sevillana al son de la orquesta municipal, mi abuelo yacía inerte en su tálamo de muerte a los pies del ciprés.

Dijeron las malas lenguas que no murió allí, que vieron como lo sacaban en angarillas del cortijo vecino donde vivía una guapa cortijera entrada ya en años, pero de muy buen ver, y lo depositaron delante del ciprés. Si fue cierto o no nunca lo sabremos, lo que sí es verdad es que el hecho contribuyó a alimentar la leyenda de la transformación del ciprés en un hombre montado a lomos de un caballo blanco en busca de su amante. La leyenda parecía alimentarse con nuevos cuchicheos y vagos argumentos.

Años después, cuando la abuela murió tras una larga agonía, el olivar pasó a manos de los hijos. Ya no era fuente de ingresos ni de supervivencia, los tiempos habían cambiado, más bien era un lugar al que ir de paseo para rememorar anécdotas familiares en las que nunca faltaba la frase lapidaria del abuelo: “Pues yo vendo el olivar y con el dinero…”

Mi madre y mi tía decidieron ir una tarde dando un paseo, yo debía tener seis o siete años y estaba encantada con el paseo familiar. Llegamos al olivar y mi tía extendió una manta para sentarse en el suelo, antes limpio de hierbas y ahora como un césped bien regado en primavera. Nos dispusimos a merendar: para mí una orilla de pan con un hoyo en el centro y un chorreón de aceite de oliva virgen extra picual de cosecha propia y azúcar. En aquellos años no se hablaba de las propiedades organolépticas del aceite picual, ni de su mayor contenido en ácido oleico, polifenoles y antioxidantes, yo solo sabía que me gustaba merendar aceite con pan y azúcar, notar en mi boca esa explosión de delicioso sabor y la textura oleica mezclada con el dulzor del azúcar, la sensación era sólo comparable con merendar chocolate con pan o tortas de manteca que horneaba mi tía y tanto me gustaban.

Aunque de niña no apreciaba el buen sabor de las aceitunas, aquella tarde recogí los huesos del resto para después utilizarlo lanzándolos a modo de bala contra mi hermano y mi prima. Pensé que había inventado el juego de lanzar huesos de aceituna cuando debía ser tan viejo como nuestro olivar.

Mientras los mayores daban buena cuenta de la merienda y conversaban yo me fui pasear. Recogí un buen ramillete de flores silvestres que encontré “charabasqueando” en la orilla del camino con la pueril intención de regalárselas a mi tía preferida y agasajarla. Mi “tita” adoraba las flores y yo se las ofrecía siempre que podía, poco importaba arrancarlas de sus macetas, del jardín del parque o del de la vecina, mi tía recibía su regalo siempre que la veía y aunque me regañaban cuando las robaba, también se reían y les hacía gracia mi obsesión por regalarle “foretillas” como las llamaba yo y el resto de la familia desde entonces.

Cuando se dispusieron a guardar en de la cesta de mimbre los restos de la merienda y las tortas de manteca, se dieron cuenta de que no había ni rastro de mí. El disgusto fue tremendo e inmediatamente empezaron a buscarme, se unieron al grupo los vecinos de un cortijo cercano que oyeron los gritos. Mi tía estaba más angustiada aún más que mi madre, puesto que la idea del paseo y la merienda había sido de ella, se sentía culpable.

Sólo les faltó buscar debajo de tierra, decía mi tía cuando lo contaba riendo años después. Se desgañitaron gritando mi nombre desesperadamente y ya sin esperanza de encontrarme, pensando hasta que alguien me había llevado. A punto de volver al pueblo y pedir ayuda a la Guardia Civil, la zagala, o sea yo, desde lo alto de un olivo, escondida entre las densas ramas en tenguerengues, nerviosa por el panorama, pero muerta de risa grité: «¡Titaaaaa! no llores más, que estoy aquí arriba y tengo “foretillas” para ti». Mi tía juró en arameo y prometió a la Virgen de la Cabeza que no volvería a llevarme a ningún sitio de paseo y repetía sin cesar que me salvaba de un buen azote porque me había dado pena verla llorar desencajada y había decidido desvelar mi escondite.

Años después el olivar dejó de pertenecer a la familia, el abuelo (después de muerto) se había salido con la suya, por fin se había vendido. Los nuevos dueños cortaron el ciprés y con él desapareció la leyenda del fantasma que salía montado a lomos de un caballo blanco a buscar a su amante. Durante muchos años fue difícil distinguir dónde quedaba el terreno una vez talado el árbol, ahora es más fácil porque el pueblo ha crecido y el terreno lo ocupa una fila de adosados destinados al turismo rural.

 

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