054.- Un perfume para el emperador
El encargo es claro: diseñar el perfume perfecto para el emperador. Adriano será coronado en Roma en seis semanas y quiere que en la ceremonia haya un aroma propio. Un olor que todos los presentes asocien con el nuevo dirigente del Imperio, el segundo emperador procedente de Hispania. De ahí que haya recaído en nosotros, en un pequeño local de Itálica, el encargo.
Por primera vez este perfume no se hará en Roma. Allí podría ser plagiado e incluso boicoteado por sus adversarios, pues es vox populi que el senado no comulga bien con algunas de sus próximas reformas. Especialmente con aquellas que les quitarán privilegios a las clases más poderosas en aras de una administración más ágil. Una necesidad del pueblo romano que no acaban de comprender los ciudadanos más poderosos, dirigentes de un sistema que escapa al control del Imperator Caesar.
A pesar de los miles de kilómetros que nos separan de la urbe, esta información nos llega, con todo lujo de detalles. Y lo hace de primera mano. Nos la ofrece su madre, Pompeya Plotina, su principal valedora.
Ella es quien nos hace el encargo y solicita nuestra discreción desde antes de que se celebre nuestro primer encuentro.
“No hagan nada que pueda levantar la mínima sospecha”, nos escribe en una nota cerrada con rúbrica que nos entrega una de sus sobrinas. Una joven alegre y curiosa que acude a nuestra tabernae ungumentaria en las afueras de la muralla, durante uno de sus paseos por las tiendas de la villa.
“No me fío de ninguna de las personas que integran mi domus. Cualquiera podría traicionarme. Las recompensas por conseguir información acerca de mi hijo son muy elevadas, y ya vimos hasta dónde son capaces de llegar algunos senadores por defender sus privilegios. No quisiera revivir una situación violenta, como la que protagonizaron los pretorianos para derrocar a Nerva”, arguye en su misiva.
La casa de los Pájaros
Propietaria de una maravillosa domus en la colina de Itálica, decorada con grandes mosaicos que reproducen diferentes pájaros, nuestra clienta nos recibe en un cubiculum situado en la parte izquierda de la vivienda.
Como si de un encargo más se tratara, acudimos con una cesta llena de frascos de cristal y alabastro. Queremos que parezca una visita ordinaria. Su tintineo nos acompaña en todo el trayecto, resonando con más nitidez al entrar en el vestíbulo de la casa. La vivienda parece infinita. El simple hecho de atravesarla parece una odisea.
En la estancia: un triclinio, un taburete y una mesa de tres pies. Escenografía más que suficiente para nuestra farsa.
La dueña llega poco después de que hayamos depositado nuestros frascos sobre la mesa y hayamos sacado nuestra tablilla para tomar notas. Su aspecto es el de una patricia al uso, viste stola y palla de seda en color celeste, lo que subraya su pose y elegancia al andar.
Desde el mismo momento en que nos quedamos a solas, comienzo a explicarle el trabajo que hacemos y las últimas combinaciones que hemos fabricado en nuestra tienda. Lo que provoca que la estancia se llene, rápidamente, de esencias de mirra, nardo, membrillo…
Tras unos minutos de completa atención, Pompeya cambia el gesto. Se acerca a la puerta de la estancia para asegurarse de que no hay nadie escuchando y me solicita que me acerque a ella. Baja el tono de voz y toma las riendas de la reunión.
—Lo que mi hijo necesita es un aroma que permanezca en la habitación incluso cuando se haya marchado. Que inunde el Senado cuando aparezca coronado como emperador y que lance un mensaje muy claro a sus adversarios: todo se somete a su voluntad, incluso el aire.
— ¿Y en qué había pensado? ¿En azafrán, en narcisos? –pregunto sacando mi puntero para registrar los detalles del encargo.
—Eso me da igual – responde la mujer poniendo su mano sobre la mía, evitando que quede registro de nuestra conversación—. Las esencias son lo de menos. Confío plenamente en vuestro criterio y buen gusto. Lo que quiero es que todo esté impregnado del mejor aceite de oliva. Nada de sésamo o lino. Esos aceites se evaporan con facilidad y el día de la coronación hará mucho calor.
—No hay problema. Contamos con un aceite de oliva que…
—Conozco el aceite con el que trabajáis. Es bueno, pero no el mejor. –me interrumpe mientras parece buscar algo en el interior de su ropa.
—No la entiendo.
—Hace unos días me trajeron esto —dice mostrando un pequeño bote de alabastro decorado con dos círculos de color rojo, al que le ha quitado el tapón — Cierra los ojos y huélelo.
Lo que contiene el bote es aceite. Una variedad intensa, dulce y picante. Un aceite lleno de matices que despierta mis sentidos y me transporta a los campos verdes en temporada de lluvias.
— ¿Tiene más? –le pregunto rápidamente.
—Ni una gota. El comerciante que lo trajo se marchó antes de que pudiera atenderle. Una pena porque es muy superior al de Venafri que me traen directamente desde Italia y no me hubiera importado comprarle todas las ánforas que traía. Pero una de mis criadas, estuvo hablando con él. Al parecer venía de Cástulo, cerca de Illiturgi donde al parecer tiene una tienda junto al foro. Aunque no recuerda su nombre, le dijo que si quería localizarlo, mandara emisarios hasta allí.
—Entonces, no me queda otra. Encontraré ese aceite y lo traeré hasta Itálica.
—Cueste lo que cueste, amiga. Cueste lo que cueste. Está en juego el prestigio de un emperador.
Camino a Cástulo
No tardé más de una jornada en preparar el viaje. Ojalá hubiera sido igual de sencillo llegar hasta la villa del aceite en Cástulo.
Ubicado en la Vía Augusta, el camino estaba muy claro, pero era muy largo. Diez días a caballo. Veinte para nosotros, pues viajábamos en carro y el traqueteo entorpecía nuestro avance. Pero no había otra manera de hacerlo. Debía traer conmigo una buena parte del aceite que adquiriese por orden de Pompeya para comenzar la preparación del perfume imperial.
Nos desplazábamos durante el día y la noche, parando únicamente cuando los caballos necesitaran agua o descanso. Nuestros horarios de sueño (el mío y el de mi hermano Genaro al que prometí una buena cantidad de dinero si me acompañaba sin hacer preguntas) los habíamos adaptado a la urgencia del viaje.
Lo mismo ocurrió con nuestras comidas, que íbamos adquiriendo en cada una de nuestras paradas. Lo que puso a nuestro alcance los mejores productos de Colonia Augusta Firma Astigi, Adaras, Obulco o la propia Isturgi. Lo que compensó nuestro esfuerzo con creces.
Precisamente a la altura de esta última localidad encontramos a un grupo de ladrones que residían en las colinas próximas al camino. Personas que habían perdido posesiones de manos de los legionarios y que asaltaban los caminos para hacerse con lo poco (o lo mucho) que los viajeros llevaran en sus carros o bolsas. En nuestro caso, poca cosa, pues llevábamos el carro vacío y el dinero para el aceite –que me había dado Pompeya como adelanto del encargo— estaba escondido bajo una de sus tablas, quedando a resguardo de cualquier amigo de lo ajeno.
Dada la precariedad de nuestros atuendos y la excelente excusa que se inventó Paolo para justificar nuestro viaje, los asaltantes se conformaron con las monedas que nos habían sobrado de la comida anterior, así como nuestras capas y sombreros. Por suerte consideraron que los caballos eran demasiado viejos y que el carro necesitaba una puesta a punto, por lo que pensaron que no merecía la pena hacerse con ellos.
La llegada a Cástulo fue un tanto accidentada pues la jornada anterior había llovido mucho, y el barro se acumulaba en los accesos a la vía principal. Conseguir que el carro anduviera por aquel camino de cabras, se hizo una tarea casi imposible de llevar a cabo. Tanto, que tuvimos que dejarlo en una posada a la entrada de la localidad siguiendo nuestro camino a caballo.
La villa del aceite
Preguntar por la villa del aceite entre los habitantes de Cástulo resultó completamente infructuoso.
La ciudad había cambiado mucho desde que fuera la capital de la región Oretania. La fina línea del horizonte que dibujaban sus vastos campos de cereales se había convertido en una oda a la contorsión. Los olivos habían tomado un protagonismo hasta entonces desconocido, propiciando la producción de aceite de oliva de gran calidad. Lo que había multiplicado las villas dedicadas a este producto, y por extensión dificultaba la localización de la que andábamos buscando.
En todas las localizaciones que paramos, los propietarios nos dieron a probar su aceite. Creaciones extraordinarias que disparaban en mi cabeza sus posibilidades para ser la base de ricos perfumes. Sin embargo, el que nos habían encargado era muy concreto. De ahí que no pudiéramos cesar en nuestro empeño.
Tres días después de nuestra llegada, de camino a una tienda de aceites de la localidad, tropezamos con una joven cargada con un ánfora. La vasija estaba decorada con dos círculos rojos, similares a los que había en el bote de alabastro de Pompeya. La reconocí enseguida y no dudé en acercarme a ella para solicitarle un poco de aceite del que portaba. A regañadientes accedió a hacerlo, a escondidas, en una taberna, a cambio de dos sestercios.
No había duda: era el aceite que buscábamos. Era verde y su olor recordaba a la hierba fresca. Denso y compacto, era la base perfecta para una perfumera como yo. Mezclado con él, cualquier esencia permanecería en el cuerpo de la persona durante horas, ofreciendo un festín para el olfato. Y para la vista, pues su viscosidad ofrecía un bonito brillo que haría que la piel dorada de un emperador curtido en los campos de batalla luciera como si se tratara de un dios.
Le pedí a la muchacha que nos llevara hasta el lugar donde trabajaba para adquirir el aceite que llevaba. Ella se negó rotundamente alegando que si lo hacía su dueño descubriría que había abierto la vasija antes de entregarla a su propietaria, y le castigaría con varios azotes.
Como el razonamiento me pareció oportuno y correcto, decidimos urdir una historia en la que ella resultara favorecida y no hubiera sospecha de la cata improvisada, y mucho menos de los dos sestercios. Una estrategia de acercamiento a su casa que ejecutamos una vez que la joven entregó la vasija a la mujer del cuestor local. Tiempo en el que recogimos nuestro carro pagando al ventero una buena cantidad de dinero por su custodia.
La villa en la que se encontraba nuestro ansiado tesoro era enorme. Tanto que en nuestro camino nunca divisamos el final de los campos. En buena medida por la gran cantidad de olivos que la conformaban, unos árboles con personalidad propia que dibujaban siluetas imposibles en el aire.
La vivienda en la que se encontraba el propietario del aceite seguía las mismas proporciones. Imitaba a una domus, pero contaba con elementos propios con los que se pretendía responder a las necesidades de las labores del campo (almacenaje, guardia, estancias complementarias para la realización de labores relacionadas con la obtención del aceite, etc.).
Llegados a la misma, la muchacha se bajó del carro y nos solicitó tiempo para avisar de nuestra presencia a su amo y a todo el cuerpo de casa. Y es que en la zona era costumbre que las transacciones económicas se acompañaran de algún agasajo que facilitara el acercamiento de los participantes. Una especie de fraternidad con la que se pretendía convertir la compra en una relación amistosa que asegurase futuras adquisiciones. Una atención que esperábamos se concretara en un plato de comida y agua para los caballos, pero que fue mucho más.
Dos días estuvimos conociendo la finca, los caballos, los olivos, el trapetum o molino, la torcularium o habitación en la que se encontraba la prensa… Sin parar de comer y beber cuantas viandas nos servían a medio día y al atardecer en la enorme casa. Una estancia que bien hubiera podido inspirar a cualquier poeta que buscara nuevas ideas para ilustrar las aventuras de Hipólita buscando su cinturón robado.
Finalizadas las transacciones, cargado el aceite en nuestro carro y habiendo formalizado todo tipo de despedidas con nuestros anfitriones, nos pusimos en marcha. Esta vez tardaríamos un poco más dado el peso que trasladábamos hasta Itálica y el cuidado que poníamos en todo ello, pues cualquier rotura se traduciría en amplias pérdidas sobre el precio final del trabajo.
El perfume
Las semanas corrían y poco había conseguido avanzar desde mi llegada. Todos los aromas, las esencias, las mezclas que realizaba eran infructuosas. Nada parecía estar a la altura de aquella base tan potente y era desesperante comprobar cómo determinadas mezclas ocultaban sus evocaciones o, simplemente, eran inútiles. Jacinto, almendras, tomillo, romero, lavanda, canela, rosas, azafrán… cualquier selección resultaba equivocada. Tenía que dar con un perfume propio de un emperador, y me quedaba sin alternativas a pasos agigantados.
Mi desesperación era tal que incluso opté por encerrarme en la tienda. Allí dormía y trabajaba sin que nada o nadie pudiera distraerme. Jornadas interminables en las que incluso perdí la noción del tiempo, sin poder distinguir si dormía durante el día o durante la noche. Pues incluso en sueños mi mente seguía buscando el aceite que diera personalidad al perfume del emperador.
A pesar de tener la puerta cerrada y de no contar con más luz que la de una lucerna, un día unos golpes interrumpieron mi enclaustramiento. Era una mujer del pueblo, Águeda, que me ofrecía los frutos de su higuera para sacarse unas monedas con las que poder ayudar a su maltrecha economía familiar. Una oferta que nunca había rechazado, tal era mi devoción por este fruto tal dulce como delicado. Y que ahora acogía más que nunca, dado que su simple olor de los higos maduros ya había provocado que mi estómago me llamara la atención sobre las varias jornadas de ayuno que sufría.
Devoré la docena de frutos con el ansia del hambriento, deseando que su sabor permaneciera en mi boca durante el máximo tiempo posible. Un deseo para el que opté por acompañar mi comida con agua en lugar del vino habitual. Sin embargo, al coger el vaso que había llenado previamente de agua fresca del pozo, y absorta al repasar mis notas sobre el perfume, me confundí de recipiente y tomé uno que había llenado a aceite de oliva para realizar las pruebas.
Fue un regalo de los dioses. Una justa recompensa a mis horas de esfuerzo. Ahí estaba. La combinación perfecta. La solución que necesitaba mi perfume. El aroma con el que conseguía crear, de manera inequívoca, el olor para Adriano, el olor con el que la gente sabría que por allí había pasado el emperador.
La creación fue gratamente acogida por Pompeya Plotina, que aplaudió y mucho la originalidad y la personalidad del perfume, permitiendo además que pudiera guardarme el secreto de su composición. Un gesto con el que demostraba el respeto por mi trabajo y ponía en mis manos la exclusiva del mismo. Lo que con el tiempo me conllevó pingües ingresos.
Durante tres días creamos cientos de vasijas con el nuevo perfume. Cargamento que se envió a Roma, a tiempo para la coronación de Adriano.
Meses después, un cronista romano que andaba de visita por Itálica, contacto conmigo. Quería conocer los detalles del perfume que tanto éxito había tenido entre los asistentes a la ceremonia de coronación del emperador de origen hispano. Un aroma que nadie había sabido descifrar y con el que habían cubierto incluso el cuerpo de los animales que esa misma jornada se sacrificaron como tributo a los dioses, para que no tuvieran la mínima duda de que era Adriano quien se los enviaba.
Las noticias sobre el éxito del perfume incrementaron mi satisfacción por el trabajo realizado. Y multiplicaron los encargos que recibíamos hasta el momento. Lo que hizo que tuviésemos que comprar una casa más grande y contratar a un grupo de personas para poder responder adecuadamente a los mismos.
Llegamos a contar con más de quinientas elaboraciones diferentes en nuestra tienda. Todas diferentes, pero todas ellas realizadas con el mismo aceite. El que procedía de Cástulo, que convertí en mi única materia prima y al que me refería como aceite emperador, por razones obvias.