061.- De leyendas, olivas y huesos
Adelaida abrió los ojos y giró en la cama de forma automática esperando abrazar un cuerpo caliente y cómplice, pero solo encontró una sábana limpia. Aún lo buscaba. En la mañana al despertar. En las tardes cuando regresaba del campo, agotada de segar malas hierbas, empujar el arado y vivir siempre con el resuello en la garganta y el sudor en las ropas viejas. Hubiera bastado con una palabra amable de alguien que la esperara junto al fuego, removiendo un guiso justo para que el pellejo no mostrara los huesos y una conversación en voz baja que acompañara la venida del sueño. Eso que antes era nada y ahora podría llenar un pequeño universo, el que iba de la entrada a su alcoba, el que cogía desde el suelo a su techo.
Pero a Rogelio se lo llevaron los rojos en una noche negra sin sombras. Con dos disparos le resumieron la vida. Murió por facha —dijeron—, y lo enterraron enseguida. Desde aquella noche, Adelaida deseó morir mil veces pues sentía que le habían robado la vida en pleno sueño que convirtieron en pesadilla. Pero como no encontró valor para matarse, tuvo que levantarse temprano, coger los aperos e ir a las olivas. Aquellas que por dote les dejó su padre y donde ella con Rogelio habían plantado su existencia. Eran sumadas apenas una cuerda, no llegaban a cincuenta, pero llenaban dos tinajas grandes hasta los bordes, de aceite verde como la esperanza y espeso como el miedo. El aceite daba para harina, miel, garbanzos, leche y respeto. Ese que da derecho a mirar a los ojos al vecino, a saludar a las mañanas y a enterrar a tus muertos.
Adelaida se presentó en el consistorio vestida con un luto muy negro. Preguntó por el alcalde y esperó lo que fue necesario hasta que la dejaron entrar. Se encogió ante la mesa gigante, donde el alcalde reinaba sobre una pobreza que se podía masticar, la de un pueblo menguado por la guerra, de odios guardados, viudas y plañideras.
—Adelaida —la saludó el alcalde, mostrando con la mano la única silla donde sentarse.
—Señor Alcalde —respondió Adelaida mientras tomaba asiento sobre la silla de esparto descuajaringado.
—Siento haberte hecho esperar —siguió diciendo el alcalde mientras mostraba una mesa doblada por papeles.
—No le robaré mucho tiempo —contestó Adelaida.
El alcalde quedó en silencio. Juntó las manos y esperó la siguiente frase, pensando en qué le pediría la viuda del facha a quien sabía muerto. Debía de tener cuidado. La mujer de un facha no era una compañía conveniente y si pudieran contarse las malas lenguas del pueblo, seguro que había más que personas.
— ¿Qué se te ofrece? Dime.
—Quiero darle entierro a mi marido. Usted sabe dónde lo tiraron. Solo eso.
El marido. Así que era eso. Es que hay gente que ni muerta te deja en paz. El Rogelio y sus putas olivas habían generado en el pueblo envidias y rencores. Y eso que eran cuatro mal contadas, pero el aceite que las preñaba cada primavera era el mejor de la comarca. Por eso Rogelio pasó de ser un muerto de hambre a prosperar a luces vista. Venían a por él de toda la provincia, se vendía o cambiaba por precios nunca vistos y cada gramo del líquido era sopesado con esmero y eficacia. Las olivas de Rogelio cavaron su tumba. Lo que nadie se esperaba es que su mujer siguiera con ellas en lugar de venderlas y quedarse en un rincón donde no molestara.
—Pero Adelaida, si hace dos años ya de aquello. A tu marido solo le quedan los huesos.
—Pues los huesos serán lo que entierre —siguió diciendo Adelaida. —Y por fin podré descansar en paz. Eso es cosa mía. Usted ponga el precio y señáleme con el dedo dónde lo tiraron. Pida lo que quiera.
— ¿Lo que quiera? —contestó pensativo el alcalde.
Ya rasgaba la noche cuando Adelaida soltó el mulo en el establo. Lo cepilló apresurada y puso avena en el comedero. Rellenó el aguadero con agua fresca del minado y salió a pasear por sus olivas, pues era costumbre de su marido y ella misma compartir sus secretos y cuitas con esos árboles que solo arrojaban bondades. Rogelio solía decirla que los olivos, antes que árboles, eran seres vivos. Y la vida se reconoce entre los vivos.
—Trátalas como harías con un buen amigo. De esos que no piden nada a cambio. De los que están, ya llueva o haga frío. Los que no te mentirán nunca y se convertirán, si haces lo que te explico, en tu mejor abrigo.
Rogelio tenía esmero con sus olivos. Los podaba, les hacía los suelos, vareaba las ramas sin dañarlas y los regaba con el agua clara del río. Ese era su secreto. Convertir el agua —si no en vino—en el mejor aceite. Y es que su parcela estaba en lo hondo del valle, donde el meandro se estiraba y abrazaba la tierra, mojando sus entrañas y devolviendo no agua, sino riqueza.
Adelaida maldijo al Alcalde que le había pedido a cambio del secreto, sus olivos. La honra de sus padres. Los amantes de su marido. Se la llevaban los demonios. Primero le quitaron al Rogelio y ahora, los olivos.
Fue entonces cuando juró por los hijos que no tenía. Que enterraría a Rogelio. Y se quedaría con los olivos. El plan que urdió esa noche —entonces ella no lo sabía—, se convertiría en una de esas leyendas que se cuentan en las hogueras y se sueñan dando voces, haciendo a la noche aún más negra.
Anduvo el mes sesteando los calores de agosto y de Adelaida el alcalde no tuvo noticias. No es que esperara las escrituras de las tierras al día siguiente de tener aquella charla. Pero un mes entero, ni era un sí, ni era un no. Así que no sabía a qué atenerse. A lo mejor se lo había pensado. ¿Quién no lo hubiera hecho? Mejor tierra que huesos. Esa cuenta no requería ni lápiz, ni libreta. Pero convenía atar estas cosas en corto —siguió diciéndose— por lo que quizás se dejara caer por lo suyo hoy mismo. A ver qué respiraba la viuda. Teniendo las cosas más claras en la cabeza, el paso le anduvo más ligero camino al Ayuntamiento y cuando encaraba ya la calle que terminaba en el edificio, alcanzó a ver la silueta de la viuda parada en la puerta. Como esperando. Y tras el repullo de la sorpresa, sintió la ansiedad por las tierras. Esas que ya acariciaba con la punta de los dedos.
—Me alegro de verte, Adelaida —saludó cuando el paso terminó con la distancia.
—He venido a hablar de nuestro acuerdo —contestó la mujer sin dar un respiro.
El alcalde se incomodó por estar a la vista y se apresuró a abrir la puerta y entrar.
—Hablemos dentro —indicó a la mujer con un gesto que la invitaba a traspasar la puerta.
El alcalde subió tras la mujer por las escaleras que nacían en el vestíbulo hacia la primera planta, donde estaban los despachos, y no pudo sino mirar de reojo las curvas de aquella viuda que no debería contar más de treinta años, aunque el luto y las desgracias la pesara el doble. Ya en la oficina, sentados y dispuestos, el alcalde empezó la conversación.
—Entonces ¿Te has decidido ya?
Adelaida respiró hondo antes de responder. Su cara no reflejaba duda ni temor. Sus manos tampoco le sudaban. Era el momento.
—Mis tierras por mi marido.
— ¿Has traído las escrituras? —urgió el alcalde. Adelaida sonrió para sus adentros. Ya había previsto aquello. Eso hizo que el alcalde empezara a parecerle, de pronto, muy pequeño.
— ¿Lleva usted encima los huesos de mi marido? —contestó sin sorna. Como si cupiera esa posibilidad remota.
—Pues no.
—Yo tampoco tengo los papeles. Y aunque los tuviera, primero tengo que asegurarme que lo que me da, es lo que pido. No quiero enterrar a un mulo viejo.
—Pues tú me dirás.
—Yo sabré identificar a Rogelio. Algo de ropa quedará con los restos y, si no se lo robaron, estará el reloj. Eso no se lo come la tierra. Yo sabré si es Rogelio, aunque no quede más que su calavera. Así que la cosa no es difícil. Nos vamos de noche o de día, con una pala y un carro para llevar los huesos. Cuando los tenga, le doy los papeles y nos vamos a la notaría.
El alcalde visualizó la escena en su cabeza.
—Mejor de noche. Ya iremos a la notaría de día.
—Pues que así sea. Iremos esta noche. Solo pido una condición —dijo Adelaida.
—Dime.
—Lo enterraré en los olivos.
—Claro, claro —atajó el alcalde—, ya me imaginaba que lo pedirías. No hay problema por mi parte, seguro que los olivos lo acogen como a un hijo. Pero yo también tengo una condición, Adelaida.
—Dígame —invitó la viuda. Sabiendo exactamente lo que saldría de la boca del Alcalde.
—Entiéndelo, Adelaida. Yo sé que esto, que va de muertos, no se presta a torticeras. ¿Pero cómo sé yo que cuando tengas los restos, firmarás en la notaría?
—Porque yo solo tengo una palabra —contestó la viuda.
—Claro, claro. Y yo te la respeto. Pero esto son negocios, Adelaida. Y en los negocios no basta la palabra, hace falta un aval. El mío está claro. Tú identificarás los huesos y si no te gusta lo que te enseño, pues cada uno por su lado. Pero tú deberás darme una garantía que asegure que después de cumplir con lo mío, tú firmarás.
Adelaida miraba al alcalde con los ojos abiertos, la boca cerrada y el alma partida de risa. El alcalde seguía haciéndose cada vez más pequeñito a sus ojos.
—Quizás haya algo…—contestó la viuda después de un rato.
El alcalde abrió los ojos y por ellos se le escapó la codicia.
—Piensa que debe ser algo de valor lo que deberás entregarme. Yo te lo devolveré cuando firmes. Si no lo haces, me lo quedaré.
— ¿Y todo eso, sin testigos? —argumentó Adelaida.
— ¿Tú ves a alguien?
Previsible.
—Mi padre tenía un secreto —continuó explicando Adelaida—, es algo que conozco desde pequeña. Es un sitio difícil de encontrar. Hay una cueva.
— ¿Dónde? —interrumpió el alcalde.
—Eso no se lo voy a decir. Tendrá que venir conmigo y hará la última parte del camino con los ojos vendados. Así no podrá llegar sin mí.
El alcalde desconfió pero sopesó sus opciones y se dio cuenta que el olivar estaba casi en su bolsillo. No era momento de mostrarse exigente. Le seguiría el juego a ver dónde llevaba tanto misterio.
— ¿Y qué hay en la cueva?
Adelaida no contestó enseguida y apretó los puños contra su falda. Como si le fuera la vida en ello. Fijó su mirada en el infinito. Y musitó algo en voz baja.
— ¿Qué has dicho? —preguntó el alcalde echando su cuerpo de forma instintiva hacia adelante.
—Un tesoro.
El alcalde quedó mudo por completo. Acto seguido se relajó en su viejo sillón de terciopelo que una vez fue rojo pero el tiempo y el uso habían decolorado el tinte hasta mudarlo a sucio. Después rompió en una risotada que mostraba su desprecio.
—Tú piensas que soy imbécil ¿Verdad? —escupió sin disimulo.
—Tengo pruebas.
— ¿Qué pruebas?
— ¿De verdad piensa que el Rogelio y yo podíamos vivir solo de las olivas?
El alcalde pensó rápidamente y sus pensamientos cobraron sentido a la velocidad de la luz. Pues claro. Cincuenta olivas no dan para un año entero. Todos en el pueblo habían envidiado ese terreno al pensar que las ventas de ese maravilloso aceite se estiraban igual que hizo Jesús con los peces. Pero ¿Y si había algo más? Entonces todo encajaría dentro del terreno de lo razonable.
—Explícate.
—Rogelio era un hombre sensato. Cuando nos casamos le expliqué el secreto, por supuesto. Una mujer se debe a su marido, y mi padre me hizo prometer que esperaría a estar segura de mi casamiento para desvelarlo. No quería que fuera la ambición la que se casara conmigo. Él— y yo estaba conforme—, solo quería al hombre. Cuando Rogelio supo la verdad, me indicó que debíamos ser cautos con los dineros. Si ostentábamos, la gente se preguntaría de dónde, y eso era como decir que ya estábamos muertos.
—Tu marido era listo —interrumpió el alcalde.
—No tanto. Ahora está muerto —contestó Adelaida.
El Alcalde no pudo sino pensar en lo acertado de la respuesta. Pero eso ya no tenía remedio.
— ¿De qué es el tesoro?
—Hay monedas de oro y de plata, joyas y adornos con piedras que brillan. Rogelio decía que era una fortuna. Él me explicó que parecía un escondite de bandoleros. No sabemos qué pasó. Solo que mi padre haciendo rececho se tropezó con la cueva y lo descubrió.
— ¿Y por qué no lo habéis cogido y os habéis ido a vivir como ricos? —preguntó el alcalde intentando cuadrar todas las piezas.
—Por la guerra. Salir de España con eso cargado en mulos era gritar que nos lo quitaran y acabáramos en cualquier cuneta. No era seguro. Rogelio vendía por tapadillo cosas pequeñas. Una moneda, una copa, un collar. Esas cosas. Cuando las gentes venían a por aceite dejaba caer lo otro. Así nadie sospechaba.
Así que era eso. Joder con el Rogelio. Un tesoro escondido. Ni más, ni menos.
—Bueno. Pues entonces está todo claro. No hace falta ni que vayamos. Me das parte del tesoro como garantía y después hacemos lo nuestro. Con eso me vale.
—De eso nada —contestó Adelaida.
— ¿Cómo?
—Piénselo, señor Alcalde. Lo que el Rogelio decía también vale ahora. Si yo le doy parte del tesoro y usted lo circula, habrá preguntas. Y eso no acabará bien. Además, el trato era por las tierras, y en eso me afirmo. El tesoro, se lo voy a enseñar. Para que sepa que existe. En cuanto lo vea, comprenderá que no me hacen falta las olivas, y cuando los papeles sean suyos, la gente entenderá que me ha pagado por ellas. No se sorprenderá si desaparezco. El resto corre de mi cuenta, pero no me lo llevaré todo. Por eso no quiero que sepa dónde está la cueva. Volveré cuando no haya guerra. Ese es el trato. Cójalo o quédese con los huesos y su miseria.
El alcalde pensó que no era Rogelio el artífice del plan endemoniado que habría asegurado su supervivencia, sino fuera porque se le cruzó una guerra y la envidia de los hombres. Esa hija de puta era más lista que el hambre. Y no lo parecía. Que también eso es de listos.
Y sin nada más que decir, se fueron los dos de madrugada con una mochila, algo de queso y agua. El alcalde con su escopeta y la Adelaida apenas con nada. Una cuerda para bajar a la cueva y una venda para el último trozo del camino.
Caminaron cuatro leguas por el monte, trochando por senderos de ovejas. Se ocultó el sol y durmieron al raso, junto a una hoguera sin humo para que nadie la viera. Al siguiente día vuelta a lo mismo, hasta que Adelaida se paró en el camino.
— ¿Qué ocurre? —preguntó el Alcalde en vilo asiendo con ambas manos su escopeta, de la que no se había separado un momento.
—Estamos cerca —contestó Adelaida sacando la venda.
— ¿En serio me vas a vendar los ojos? Me voy a matar por el sendero —protestó el Alcalde.
—Usted verá. O se pone la venda, o nos volvemos para el pueblo —arguyó.
El alcalde se dejó hacer y quedó ciego sin remedio. Sintió la mano de la mujer en el hombro y guiado como un niño, atendía a las palabras de ella que le iban avisando de zanjas, ramas y piedras. Así anduvieron un buen rato, hasta que por el fresco adivinó que se acababa el día y la noche se echaba.
— ¿Falta mucho? —preguntó con impaciencia.
—No, ya hemos llegado.
Sintió un empujón que lo echó hacia adelante y después, que se le acababa la tierra. Bailó los pies en el aire y después nada. Un golpe y lo negro.
Cuando despertó estaba atado a un árbol, con las manos a la espalda. La Adelaida enfrente, con la escopeta a su lado. Y entonces supo que estaba en problemas. Esa malnacida y su propia avaricia lo habían engañado. Al cincuenta por ciento.
—La cosa es muy sencilla —empezó a explicar Adelaida al ver que abría los ojos—. Te has partido la espalda cuando te empujé y caíste por el cerro. Tú ya estás muerto.
—Eres una hija de puta y te van a fusilar por esto —comenzó a decir el Alcalde. Adelaida cogió la escopeta, la giró enseñando la culata y le partió cinco dientes que el alcalde escupió sin remedio.
— ¿Tú ves a alguien? —Contestó Adelaida—. Como te decía, tú ya estás muerto. Si me dices dónde está enterrado, volveré y te pegaré un tiro. Si cuando llegue al pueblo, no está donde me dices, no me verás más y las alimañas harán el resto. Estamos donde Cristo no ha puesto un pie en su vida. Y tú, no volverás a caminar jamás. Hay mucho sendero para volver a rastras. Te doy hasta que oscurezca.
Dicen que la voz del alcalde grita cuando no hay luna y la noche es más negra. En los cerros pelados del monte, donde quedó como un alma en pena. Y mientras, la viuda lleva flores a una tumba entre olivos puesta, con una cruz que muestra un nombre, enterrado bajo aceitunas negras.