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071.- El Molino

Colorado Jim

 

Creo recordar que era a mediados de marzo del cuarenta y ocho. Contaba con algo más de siete años y aunque era por la tarde y a pesar del frío que hacía, jugaba con mis primos en las eras del Cerrillo, cuando sentí la voz de mi madre que me llamaba. Dejé el juego y acudí rápido a su llamada.

—¿No tenías ganas de ver donde trabaja tu padre?

—¿El molino…? —Pregunté con un gesto de incredulidad, ya que deseaba con toda mi alma ver aquel sitio del que tanto hablaba mi padre, aunque a veces fuera más bien quejarse del infatigable trabajo.

—¡Sí, el molino! Toma y le llevas esto a tu padre y no te entretengas por el camino Manolo —dijo mi madre mientras me alargaba un pequeño cesto de mimbre con algo en su interior, envuelto en un pedazo de tela. Por el camino vi que se trataba de medio pan, probablemente para que mi padre comiera.

Caminaba más alegre que unas castañuelas. ¡Por fin iba a ver aquel molino con el que tantas noches había soñado!

Cuando llegué, el gran portón de madera en ese momento estaba abierto. Entonces pude apreciar un enorme montón de aceitunas que había en el suelo del patio, y una gran mancha a su alrededor. Mientras miraba bastante impresionado aquella montaña, llegaba hasta mí, empujado por el viento que venía de la parte del Cepero, el característico olor que emanaba la aceituna.

Estaba tan ensimismado mirando aquella montaña de aceitunas, que no me percaté de la presencia de alguien detrás de mí.

—Niño, ¿tú qué haces aquí?

Me volví sobresaltado y pude ver a un hombre bastante delgado, ataviado con una boina descolorida por el tiempo y el uso, y con un cigarrillo a medio consumir entre sus labios y que había salido del molino con una canasta, grande, de mimbre.

—A traerle a mi padre esto… —respondí algo nervioso, mostrándole el cesto.

—¿Y quién es tu padre?

—Antonio.

—¿Marcelo?

—Sí…

Marcelo era el mote que tenía mi padre heredado de mi abuela Marcelina.

—Pasa para dentro que ahí está tu padre —dijo señalando con la mano libre hacia la entrada del molino.

Conforme me aproximaba a la entrada, mi corazón latía a un ritmo desbocado y desconocido para mí, pero no me importaba ya que hasta mí llegaba el ruido que venía del interior. Una vez que atravesé la entrada, mis ojos se abrieron con demasía y de mis labios se escapó un “Oh” de admiración, ya que ante mí apareció un mundo mágico y fantástico.

Hombres que iban de un lado para otro y máquinas que no dejaban de moverse mágicamente. Frente a mí y algo a la izquierda había una base redonda de piedra donde tres enormes piedras giraban y giraban, incansablemente, mientras dos hombres con canastas no dejaban de llevar aceitunas a una especie de embudo muy grande que había cerca de la base, donde las tres piedras no paraban de dar vueltas, machacándolas sin piedad. Un artilugio se encargaba de elevarlas para dejarlas caer donde se juntaban la parte más delgada de las piedras. Estaba embelesado mirando toda aquella maravilla cuando se acercó mi padre.

—Manolo, apártate de aquí hijo, y vete cerca de la estufa y no te muevas de allí que ahora vuelvo.

Yo no dije nada ya que estaba como en otro mundo, pero obedecí y me fui a donde estaba la estufa, que por cierto desprendía un calor sofocante. Muy cerca de allí y próxima a una columna había una máquina que en la parte superior tenía un reloj y un mecanismo que con rapidez no dejaba de subir y bajar.

A mi padre no le hice mucho caso y pronto me alejé de la estufa. Quería empaparme bien de todo, ya que no sabía si volvería otra vez a ver aquel lugar de ensueño. ¡Me sentía tanto o más feliz como si estuviera en una fábrica de chocolate! En aquel momento, el ruido se agrandó y una especie de torre empezó a elevarse empujada por un hierro redondo que salía del suelo y cuanto más subía mayores eran los chorros de aceite y agua caliente que salía de un aro bastante grande lleno de agujeros. El aceite y el agua, mezclados, corría por una hendidura que había en el suelo hasta caer en un pozo. Mientras esto ocurría, muy cerca de allí, un hombre sacudía unas cosas redondas, como de esparto, formando un montón de una especie de pasta. Aquel mágico momento fue roto por mi padre que me increpó por no haberme quedado junto a la estufa.

—¡Trae! —dijo arrebatándome el canasto, sacando a renglón seguido el pan. Lo pinchó en un palo con forma de horquilla y lo mantuvo un rato al calor de la estufa hasta que el pan se puso dorado y con el mismo palo lo sumergió en un bidón, sacándolo al momento empapado de aceite. Después de dejarlo escurrir un rato lo metió en el canasto y lo tapó con el trapo— ¡Toma y vuela, a ver si estás en casa antes de que se enfríe!

En aquel momento me di cuenta de que aquel pan no era para que mi padre comiera, sino todo lo contrario… era para que comiéramos mi madre, mi hermano y yo. Quiero decir que, por aquel entonces, eran tiempos de posguerra, tiempos muy difíciles, y la comida y el pan escaseaban bastante, pasando muy a menudo más hambre que un lagarto detrás de una pita, como se dice en mi tierra.

Mi padre me puso una mano en el hombro y con la otra me dio un cachete en el culo.

—¡Venga y no te entretengas!

Me dirigí hacia la salida y estando en la puerta me giré. Los ojos se me humedecieron y queriendo despedirme, pasé mi vista por aquel recinto mágico, que seguía funcionando de manera rutinaria, igual que cuando llegué, pero que a mí me parecía algo maravilloso.

Mi corazón había vuelto a latir con normalidad, sintiéndome satisfecho de lo que había visto. Salí al patio y al momento el aire frío me golpeó el rostro, me subí el cuello del saquito de lana y bastante alegre salí del molino de mis sueños.

El regreso lo hice rápido. Deseaba contarle a mi madre todo lo que había visto y por supuesto meterle mano a un trozo de aquel pan que olía a gloria.

Mientras comíamos aquel jugoso pan, yo no dejaba de hablar y hablar. Mi madre no me decía nada, pero no me importaba, ya que con su mirada y con su sonrisa lo decía todo.

Yo seguía hablando y mi hermano de solo dos años no tardó mucho en dormirse y mientras mi madre lo cogía en brazos me dijo:

—¡Manolo, venga! ¡tú también para la cama que pronto viene tu padre!

—No…, todavía no mama, que quiero preguntarle a papa una cosa.

—¡Déjate de tonterías que ya sabes cómo las gasta tu padre!

—¡Por favor, mama! —supliqué cogido a su delantal.

—Está bien… pero yo no quiero saber nada.

Mi padre no tardó mucho en llegar y al ver que no estaba acostado como las demás noches se sorprendió.

—¿Qué pasa hijo, esta noche no tienes sueño?

—Sí, pero quería preguntarle a usted una cosa.

Quizás les extrañe que le hablara de usted a mi padre, pero eso es lo que me habían enseñado, igual que a las personas mayores.

Esperé hasta que se cambió de ropa y se lavó y una vez sentado en la mesa, se dispuso a cenar lo que previamente le había preparado mi madre en un plato: Un trozo de aquel pan tostado que había quedado y queso fresco regalo de mi abuela Marcelina, ya que esta tenía un pequeño hato de cabras. Con un trozo de pan y antes de darle el primer mordisco, se dirigió a mí.

—¿Qué? ¿Te ha gustado el molino?

—¡Mucho! —respondí con la alegría que todavía sentía en mi interior.

—¿Y qué querías saber?

—Quería saber cómo se llaman las piedras que daban vueltas.

—Esas piedras como tú dices, se llaman rulos, tienen forma de cono y están hechos de una piedra muy dura que le dicen granito.

—¿Y eso qué es? —pregunté lleno de curiosidad.

—Hijo, ya te lo he dicho. Se llama piedra de granito y son los que se encargan de moler la aceituna que llega hasta ellos por mediación de un sinfín.

—¿Un sinfín…?

—Sí, un sinfín, una especie de tornillo… Anda vete a la cama que ya es tarde.

—Venga Manolo, hazle caso a tu padre que está cansado –dijo mi madre cogiéndome del brazo.

—Mama, espera un momento…

— Déjalo María que sacie su curiosidad. Vamos a ver hijo, ¿qué más quieres saber?

—Muchas cosas… —contesté cabizbajo.

—¡Vale! Esta noche me has pillado de buenas, mientras termino de cenar y como lo que quieres es aprender te lo voy a explicar. Así que pon mucha atención —Mi alegría fue mayúscula. Me acomodé en la silla y con los ojos como platos me dispuse a escuchar a mi padre— Como tú ya sabes, las aceitunas las echan los olivos y cuando estas están maduras, se recogen y las llevan al molino. Después de pesarlas se vacían en el suelo y como no da tiempo a molerlas se va formando ese montón que hoy has visto en el patio y de allí van a parar a los rulos, que ya te he dicho antes lo que es, y allí son trituradas… todo esto es lo que has visto esta tarde —Yo asentí con la cabeza y mi padre siguió diciendo— Conforme la aceituna se va transformando en masa va cayendo en una pila y desde allí con cubos se lleva hasta la prensa donde un hombre va metiendo capachos de esparto por un tubo de hierro, que se llama Aguja y una vez que el capacho está en su sitio le ponen la masa que tienen en los cubos, la extienden muy bien por todo el capacho y vuelven a poner un nuevo capacho y a continuación la masa, y así sucesivamente hasta formar una especie de torre como la que vistes y por donde chorreaba el zumo de la aceituna revuelta con agua caliente. ¡Anda Manolo! —suspiró mi padre— vete a la cama y mañana seguimos hablando.

—Papa ¿y el hierro que salía del suelo, quien lo empujaba?

Mi padre se sonrió y después de unos segundos me contestó.

—Hijo eso no es un hierro cualquiera, es un cilindro de acero. ¿Tú viste la máquina que había cerca de la estufa?

—¡Sí, aquella que se movía muy deprisa!

—¡Esa misma! Pues esa máquina por mediación del agua, es la que empuja el cilindro de la prensa, para apretar los capachos unos con otros, hasta que dejan de escurrir aceite, señal de que ya se ha terminado todo el proceso.

—¿Con agua? –pregunté bastante sorprendido.

—Si hijo, con agua y déjate de tanta pregunta que nos vamos a la cama —dijo mi padre levantándose de la silla de anea— que por esta noche ya está bien. Mañana, Dios dirá.

Yo no dije nada, pero acepté sin rechistar las palabras de mi padre. Una vez que abandoné mi asiento me acerqué a mi madre para desearle las buenas noches, mientras mi padre cogía un candil que pendía de un clavo que había en la pared. Acercó la torcía a la llama del que alumbraba la estancia donde estábamos y con él en la mano se fue hacia el dormitorio, siguiendo yo sus mismos pasos, mientras mi madre se quedó acabando la faena de sus interminables jornadas.

Esa noche me era imposible coger el sueño, ya que por mi mente no dejaban de pasar las imágenes de todo lo que había visto aquella tarde en aquel mágico molino y en todo lo que mi padre me había contado. Me costó trabajo conciliar el sueño y cuando lo hice la máquina que había visto cerca de la estufa empezó a crecer hasta que se transformó en un enorme gigante de hierro. Sus grandes manos no dejaban de subir y bajar mientras avanzaba hacia mí. Salí corriendo, intentando escapar de ella, hasta que perdí el equilibrio y gritando caí en un profundo agujero, terminando en un gran y untuoso lago de aceite.

 

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