
074.- Ajedrez entre olivares
El ajedrez fue creado por genios, tal vez de otro planeta.
Anatoly Karpov.
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Aquel año, una reconocida almazara anunció que iba a ofrecer en aceite de oliva virgen el peso del jugador que se proclamara vencedor del campeonato, al margen del premio en metálico y de la tradicional Cabria de Plata, el trofeo distintivo del Torneo Internacional de Ajedrez Ciudad de Linares que año tras año era levantado por el triunfador.
Muchos de los ajedrecistas de los que acudieron ese año a la ciudad minera apenas sabrían del valor culinario de dicho aceite, y mucho menos le concederían protagonismo alguno en sus dietas alimentarias —si acaso en sus visitas anuales a esta localidad de la provincia de Jaén—, porque en sus países de origen, definitivamente, este producto no estaba incluido en sus respectivas gastronomías. La nómina de jugadores la componían tres rusos: Gary Kasparov, Anatoly Karpov y Alexander Grischuk, el letón Alexei Shirov y los húngaros Peter Leko y Judit Polgar. Tal vez a raíz de esta iniciativa, los ajedrecistas se convirtieran en auténticos embajadores del aceite de oliva en sus remotas regiones. En cualquier caso, las cocinas del hotel Aníbal se encargaban de promocionar las bondades del aceite jienense de la mejor manera en las comidas diarias que servían a los ajedrecistas, analistas, corresponsales y a toda la variopinta clientela que poblaba el hotel durante esas fechas a caballo entre febrero y marzo.
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El periódico “Nuevo Jaén” me encargó cubrir la información de esa edición del torneo, que había levantado una más que considerable expectación mayormente motivada por la presencia de los rusos Karpov y Kasparov: los dos legendarios jugadores retomaban su particular pugna en el recién iniciado siglo XXI. No habían vuelto a enfrentarse en Linares desde 1994, año en que Karpov ganó con brillantez; habían pasado siete largos años desde entonces.
Yo en realidad nunca fui periodista; me ganaba la vida como profesor de Lengua y Literatura en un instituto de la ciudad. Desde hacía un tiempo colaboraba en ese periódico provincial con columnas culturales, y en esta ocasión me propusieron, además, lo del torneo de ajedrez. Acepté de inmediato.
Vivía por aquel entonces en un apartamento sobre la plaza de Aníbal e Himilce. A través de mi balcón podía verse allí abajo la fuente circular que refrescaba con sus chorros la figura del Minero, un coloso esculpido en caliza con el torso desnudo. Y a unos pocos pasos de la plaza, en la calle Cid Campeador, se ubicaba el hotel Aníbal, la sede del torneo y donde se jugaban todas las partidas.
Recuerdo aquella jornada de la primera ronda. Era viernes y entraba más tarde a mis clases de Literatura, así que me dispuse a desayunar en la cafetería Cástulo, justo debajo de mi apartamento en la plaza de Aníbal e Himilce. A esa hora estaba llena; no quedaba ninguna mesa libre, de manera que me dirigí a la barra. Pedí un té y una tostada de aceite con miel y me dediqué a observar a la clientela con el convencimiento de que alguna cara me resultaría familiar. En una de las mesas descubrí a Shirov, el jugador letón nacionalizado español; su elevada estatura y el color rubio de sus cabellos no lo hacían pasar inadvertido. Conversaba con un caballero que a su lado parecía diminuto, de pelo rizado, barba rala y lentes redondas. No era un jugador de ajedrez, estaba seguro. Se trataba de un escritor: quise reconocer en sus rasgos a un novelista y dramaturgo de fama internacional. Convencido como estaba de su identidad, me aproximé a la mesa. Me presenté y le pregunté educadamente y en tono discreto si era realmente el escritor que yo suponía.
—No conozco a ese señor —me contestó con gesto serio.
Inmediatamente soltó una carcajada y me tendió la mano presentándose con su verdadera y reputada identidad. Le hablé de mi admiración por su obra y le expliqué que enseñaba literatura en un instituto de la ciudad. Me invitó a sentarme con ellos, presentándome enseguida a su acompañante: el ajedrecista Alexei Shirov. Esa misma tarde debutaría en la primera ronda del torneo. Trasladé mi desayuno a su mesa y el escritor, con su proverbial curiosidad, se interesó por lo que comía.
—Es una tostada de aceite con miel —repuse —. El aceite de oliva es el verdadero zumo vital en esta tierra, si además le añadimos la propiedad energética de la miel logramos un alimento completísimo, un desayuno ideal para los deportistas. Y más aún si cabe para los deportistas del tablero —agregué dirigiéndome a Shirov.
Mi razonamiento pareció convencerles y dio pie a que los comentarios siguientes se centraran en el torneo. Shirov hablaba un español más que fluido; era un veterano del Ciudad de Linares, al que venía acudiendo desde 1993. Acabado el desayuno miré el reloj y no me quedó más remedio que despedirme, no obstante, antes de marcharme me ofrecí a llevarlos a una almazara cercana para que vieran cómo se producía el oro líquido de nuestra cultura mediterránea. Los dos aceptaron encantados.
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Al salir de mis clases en el instituto “Huarte de San Juan” me dirigí directamente al hotel Aníbal, sin ni siquiera probar bocado, para asistir a las partidas de la primera ronda. Atravesé el salón entre las columnas cuadradas revestidas de madera y me acomodé a la mitad, más o menos, de las filas de asientos frente al escenario donde se disponían las mesas con los tableros. Allí se encontraban ya los Grandes Maestros iniciando sus batallas; reinaba un encarnizado silencio en el salón. A los pocos minutos localicé en una de las primeras filas al renombrado escritor que había venido hasta Linares para escribir sobre el torneo en una revista parisina. Le hice un ademán de saludo con mi mano y él me lo devolvió. Los dos asientos consecutivos a su derecha estaban vacíos, pero el tercero lo ocupaba una preciosa mujer rubia que indudablemente sería extranjera.
Aproveché para abordar al escritor cuando abandonó el salón de juego para fumar un cigarrillo en la cafetería. Departimos sobre la marcha de las partidas, claro, pero también le pedí información sobre la joven rubia que se sentaba próxima a él. Sólo me dijo que formaba parte del equipo de analistas de Gary Kasparov, según le había aclarado la propia rusa, y que se llamaba Anna. Cuando volvimos a entrar en el salón me condujo hasta su asiento y me invitó a sentarme prácticamente al lado de la hermosa Anna. Me presentó cortésmente y ya no volvimos a hablar, absortos los tres en el desarrollo de los enfrentamientos despiadados en los tableros. Finalizada la última partida de la primera ronda nos levantamos y, sin saber exactamente por qué, se me ocurrió ofrecerles un aperitivo en la cafetería antes de la cena. Al escritor le pareció espléndida la sugerencia; Anna sonrió dubitativa, acaso tímida, pero finalmente se decidió a aceptar. Pedí al camarero unos martinis en la barra y charlamos amigablemente durante un rato. Anna nos confesó que tras la cena se reunirían con Kasparov para trabajar un poco más antes de dormir. Yo comenté, por mi parte, lo de la visita a una almazara cercana: podría llevarlos al día siguiente, sábado, a eso de las 11 de la mañana. Nuestro escritor asintió apurando su copa de martini, en cambio la joven rusa no prometió nada.
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Entré en el hotel Aníbal a las 11:10, tal vez para dar más tiempo de margen a la bellísima rusa de cabellos rubios, pero como muy a mi pesar sospechaba no había ni rastro de ella en la cafetería. Sí se encontraban allí Alexei Shirov y nuestro escritor, por lo que me dirigí con diligencia a su encuentro. Nos saludamos y les propuse marchar cuanto antes; daba por hecho que la joven Anna no nos acompañaría ese día.
Quince minutos después alcanzamos nuestro destino. La almazara estaba emplazada frente a un castillo renacentista de piedras y relieves desgastados rodeado de un vivero con plantas y árboles de muy diferentes especies: palmeras, ficus, pinos, olivos, plátanos, algarrobos… Detuve el coche ante este profuso jardín y nos adentramos en la almazara entre aromas a aceituna, a orujo seco, a aceite denso. El comercial tuvo la amabilidad de pasearnos a través de las instalaciones, del almacén para la cosecha temprana, de las trituradoras para obtener el zumo limpio, de la nave de envasado. Luego nos condujo a la tienda donde se alineaban las botellas y las garrafas de aceite de variedad picual. Las botellas de cristal gourmet lucían etiquetas alusivas a la ciudad de Linares; unas cuantas de éstas fueron a parar al maletero del Rover, ya que los tres sucumbimos sin remedio a las ofertas que nos ofreció el comercial.
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Cuando aparecí de nuevo por la tarde en el hotel Aníbal se iniciaba la segunda ronda. Busqué con la mirada a Anna y me cercioré de que quedaban asientos vacíos a su izquierda. Esta vez no me lo pensé: le sonreí y le pedí permiso para sentarme. Me miró con sus bellísimos ojos azules —parecía una Rusalka del lago Baikal— y asintió. Minutos más tarde se nos unió nuestro afamado escritor. En primera fila reconocí a Luis Rentero, el creador del torneo, aunque ya no ejercía como director del mismo debido a las secuelas de un grave accidente de tráfico que sufriera unos años atrás.
— ¿Todo bien esta mañana? —me preguntó Anna con su maravilloso acento eslavo —. Yo tuve bastante trabajo. No tuve tiempo libre.
Le contesté asegurándole que había traído una botella de aceite de oliva virgen para ella como obsequio.
Y la invité a cenar esa noche, al término de la segunda ronda. Le propuse llevarla a una taberna taurina, para que se asomara a ese misterioso arte de la tauromaquia. La idea de conocer el mundo de los toros le agradó, así que me pidió que la esperara en recepción. Bajó con un cuaderno bajo el brazo: “También soy pintora”, me dijo.
Al abrir la estrecha puerta de madera de la “Taberna Lagartijo” y franquearle la entrada al establecimiento, la expresión de su rostro denotó asombro, por una parte, pero mayormente entusiasmo y gozo. Se rindió espontáneamente a la inesperada belleza de la taberna, a los artísticos azulejos de tonalidades azules, verdosas, amarillas de los zócalos a media altura, a los estrechos veladores de mármol antiguo circundados por las sillas de anea, a las cabezas de toro disecadas colgando de las paredes con las amenazantes astas apuntando a las vigas de madera del techo, a las fotografías enmarcadas que cubrían todas las paredes con imágenes rescatadas del pasado, a las vitrinas que encerraban rutilantes chaquetillas de torero como si fuesen sagradas reliquias.
— ¡Es fantástico! Nunca había visto nada igual.
Le hice probar el exquisito paté de perdiz con el consabido chorro de aceite de oliva, el morro de cerdo frito y la carne de novillo en salsa con andrajos. Bebimos cerveza y vino tinto. Consumidas las viandas, me pidió permiso para sacar unos lápices del bolsillo de su chaquetón y desplegar su cuaderno:
—Tengo que tomar apuntes de esta cabeza de toro para pintarla después —me explicó con la tibia euforia de la bebida.
Eligió un toro de pelaje negro, con los pitones vueltos hacia arriba, muy propios del encaste Albaserrada. Mientras la veía observando al animal y trasladando con hábiles trazos su morfología al papel del cuaderno quise que conociera el motivo que lo había traído hasta aquí, por qué razón había pasado a formar parte de este museo, por qué era un toro destacado.
—Este ejemplar fue lidiado en Madrid, en la plaza de Las Ventas, por Finito de Córdoba. Y le brindó su muerte a nuestro rey Juan Carlos I.
5
El viernes 2 de marzo bajé nuevamente a la cafetería Cástulo a desayunar; era el único día que mi horario en el instituto me lo permitía. Se cumplía una semana desde que comenzara el torneo. En una mesa a Alexei Shirov y a nuestro querido escritor lo acompañaban los húngaros Peter Leko y Judit Polgar. Me acerqué hasta ellos y Shirov me ofreció una silla. Me di cuenta de que en los platos aún había restos de tostadas con miel e hice la pertinente observación.
—Las probamos y nos convencieron al momento —me dijo nuestro escritor.
Pensé que sólo habían pasado siete días desde la última vez que había desayunado en esta cafetería, justo en el inicio de la primera ronda del torneo, y gracias al Ciudad de Linares de este 2001, me había ganado la amistad de una leyenda literaria, de un Gran Maestro del ajedrez nacionalizado español y en el dormitorio de mi apartamento, aún adormilada, yacía una bellísima rusa de cabellos de oro.
6
Anna Kharitonova me dijo una tarde que tenía listo el dibujo sobre la cabeza de toro y que quería regalármelo. Yo la animé a que me acompañara a casa para que me ayudara a elegir el mejor lugar de mi apartamento donde colgarlo; le dije que vivía muy cerca del hotel.
Al desplegar el rollo de papel, ya en mi salón, me encontré con una pintura a la acuarela de suaves tonos azulados: era una cabeza poderosa y evocadora a un tiempo que seguía mostrando el dinamismo del primigenio boceto manchado por un colorido cretense. Me pareció una obra de arte exquisita, y así se lo expresé. Le ofrecí un frugal aperitivo en mi cocina y después bajamos a tomar unas copas al pub Nelson. Nos topamos allí, entre la clientela, a los jugadores Leko y Shirov que se distraían desenfadados en la mesa de billar. Los saludé y les presenté a Anna. Bebimos dos vodkas con naranja; tal vez animado por el alcohol y la música (¿Spandau Ballet?) la besé de repente. Me disculpé diciéndole que era demasiado hermosa, pero ella me devolvió el beso. Así empezó todo. Antes de marcharnos vi que los dos ajedrecistas seguían jugando taco en ristre; sentí entonces el impulso de invitarlos a sendas botellas de cerveza.
Aquel jueves por la noche se quedó a dormir por primera vez en mi casa. El sábado fue ella misma quien me lo pidió.
—Puedes quedarte a dormir conmigo siempre que quieras —zanjé entre beso y beso.
Pero esa noche del sábado ocurrió algo extraño. Me despertó de madrugada porque le había llegado un mensaje a su teléfono móvil. Me explicó que tenía que volver urgentemente al hotel: se vistió aprisa y se marchó. Cuando escuché el sonido del ascensor desplazándose abrí la puerta y me asomé al hueco de las escaleras. Oí su voz allá abajo, en el portal, hablando con un hombre. Hablaban en ruso, casi susurraban. Regresó a las dos horas, me dijo que estaba todo solucionado. Volví a abrazar su hermoso cuerpo desnudo en mi cama y noté el sabor del vodka en su boca mientras la besaba.
No fue éste el único episodio desconcertante que observé en el proceder de Anna. El lunes habíamos quedado en la cafetería del hotel Aníbal para tomar un té después del almuerzo. Cuando llegué no estaba, así que me asomé al comedor por si todavía se encontraba allí: en efecto, estaba sentada en una mesa junto a la madre de Gary Kasparov; conversaban en un tono íntimo, pero lo que me sorprendió fue la expresión de enojo y de reproche hacia ella por parte de la madre del campeón.
El día anterior, el domingo, fui advertido por nuestro brillante escritor de que había visto a Anna por la mañana. Él se había detenido en la Glorieta de América, al final del Paseo de Linarejos, y se encontraba fotografiando el monumento erigido al guitarrista Andrés Segovia. La vio acercarse caminando y la saludó con la idea de intercambiar algún comentario, sin embargo ella no se detuvo, le hizo un gesto con la mano y no aminoró el paso. Cuando terminó de hacer las fotos tomó el camino que le marcaba la silueta de Anna; se dirigía a la Ermita de la Virgen atravesando los jardines de El Vivero, a veces se detenía entre los troncos de los árboles, hasta que en un momento dado abandonó el refugio de los jardines y apretó el paso hacia el templo que hacía ya sonar las campanas. Tuvo la impresión de que entró a la iglesia siguiendo a un hombre.
7
El 7 de marzo, día de la ceremonia de clausura, le llevé un ejemplar del periódico “Nuevo Jaén” a mi admirado escritor. Venía allí publicada mi última crónica y deseaba que se la llevara de recuerdo. Había escrito lo siguiente:
Finalizó un torneo memorable. El vencedor fue Gary Kasparov, quien anunció a finales de octubre que jugaría los torneos de Wijk ann Zee, en Holanda, y el torneo de Linares, y que si ganaba en ambos nadie podría discutirle su supremacía mundial.
Pero no sólo se ha vivido intensamente el ajedrez en estas dos semanas: un famosísimo dramaturgo me hizo el honor de dar una charla a mis alumnos de Literatura en el instituto donde trabajo; tal vez incluya esta experiencia en el reportaje sobre nuestro torneo de ajedrez que ha escrito para una revista francesa.
Y, por si fuera poco, también se han vivido episodios relacionados con el espionaje deportivo: sin acreditar pruebas concluyentes, estoy en condiciones de afirmar que una agente del Servicio de Inteligencia Exterior ruso trataba de pasar información a los analistas de Anatoly Karpov, aunque a la vista del resultado de las partidas, la operación no pareció concretarse con demasiado éxito.
Todo puede ocurrir cuando se enfrentan las dos K del ajedrez mundial. Y, muy probablemente, puede que no vuelva a darse más este enfrentamiento: Karpov está a punto de cumplir los cincuenta años y esta vez la derrota ha sido severa. Tal vez hayamos asistido en este torneo de Linares al acabamiento de la mayor rivalidad de todos los tiempos.