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088.- El instante

Ivana Pamela Nardi

 

Retocando los últimos detalles de la picadita, mientras lo miraba por la ventana, se me piantó una lágrima al verlo allí sentado, a mi viejito querido, reposando al sol en la inmensidad de ese verde de ensueño que nos debíamos ambos.
Ahí estaba él, brindándome el más maravilloso paisaje que hubiese visto jamás, digno de un cuadro. Si fuera pintor, ya hubiera alzado el pincel para delinear cada pliegue y cada arruga de su rostro, pues en cada surco de sus facciones se escondía una anécdota preciosa, que narraba la historia de mi abuelo, Antonio.
Aunque me hubiera gustado, nunca me convertí en pintor, y como no pude pintarlo, me limité a tomar una simple foto de ese sereno instante entre mi viejo, la mesa y el olivo.
Frente a esa panorámica comencé a recordar los detalles del almacén de fiambres de mi abuelo, especialmente ese aroma ahumado de los salames que se entremezclaban con el de los quesos maduros, las finas hierbas y el algarrobo de los muebles y repisas. Mi nono, siempre supo hacerme sentir importante, pues dejaba en mis manos la responsabilidad de acomodar sus más finos vinos y los botellones del más puro aceite de oliva, sin mostrar una pizca de temor frente a la posibilidad de hacer un desastre. Y así, brindándome toda su confianza, me hacía sentir grande. Frente a semejante gesto yo le respondía como él se lo merecía. Solía tomarme de todos los recaudos necesarios para cuidar los productos, sostenía cada botella de vidrio con delicadeza, pero a la vez con firmeza, luego las acomodaba y clasificaba minuciosamente, tal como él me lo indicaba, y repasaba el inventario una y otra vez, para asegurarme de que no faltara nada. Me dejaba absorber por la armonía de esos quehaceres que realizaba gustoso hasta que me interrumpía el grito desquiciado de mi madre, quien sabía hacerme sentir chiquito otra vez.
-¡Ten cuidado Pedro, vas romper todo! ¡Deja tranquilo a tu abuelo!
Dueño de una serenidad envidiable, mi viejito no se inquietaba por nada. De ánimo apacible, siempre se caracterizó por una paciencia divina, que todos admirábamos. Nunca lo vi ofuscado, ante los enojos absurdos de mi abuela y sus retos innecesarios, él simplemente revoleaba los ojos y resoplaba, pero nunca le contestaba. Cuando se percataba de que yo observaba esas escenas me sonreía, y se burlaba de la nona por lo bajo, con ademanes graciosos; yo lo imitaba y terminábamos a las carcajadas.
En esos gloriosos años, él hablaba lo justo, pero decía mucho. Sabio como pocos, sus palabras siempre me dejaron pensando. Y cuando él me oía quejar por alguna injusticia, no había vez que no me dijera: -¿Quién te dijo que la vida es justa, hijo mío? Y así, me dejaba sin respuestas. Aún hoy, me persiguen muchas de sus frases, algunas las comparto y repito a diario, mientras otras, regresan por las noches en un intento por ser desentrañadas.
Con un amplio sentido del humor no le faltaban los chistes para interrumpir alguna situación ingrata o una disputa sin mucho sentido. Siempre hacía alguna gracia para romper el hielo o salir de algún enredo o embrollo, en el que lo cazaba mi abuela.
Él era pícaro, atrevido y audaz. Viajó de España a la Argentina, en barco, como tantos otros y lo hizo con una mano atrás y otra adelante, como se suele decir. Pero la peleó duro y nunca nada lo doblegó. No fue fácil para él echar raíces en esta tierra.
-Si hay tierra difícil, es Argentina -decía.
Todos sabíamos lo mucho que añoraba Andalucía. Nos transmitía ese amor inmenso por Sevilla y sus paisajes, especialmente el de los olivares. Sabía describir con riguroso detalle la dominante arbórea de ese ejemplar milenario, rodeado de aves y campesinos, que trabajaban con ímpetu en esa deslumbrante fisonomía agreste, cargada de historia y cultura. A ese recuerdo, le sumaba sus anécdotas infantiles que nos acompañaban cada domingo, donde resultaba inevitable no percibir sus ojitos brillantes, cargados de emoción, cada vez que compartía en la mesa algunos de aquellos recuerdos. Aunque las historias solían agotarse, siempre había una perspectiva nueva que nos la descubría al narrarlas, pues tenía un poder inmenso para contar historias.
Mi abuelo llevaba su pueblo en la sangre, su folclore y tradición estaban siempre presentes. Aquellos domingos, solía preparar gazpacho y tortillas, y por la tarde, nos enseñaba a bailar sevillanas y pasodobles. En la cena no faltaba nunca la picada con variedad de aceitunas, obviamente en honor a sus orígenes. Decía que estaba hermanado con el olivar, y nada más cierto, pues el olivo lo representaba a la perfección, por su gran capacidad de adaptación, pero, fundamentalmente por su fortaleza y vitalidad.
La nostalgia se apoderó de mí y quedé atrapado en ese repaso por el pasado. De pronto, pude comprender esa chispa en la mirada de mi abuelo al traer a la memoria sus recuerdos más preciados.
Logré percatarme, de cómo en la medida en que crecemos, el pasado se nos vuelve cada vez más valioso, vamos tiñendo los recuerdos de romanticismo y los saboreamos como si fueran los más dulces chocolates. Valoramos los instantes de risas banales y poetizamos eventos cotidianos. Ahora, adultos, podemos comprender frases que antes no captábamos y resignificar los retos, las peleas y los silencios incomprendidos.
Increíblemente, al sobrevolar aquella infancia descifré escenas con acertijos y se me hicieron visibles sucesos que en esos tiempos fueron imperceptibles.
Aquella corrida nocturna con mamá sosteniéndome en brazos, la caricia sobre mi cabello del abuelo Antonio y el beso en la frente de la Abuela Maruca, mientras me cobijaba en su cama, ahora, cobraban sentido.
Desde esa noche, de la que no se hablaba nunca, siempre estuvieron en mi vida ellos, los nonos, viviendo bajo el mismo techo, apretados, ajustados; pero por sobre todo juntos, en ese pequeño, pero reconfortante hogar.
Vivir en la Argentina no es fácil, las crisis son cíclicas y siempre estás nadando en aguas revueltas con olas inmensas. Cuando el mar parece al fin más calmo, y comienzas a disfrutar de las oleadas, viene una nueva ola sorpresiva que te hunde en lo más profundo. Mi abuelo, con su optimismo de siempre decía: “sólo hay que aprender a surfear”. Y así vivíamos, surfeando. Para cuándo una ola nos abatía, ahí estaba él, sosteniéndonos de la mano y sacándonos a flote otra vez.
Mi viejo, no es sólo mi abuelo, mi nono es mi padre, ese que no tuve por circunstancias de la vida. Creo que por ello, es mi referente a seguir y el ideal a alcanzar.
Mi madre se fue pronto, ese sí fue el golpe más duro que nos dio la vida, y esa fue la razón por la que mi querida abuela quedó adormecida por mucho tiempo, tal como la bella durmiente. Fue mi abuelo, quien, con su amor incondicional y su paciencia divina la fue despertando. Obviamente no le bastó con un único beso, pero sí lo logró con miles de ellos y un afecto infinito.
Pese a todo sobrevivimos, vivimos y logramos recuperar las sonrisas con la ayuda de mi viejo. Porque así es la vida, esa que un día te achicharra el corazón con la desgracia, pero que al otro, te sorprende con el milagro de un nuevo nacimiento.
Y de pronto, el aroma de las aceitunas verdosas y carnosas que me esperan me despierta: aceituna Gordal, aceituna Aloreña, la Lechín de Granada y por supuesto, aceituna Sevillana. Sí, me despierto de ese viaje de recuerdos que se me presenta a modo de película y que mágicamente resume nuestra historia en sólo minutos, pero con la intensidad de la eternidad.
Y el presente, el tiempo que nunca se detiene y que se nos escurre como el agua entre las manos me trae el llanto vigoroso de Miguel, ese retoño de vida que llegó como gracia divina, luego de muchos rezos y peticiones. Su madre, mi amada Vanesa es quien lo acuna dulcemente para calmarlo. La ensoñación se esfuma súbitamente y regreso al mundo terrenal, a este aquí y ahora que volveré a atesorar para recordar en el futuro.
La nueva instantánea está lista: yo estoy saliendo con la picada en mano y Vanesa con Miguel en brazos, ya calmo y sonriente; en el parque nos espera él, mi viejito querido, reposando al sol. Hoy es la presentación oficial del bisnieto. Sin ornamentos glamorosos, ni decoraciones extravagantes, tan solo con la naturaleza como telón de fondo; la música de la fiesta es el sonido de la brisa acariciando los olivares nuevos y el perfume del ambiente es el aroma de la tierra húmeda de las Sierras Cordobesas, donde hemos puesto nuestras esperanzas.
¿Cómo retratar lo que ven mis ojos, ese instante mágico del encuentro, ese maravilloso diálogo de miradas entre esos dos seres que resumen el inicio y el final de la vida en un único escenario? Me grabo en la mente este paisaje en la retina, pues no existe foto, ni pintura, ni poema que pueda captar la total esencia de lo vivido.
Ya no me lamento de no ser pintor, pues entiendo que las imágenes de los recuerdos son las más maravillosas capturas que nos regala la vida, y que la felicidad no es ni más ni menos que ese instante que nos reconforta por completo y se vuelve inolvidable.

 

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