115.- Los cuadros inconclusos
Pasado casi un año de esa muerte, cuando la pena mermó, y pudieron disponer legalmente de sus pocos bienes, flotó la idea en el aire: ¿Qué ocurrirá con Olivos al sol, esa serie de cuadros inconclusos que el público aún no conocía? Dos grandes y una docena de tamaño mediano, todos al óleo. «¿Y si los terminas tú? ¿No eres pintor? «, le dijo Valmonte. También lo había pensado. Su trabajo como crítico rendía cada vez menos, debía trabajar más y por ello obtener regalías con la obra de su madre pintora no era descabellado.
Trabajando en su apartamento, terminó uno de los cuadros, que le pareció bien, aunque quizá algo apresurado. Pasó a otro, y después a otro. Valmonte, el curador de la galería en la que iban a exponer la serie de cuadros, le telefoneó, preguntándole cómo le iba, él contestó que bien y le envió fotos por correo electrónico. «Javier, son muy malos, ¿De verdad los terminaste tú? Están como de taller, no para una exposición, perdóname que te lo diga», le dijo con su franqueza acostumbrada.
Jana, su novia, una joven corredora de propiedades que a veces tomaba el rol de su marchante ocasional, le comentó que el viejo tenía razón. Siguió intentando, esta vez adaptó su estilo al existente. Los resultados no fueron mejores. Jana le dijo que el problema era que se estaba basando en fotos de olivos, en vez de ir al lugar mismo donde su madre retrataba los árboles, porque la experiencia presencial cambiaba a las personas. Él le dijo que era una idiotez. «Entonces arréglatelas solo», le retrucó ella. «Perdona», dijo él. Luego de unos días persuadiéndole, aceptó viajar. Ella no pudo acompañarlo por razones de trabajo.
Era un villorrio muy agradable, situado en la costa. La casa seguía ahí, como la recordaba, aunque más gastada por el tiempo, con su jardín grande y su olivo solitario. La habitación de su madre estaba tal cual la había dejado meses antes, la cama hecha, las cortinas corridas, el almohadón tejido por ella misma, la cómoda con espejo y su sistema de cajones pequeños, los que él no osaba registrar porque las pocas veces que lo hizo ella le gritó como si estuviera loca. Nunca se llevaron bien. Él tenía la pintura como su vocación oculta, pese a sus muchos estudios; se conformaba con que apareciese su nombre con el rótulo «crítico» en importantes medios de comunicación digitales y en papel; en cambio su madre, era poco lectora, apenas conocía la historia del arte, y mucho menos las corrientes modernas; pintaba desde la intuición pura. Le avergonzaba pensar que ahora, ya fallecida, él podría dedicarse a pintar sin tener que competir, pero esas obras sin terminar le complicaban. «Y quién más que su hijo podrá terminar sus cuadros inconclusos, máxime que fue una petición de ella misma, en su lecho de muerte, y dado el amor que profesa a su madre, estamos ciertos de que lo hará», fueron las palabras de Valmonte, en la ceremonia fúnebre, frente a familiares y periodistas. Tenía dos meses para la siguiente fecha de exposición, podía seguir enviando artículos desde su computador portátil, y a la vez pintar. No debería haber dificultades. Abrió ventanas, limpió a prisa, almorzó, contestó un par de correos y luego se instaló frente al olivo. Creyó contar con todo el equipo: una sombrilla blanca que lo protegía del sol, un taburete para depositar algo de comer y beber, el atril, la bandeja de pinceles, espátulas, caja con tubos de óleo, paños húmedos y una botella con diluyente, para borrar o esfumar pintura. Procuraba tener la columna recta, con el pincel en la derecha, y la paleta firme en su izquierda. Con toda deliberación no utilizaba los mejores pinceles ni la pintura más cara. Cogió la radio pequeña de su madre, con cintas de Bach y de Telemann que encontró en la biblioteca, para ver si le ayudaba. Al cabo del primer día, el resultado no le convenció. Su novia lo llamó en la noche. «¿Y? ¿Qué tal va la cosa?», «Sí, promete», respondió, «Mándame fotos», «Ahora no. Más adelante», dijo él.
Se levantaba temprano, una ducha fría, el desayuno consistía solo en comida comprada por él; cuando veía el resplandor del sol en los prados, afuera, instalaba su atril, un asiento alto y se ponía a pintar, frente al olivo. Procuró utilizar el mismo estilo de su madre. Manchas y colores planos, sin líneas, pocas sombras. Unos días más tarde, mientras pintaba, oyó una voz preguntándole si podía ver el cuadro de cerca. Era una atractiva joven rubia ―de hecho bastante más atractiva que Jana― apoyada en el muro de piedra, con un gran perro blanco a sus pies. Se llamaba Muriel, era ayudante de pintura en una universidad, ahora estaba de vacaciones en ese pueblo, y ya lo había visto pintando, sin atreverse a dirigirle la palabra, pues lo veía tan concentrado. Él se rio y la invitó a entrar al jardín. Hablaron trivialidades. Comentó no conocer la obra de su madre y tampoco sabía que ella vivía en ese pueblo. Se acercó a la pintura y dijo que era «interesante», y que le gustaba sobremanera la parte de arriba, justo la zona inconclusa que él estaba completando.
―Hay algo ahí. No cabe duda.
Quedó encantado, y la invitó a cenar en su casa, ella dijo que mejor después, hacía frío, y además tenía que ir a darle de comer al perro.
Al día siguiente, mientras desayunaba, estuvo pensando. No sabía cómo abordar la pintura: si aplicar su estilo a la parte inferior, o bien hacer un mix up entre el estilo suyo y el de su madre, y con eso dejar el cuadro homogéneo. ¿Pero cómo saber si solo se estaba dejando llevar por la opinión de una ayudante de arte a quien apenas conocía? Si Valmonte supiese lo que estaba pintando ahora le daría un síncope y no renovaría su contrato anual. Podía verlo despotricando contra él, con su voz ronca: «No es a lo que está acostumbrado el público. Debías terminar esos cuadros como si los hubiese pintado ella. Es un homenaje».
Continuó sin plan alguno. Sudaba y tenía sed, pero no quiso remediarlo, a ver si con eso su talento dejaba de gandulear. Ya a mediodía no hubo caso, seguía intentando dejar la parte superior de la tela con el estilo de su madre, pero le quedaba tan forzado que se sentía furioso consigo mismo. Oyó pasos que se acercaban en el camino de tierra. «¿Todavía peleando con el cuadro?», era Muriel, que venía sonriente, tironeando al perro. Le preguntó su opinión de sus nuevas pinceladas. Ella meditó unos instantes, y respondió que había mejorado mucho. Cuando él mencionó la parte superior de la pintura, ella dijo «¿Qué le hiciste? Está mejor que ayer, se ve más integrado al total». El bajó el pincel y suspiró. «¿Pasa algo?», preguntó. Ya resignado, decidió contarle su problema. La joven lo escuchó sin interrumpirle, quedó en silencio un rato largo. Se dieron cuenta que el perro estaba orinando en el árbol. Lo retó y él, en tono de broma, dijo que no importaba. Le preguntó si podía sacar unas olivas. Él dijo que sí, le daba lo mismo, ese árbol era decorativo, no funcional, le comentó. La joven hizo un gesto como de no poder procesar esas palabras, sacó un puñado de olivas. Y se las mostró.
―Quizá debes partir por acá― dijo, tocándose el pecho.
― ¿Cómo es eso?
―Venga, vamos a almorzar por ahí y trataré de explicártelo―. Él aceptó pero exigió pagar la comida.
Caminaron por la avenida en la costa, entre familias que paseaban a sus niños, mascotas que se olisqueaban entre ellas y bañistas que aprovechaban el buen tiempo. Mientras comían, en un local a metros de la playa, ella sacó del bolsillo las olivas del árbol y le indicó que las mirara bien.
―No te estoy comparando con mis alumnos, pero esto me ha pasado algunas veces. Supón que estas olivas quieren comunicarte algo. Falta escuchar, como tu madre las escuchó a su manera. Con el corazón.
Él reprimió con éxito una sonrisa. Volvió la cabeza a la playa y echó una mirada a las olas, rompiendo contra las rocas.
― ¿Y si las escucho así?
Cogió una oliva de la mano de ella, abrió la boca y la puso adentro. Ella se alarmó y le dijo que no se comían porque eran muy amargas, él comenzó a masticarlas, entre muecas de disgusto, haciéndola reír, hasta aislar el corazón de la oliva en su boca y escupirlo en la arena.
Terminado el almuerzo, la joven, sin quitar sus ojos de él, tomó varios sorbos de su gaseosa, como decidiéndose.
― Mira, sé que no nos conocemos bien, pero quería pedirte una cosa…
―Adelante.
―Mi vecina no quiso cuidarme a Lluc y me invitaron a una expedición, no puedo llevarlo. ¿Puedes cuidarlo unos días? Te pasaré todo lo necesario. Es muy tranquilo, te hará compañía, por favor.
El dudó, pero aceptó finalmente. Fueron en coche a la cabaña de la joven para buscar una bolsa gigante con comida y otros implementos del perro, pocillo y correa. Se despidieron. «Llévalo a pasear dos veces al día, eso es todo, y que duerma afuera». Ella salió a paso rápido al encuentro con una camioneta, repleta de jóvenes.
El perro era muy dócil. Ese día estaba frío, pese a ser primavera, y él prefirió que durmiese adentro, total había una alfombra donde podría tenderse. Dormía en su improvisada cama mientras trabajaba en un artículo en su ordenador.
Al día siguiente, Javier aún recordaba el sabor de las olivas. Se acostó de espaldas sobre la tierra, y dejó su vista vagar en los nimbos. Era un lugar muy hermoso, sin duda. Se permitió estar ahí, sin pensar en nada. Vio al perro olisquear los arbustos y quedarse mirándolo. Varias veces se le acercó y con su nariz húmeda le manchó su mejilla. Él no quería pensar. Era agradable estar así, dejando que las cosas fuesen sin que necesitase intervenirlas con sus pensamientos. Intentó sentirse parte de ese lugar, del mar cercano, de la tierra. Miró el árbol y contempló lo absoluto de sus formas. Parecía desafiar a los siglos…
Los días pasaban y la exposición estaba cada vez más cerca, pero le aterraba proseguir su labor de pintura y prefería pasar horas paseando al perro. Su novia solo recibía mentiras por el teléfono: he avanzado mucho, estoy bien, no, no he conocido a nadie por aquí. Para evitar esa presión se contentó con hacer bocetos, estudios del árbol en su bloc. Los colgó en la pared, para verlos con frecuencia.
Ya estaba anocheciendo y fue a la ferretería por provisiones, disfrutando del aire marino. Cuando regresó, al entrar a la casa vio que el perro estaba en la habitación de su madre. Encendió la luz y se encontró con un horror. Lluc había destrozado colchones, cubrecamas, mantas, todo lo que fuese blando y destruible. Estaba sobre la cama, arrancando las entrañas de un gran almohadón. No podía creerlo. Estalló en ira y le gritó.
― ¡Perro del infierno! ¡Mira lo que hiciste! ¡Deja eso!
El animal huyó a toda carrera, saliendo al exterior. Qué demonios, si regresaba, que durmiera afuera, en castigo. Miró el caos en la pieza de su madre, pero lo dejó tal cual y cerró esa puerta.
La mañana siguiente el perro aún no había regresado. Decidió ir a buscarlo. Se internó por senderos que no conocía, recorrió playas muy al este, preguntó sin éxito a niños jugando en las calles estrechas, a matrimonios que caminaban a paso lento. Almorzó en un local de comida rápida y continuó la búsqueda, sin éxito. Intentó calmarse confiando en que quizá volviese solo. Aparte de algunos artículos que envió por correo electrónico, no se sentía con fuerzas para emprender nada. Llegó la noche y el perro tampoco apareció. Estaba trabajando cuando sonó su móvil. «VALMONTE», se leía en la pantalla. No quiso contestar. Por fin hubo silencio, pero al instante oyó una pelea de perros, a lo lejos. Le invadió un pánico repentino. Salió con una linterna. La gente lo quedaba mirando, «¡Lluc! ¡Lluc! ¡Ven! ¡Ven acá!». El frío le impidió seguir. Ya derrotado, volvió a la casa y se rindió ante su suerte. “Si Muriel me telefonea tendré que confesarle la verdad».
Al salir el sol decidió hacer una limpieza profunda. Estaba con la escoba y una lata de gaseosa en el suelo, al barrerla salió disparada hacia la puerta del cuarto de su madre, que aún estaba en el mismo desorden que la dejó el perro. Abrió la puerta. Tomó los jirones de almohadas, de mantas. No tenía caso intentar coser o arreglar. Sin mirar lo que tiraba, depositó lo destruido en una bolsa negra y fue a dejarla al recipiente de basuras cercano. Al regresar fue directo a la habitación de la madre. Se sentó en la cama. Vio la cómoda y su espejo. Abrió los cajones al azar. No había ropa. Botones, perlas falsas, agujas, pinceles, crayones, un cochecito de juguete pequeñísimo que cabía en la palma de la mano, seguro era un juguete suyo, no lo recordaba. Sonrió, deslizó las ruedas diminutas en su palma. Salió al jardín, cortó varias olivas del árbol. Puso el coche sobre el taburete, junto con las olivas, y siguió pintando. Se concentró en las olivas, pintó las que vio, luego pintó algunas que él supuso que estaban ocultas por las hojas y ramas. Después pintó sobre ellas. No importaba que no se vieran. Era cómodo pintar así, ignorando si pintaba como él, como su madre, o como fuese. Ya no sentía esa presión en los hombros. Le pareció estar llegando a un sitio de vacaciones, en un bote.
En la tarde recibió una llamada de la joven preguntándole por el perro, y él le contó sin rodeos cómo se había extraviado. La voz le temblaba a su pesar. Ella guardó silencio unos instantes, parecía que iba a llorar, pero lo que largó fue un suspiro.
―Mira, por un lado es mejor. Ese perro me lo encontré aquí, era un perro callejero. Me lo quería llevar a mi casa al volver de vacaciones, pero después me arrepentí y ya no tenía el coraje de dejarlo en la calle otra vez. Es de la calle y seguirá siendo de la calle. Olvídate de él. No ha pasado nada.
Le preguntó si estaba segura. Ella reafirmó sus palabras y se despidió, deseándole suerte. Parecía molesta.
Después de almuerzo lo llamó Valmonte y le preguntó sin preámbulos qué tal iba con las pinturas.
―Sí, promete.
―Estupendo. Mándame alguna foto.
Él sonrió y dijo de nuevo:
―Ahora no. Más adelante.