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138.- Relato de una inmigración

Isabel Gigli

 

Hay un pueblo en el norte de Italia que se llama Recanati. Hay un museo en Recanati que se llama “del Inmigrante”, y en ese museo hay cuadros pintados por mi abuelo. Mi abuelo fue pintor; artista se definía a sí mismo; maestro le decían sus alumnos en la escuela de Bellas Artes de Buenos Aires.

Hay una foto de cuando visité el museo con mis hijos que en ese momento tenían 4 y 9 años, en la foto estamos los tres mirando un cuadro que yo recordaba estuvo en la casa de mi abuelo en San Fernando. El cuadro se llama “La fiaca”, un óleo de un grupo de campesinos trabajando en los campos cortando hierba con guadañas y uno de ellos durmiendo bajo la sombra de un olivo con su herramienta sobre el suelo. No me acuerdo qué les dije a mis hijos, pero en la foto se ve que les estoy hablando del cuadro.

Mi abuelo dejó Recanati cuando tenía 10 años, se fue en barco a Buenos Aires antes de la primera guerra mundial, como tantos. Nunca volvió, pero sí volvieron muchos de sus cuadros. Ahora pienso que es una forma de volver.

Miro la foto que estoy con mis hijos, y vuelvo a recordar el óleo en el comedor de la casa de San Fernando. Yo tendría la edad que en la foto tenía mi hija mayor. Mi abuelo debió recordar los campos recanateses cuando lo pintó, y seguramente recordaba los olivos más altos como yo recordaba el cuadro más grande. Pero eso lo pienso ahora que miro la foto. Cuando estuve en el museo no pensé en mi abuelo, pensé en el cuadro en San Fernando. Fue el cuadro lo que me remitió a mi infancia y quizás eso les estoy explicando a mis hijos. No sé qué recordarán ellos cuando vean la foto nuestra en el museo de Recanati, tal vez no piensen en mí, posiblemente ellos también pensarán en el cuadro.

La casa de mi abuelo era muy grande, alguna vez había sido un consulado, nunca me dijeron de qué país. Una construcción chorizo; una sucesión de 10 habitaciones de piso de madera, techo alto y olor a humedad. El comedor tenía una mesa rectangular donde mi abuelo decía entrababan cómodamente 20 personas aunque yo solamente lo vi sentado a él. Detrás de donde se sentaba, en la cabecera, había una chimenea y arriba colgaba “La fiaca”. Así lo recuerdo, sentado en una mesa larga con el cuadro sobre su pequeña figura. En esa casa siempre hacía frío, incluso en verano. Trabajaba en su estudio, una habitación en la terraza que se entraba subiendo por una escalera caracol. Las pinturas seguramente las bajaba colgadas por sogas, ya que no creo que era posible bajarlas por la escalerita. El estudio estaba lleno de lienzos, algunos enmarcados, colocados en estantes uno al lado del otro como una biblioteca. Me acuerdo que las pinturas eran pomos de plomo (ahora serán de plástico) que las enrollaba de atrás para adelante como yo hago con el dentífrico. Tenía muchos pinceles y varias paletas con manchas secas que indicaban la posición de cada color; tal vez seguía un orden lógico que nunca me explicó. Los trabajos de mi abuelo tuvieron muchas épocas diferentes: pintó sus recuerdos de infancia, pintó retratos de familia hasta tuvo una época que pintó escenas de campos argentinos, tan diferentes a la campiña italiana y una época breve donde pintó el zoológico de Buenos Aires. Será por haber visto tantos retratos de mi padre que nunca me resultó difícil imaginarlo de bebé o de niño junto a su madre y a su abuela.

Pero el cuadro “La fiaca” es diferente. No es el retrato de ningún familiar. Es un campesino acostado durmiendo mientras sus compañeros trabajan al sol. Hay algo de injusto en el dibujo que se mezcla en mi memoria con la imagen de mi abuelo comiendo solo en una mesa vacía donde podrían haber entrado cómodamente 20 personas. Quizás era eso lo que les contaba a mis hijos.

En ese viaje a Recanati con mis hijos, vi los campos de Recanati vacíos de campesinos, pero llenos de olivares, testigos mudos de aquella época.

No es solo la historia del cuadro que me vincula a los árboles de olivo.

Algunos años más tarde de ese viaje que hice con mis hijos; mi hermano y yo tuvimos que desarmar la casa de mis abuelos y fue entonces que encontramos cartas de una época que no conocíamos. Supimos por esas cartas, que en el año 1938, un barco llamado Oceanía partió de Buenos Aires hacia Génova. En el barco iba mi abuela, y mi padre, que en ese entonces, era un niño de 6 años. Las cartas sin respuestas de mi abuela Teresa destinadas a mi abuelo estaban en cajas de cartón en un estante de la casa de San Fernando. Eran papeles de color amarillento por el tiempo, doblados por la mitad dentro de sobres grandes que alguien había reacomodado seguramente tiempo después. Recuerdo que mi hermano y yo, nos sentamos en la mesa de la cocina a leer las cartas. Las leíamos en voz baja, cada uno para sí, y cada tanto nos comentábamos algo.

En una de las cartas mi abuela escribió: “Después de varios días de cielo y mar agitado, con días de calor sofocante y con días frescos como el de hoy, con noches de luna y dos hermosos luceros en el cielo divisamos esta tarde allá lejos, muy lejos, una elevación de tierra. Tierra de España. Llegaremos a Gibraltar pasado mañana a las 8”. No iban a quedarse en Europa, era un viaje de ida y vuelta para buscar y traer a la mamá de mi abuelo antes que –otra vez– la guerra comenzara. Pero esta vez era la segunda guerra mundial la que expulsaba a la gente de su tierra. “Sobre este pueblo flotante vamos llegando y cada día a mayor distancia de ustedes. Estamos bien. El nene sufre nostalgias. A veces llora de nada. Le pregunto si se figuraba que así era el vapor y me responde no, yo creí que se llegaba enseguida.”

De ese viaje en barco, también encontramos fotos. En una, mi papá con pantalón hasta las rodillas, camisa blanca y chaleco de lana, Teresa con pollera recta y saco sastre, junto a otros pasajeros en la proa. En el revés dice “nuestros amigos de viaje”. Uno de ellos quiso enseñar a mi padre a nadar, pues según cuenta “El niño no llegó a aprender a nadar, porque en esos días tuvo fiebre y después hicieron días de viento y yo no le permití nadar así desnudo, pues fácil era entrarlo y un dilema el sacarlo del agua y eso que no le gustaba el agua salada y que le molestaba a la visión”. Dice el reverso de otra foto junto a un hombre en el borde de la piscina del barco, “A Lorenzito, para que recuerde que sus amigos te queríamos enseñar a nadar”.

De la llegada a tierra y la despedida de sus amigos de viaje, no hay nada escrito. Tampoco como recorrieron los 500 km desde el puerto de Génova a Recanati, el pueblo de destino. Pero sí hubo otra carta, un poco en italiano, otro en español que delataba optimismo: “La popolazione tiene esperanzas, parece ser que se arreglará todo sin guerra”. Sin embargo hubo guerra y pobreza. En esa carta, hay un bosquejo en carbonilla de mi abuela, es el retrato de mi papá vestido de soldado debajo de un olivo. Mi abuela escribió “Pese a todas las necedades de la humanidad, los olivos nos siguen regalando sus frutos”.

Y otra vez vuelvo a la casa de San Fernando, y estoy con mi hermano ordenando viejas cajas con cartas, y pienso en el parque donde mi abuelo plantó dos olivares. Los árboles jamás crecieron como los imaginó, quizás la tierra lejana y extraña no ayudó. Pero recién ahora, tanto tiempo después, comprendo la añoranza por sus olivares en tierras mediterráneas.

Los últimos días de mi abuela fueron en un geriátrico y recuerdo que la oí decir “Debo haber hecho algo terrible para estar presa, no me acuerdo qué fue pero tiene que haber sido muy malo”. En mi memoria conserva su rodete blanco, alta, delgada, brazos largos y venas azules en las manos. Murió en Buenos Aires enferma y sin memoria. Mi abuelo murió después y varios años más tarde murió mi padre. La añoranza del lugar de origen de alguna forma se trasmite a otras generaciones.

Los árboles de olivos que plantó mi abuelo siguen en su casa de San Fernando como compañeros silenciosos del desarraigo. Comprendí el vínculo de esos árboles con mi historia familiar, recién después de aquel viaje a Recanati con mis hijos y de haber leído las cartas escritas por mi abuela.

Vuelvo a la foto con mis hijos en el museo de Recanati, y aunque en ese momento no lo comprendí, ahora pienso que era el dibujo del árbol del olivo que me devolvió a mi infancia y pienso que de alguna forma, mis hijos también estarán siempre acompañados por los dos olivos que plantó mi abuelo.

 

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