139.- A la sombra del olivo
Con las lágrimas saltadas, bajé del autobús en la entrada del pueblo. Me sequé los ojos en la muñeca y miré hacia la calle principal. Nada había cambiado. Todo seguía igual como cuando nos marchamos, muriéndose poco a poco, resistiéndose a desaparecer entre interminables campos de olivos.
I
Cargado con mi maleta, entré al pueblo por su único acceso, una cuesta pronunciada flanqueada por casas bajas pintadas de cal. Me detuve a la mitad del camino y solté la maleta sobre el caluroso pavimento. Tomé un poco de aliento. Estaba asfixiado. Agobiado, miré hacia abajo y suspiré. El calor pegajoso que salía del asfalto distorsionaba el horizonte. Busqué refugio bajo una sombra, la antigua escuela. La observé con nostalgia. En aquel lugar aprendí a leer, a escribir, a contar… ahora sólo era un edificio cerrado y abandonado. Miré al edificio contiguo. Torcí el gesto. El único ambulatorio del pueblo no había tenido mejor suerte, también estaba cerrado. Ahora, un cartel avisaba que el médico pasaba consultas los martes y jueves.
«Como si la gente eligiera cuando ponerse enferma», pensé con algo de rabia.
Me fijé en un número de teléfono. Era el número de la ambulancia del pueblo más cercano por si alguno se ponía enfermo. Resoplé.
«Vámonos de aquí, a la gente del campo andaluz nos tratan como a ciudadanos de segunda», recordé las palabras que decía mi padre antes de abandonar nuestros orígenes.
Contemplé fijamente el tramo de calle que me quedaba por subir. Volví a resoplar. Agarré la maleta con firmeza y continué andando hasta llegar a la plaza mayor. Ahí, la calle se aplanaba. El caminar se hacía más cómodo. Lo justo y necesario para admirar, como otras tantas plazas mayores andaluzas, a su ayuntamiento, su iglesia y su bar que compartía sede con el sindicato obreros del campo.
Me detuve unos segundos en la entrada de la cafetería. Sonreí con suavidad. Todo seguía igual. La barra a ladrillo descubierto acompañando a las mesas viejas y a unas sillas que ya me parecían arcaicas cuando era un chiquillo. Las paredes, cubiertas de fotografías de marchas obreras por toda la comarca reclamando una reforma agraria para Andalucía. En el fondo del salón, puesto con letras bien grandes y rojas, una demanda tan vieja como nuestra tierra: «La tierra es para quien la trabaja» y una foto de Diamantino García, el cura de los pobres.
Escuché un golpe.
En silencio, cuatro viejos jugaban al domino mientras bebían chatos de vinos.
Arqueé las cejas. En verdad, ya no quedaba rastro de lo que un día fue aquel lugar. Los obreros, como mi padre, emigraron a la ciudad en busca de un futuro distinto, alejado de las duras condiciones laborales del campo. Las diferentes Administraciones habían apostado por el turismo para nuestra tierra y en la costa se construía una nueva Andalucía alejada del verde olivo. Allí había dinero y oportunidad. La despoblación del interior fue una consecuencia. El silencio de sus calles, la sentencia.
Reanudé la marcha y a mis pasos le acompañaron el sonar de las campanas. Éstas avisaban del mediodía. Como siempre. Como hacía treinta años y, seguramente, como hacía cuarenta, cincuenta, sesenta…
«El tiempo aquí también se ha quedado parado», pensé contestando al repique de campanas.
En una de las esquinas de la plaza, estaba la casa de mi familia. Una vivienda de una planta pintada de blanco con la puerta y ventanas en madera descubierta que no veía desde que nos marchamos a la ciudad. En la entrada, ahora no nos despedían familiares y amigos. No, nada de eso. Ahora, sólo me esperaba un campesino viejo y desaliñado.
Éste se levantó de un banco cercano nada más verme aproximarme. Creo que me delató mi aire de urbanita jadeante por el calor o, simplemente, fue que por aquel lugar se conocía todo el mundo y yo era una visita exótica.
Cuando llegué a su altura, le estreché su mano. Él me correspondió el saludo con una leve sonrisa. Noté enseguida sus manos callosas de una vida entregada al trabajo de la tierra. También sonreí. Saqué la llave del bolsillo y abrí la puerta.
No había nadie.
Mamá no estaba.
Habría salido a arreglar papeles.
Dejé la maleta de viaje en el recibidor de la casa y me giré hacia el campesino.
II
Caminé detrás del campesino hasta la salida del pueblo. Abrió una cancela y entró al campo lleno de olivos, como si esos árboles y esas tierras fueran propiedad de todo el mundo. Pero no, no lo eran. Les pertenecían, pero no eran suyos. Hacía bastantes años que esos terrenos los compraron inversores que fueron a la quiebra por culpa de la crisis y ahora era propiedad de algún banco. Ahora, agonizaban al mismo ritmo que el pueblo. Los campesinos que quedaban en el pueblo pidieron trabajar las tierras, pero nunca obtuvieron respuesta.
«Supongo que una plantación olivarera no está entre las prioridades de negocios de un banco, querrán vender las tierras a algún constructor. Si tienen a personas trabajando en ellas, les será más difícil venderlas», pensé cuando pasé de largo a los primeros árboles.
El campesino me guio serpenteando entre olivos. Me costaba seguirlo. El calor de aquel campo me asfixiaba como queriendo acabar conmigo. Bajo mis pies, el suelo ocre quemaba todo lo que se posara sobre él.
Un sonido llamó mi atención. Me detuve para escucharlo atento y recobrar un poco el aliento. Exhalé exhausto.
Sonreí. Ni me acordaba cómo las cigarras tocan su eterna melodía desde el amanecer.
Miré al viejo. No se había detenido. Continuó andando como si estuviera acostumbrado a esa eterna sinfonía.
Reanudé la marcha. Entre resoplidos, me fijé que el polvo amarillento se agarraba a mis botas como queriendo escapar de aquel lugar. Alcé la mirada.
Un olivo.
Y otro.
Y otro más.
Suspiré. El paisaje parecía interminable.
De repente, sin mediar palabra, mi guía se detuvo. Al principio pensé que el aire cada vez más denso había hecho mella en sus pulmones cansados de respirar. Pero no, nada de eso. Con una solemnidad impropia para el lugar donde estábamos, me señaló a un olivo.
—Este es. El mismo que el de su abuelo y el de su tío. Lo siento mucho; ¿quiere que le deje solo?
Tardé unos segundos en responder, no sé si fue por la sequedad de mi garganta o por la imagen que tenía enfrente de mí. El paisaje dejó de parecerme infinito, los olivos no eran todos iguales. No, ya no lo eran. Había uno absolutamente reconocible para mí. Y claro que lo era. Aún tenía colgando de su rama la cuerda, esa maldita cuerda.
—Gracias por traerme hasta aquí —dije con la voz resquebrajada—. Pero por favor, no me trates de usted. Yo he sido un niño más de estos campos, crecí corriendo entre estos olivos…
—Lo sé —me contestó haciendo un ademán con su mano para que me callara—. Después de tantos años y de tanta gente que se va, uno no sabe cómo tratar a nadie.
Sonreí y apoyé mi mano en su hombro. Él colocó la suya sobre la mía. Sonrió también. Con unos leves y suaves toques, se despidió. En silencio, se alejó unos metros para que me quedara solo. Se sentó a la sombra de un olivo a esperarme.
«Tiene que estar cansado» —pensé al ver su cuerpo maltratado por el tiempo.
Absorto, me perdí en cada imperfección del tronco del olivo. Exhalé. No sabía si quería estar ahí, en frente de este maldito olivo donde se mataron mi abuelo y mi tío. Y ahora él, mi propio padre.
Me tapé la cara. Tuve ganas de gritar, de llorar, de… joder, qué mal lo pasé.
Al lado del árbol, tirada de cualquier manera, había una escalera. La agarré. El calor del acero me hizo pensar que era la misma escalera que habían utilizado para descolgar su cuerpo.
«Pudieron quitar la maldita cuerda» —pensé mientras arrancaba la soga de aquella rama.
III
Seguí el ejemplo de mi guía y me senté a la sombra del olivo, pero no de cualquier olivo, del mío. Me abracé a la cuerda que acababa de arrancar.
Al cobijo de aquella sombra, miré a la copa del olivo. Me perdí en el cielo azul. Cerré los ojos. Recordé cómo mi abuela nos contó que mi abuelo lo decidió cuando la cabeza le empezaba a fallar. Sin embargo, de mí tío, que era un hombre joven cuando lo dispuso, siempre dijo que se lo llevó la locura. La desesperación de ver cómo no tenía futuro en un pueblo rodeado por la mayor riqueza de Andalucía, los olivos.
Suspiré.
«Y ahora mi padre» —pensé mientras dejaba caer mi cabeza sobre el tronco del olivo.
La historia de mi padre parecía distinta. Él se marchó del pueblo en busca de otra vida, sin embargo, volvió para quitársela. Sí, volvió al lugar donde empezó todo para acabar con su vida. Y lo hizo empujado por las deudas, la miseria y la desazón de ver como la maldita crisis le arrebató lo poco que tenía.
—Joder —mascullé entre dientes.
No pude evitar pensar en mi relación con él. Nunca fue fácil. Mi padre siempre quiso que estudiara una carrera: derecho, medicina, periodismo…, pero yo preferí la literatura, escribir; crear mundos ficticios sobre verdades irrefutables. Creo que nunca se leyó un libro mío, tampoco es que haya tenido un éxito arrollador, pero uno siempre espera que, por lo menos, tus padres te lean. Ni eso. Quizás, por eso, en los últimos tiempos no teníamos mucho contacto. Supongo que era inútil evitar el pensamiento de que, si hubiera estado más cerca de él y le hubiera ayudado, hoy ninguno de los dos hubiéramos acabado aquí.
—Va siendo hora de volver —dijo mi guía quieto delante de mí y de mi olivo.
—Tienes razón —contesté saliendo de mi letargo.
Me levanté y sacudí la arena del pantalón. Mi guía comenzó a caminar. Yo le seguí. De camino al pueblo, saqué el móvil y hablé con mi madre. Le narré mi experiencia en el olivar y el pensamiento que me atormentaba sobre la relación lejana con mi padre. Ella opinó lo contrario. Cosa lógica de una madre que quería aliviar las culpas de su hijo. Para ella, esto era una maldición, como lo fue para mi abuela. Era la maldición de los hombres de mi familia. Y ellas, como todas las mujeres sabias tenían una solución: acabar con la maldita cuerda, el olivo y, por supuesto, no volver más al pueblo.
IV
El aire cálido me abrasaba la piel. Aquel calor hizo que volviera a mi niñez. A las infinitas carreras por esos lugares jugando hasta el anochecer. Inevitablemente, recordé a los hombres de mi familia. Observé a los tres en el patio de casa haciendo la sobremesa cuando mi padre les comunicó que nos marchábamos del pueblo. Mi abuelo fumaba un cigarro tras otro. Callado. No hablaba mucho. Su generación aprendió a golpes que era mejor callar que decir lo que uno piensa. Mi tío y mi padre discutían, como casi siempre.
—Aunque nos intenten vender que Andalucía es solo sol y playa, que es su mejor recurso para el progreso, se equivocan. Eso sólo nos va a traer miseria y servidumbre. El mejor recurso para el progreso de Andalucía es el aceite de oliva, que es el mejor del mundo y apenas da rentabilidad a los andaluces—. Escuché en mi memoria cómo le gritaba mi tío a mi padre con las venas del cuello a punto de estallarle.
—Aquí no hay ningún futuro para mi familia. No se puede ir siempre a contracorriente. No voy a condenar al pequeño a esta vida, quiero que tenga un futuro estable —. Recuerdo que le contestó.
El sonido del cierre de la cancela me sacó de mis recuerdos. Me detuve. Miré a mi mano y observé la cuerda.
«¿Cómo hemos llegado a esta situación?», pensé ensimismado.
Tres hombres, tres maneras de pensar y vivir, pero tres muertes idénticas. En el mismo árbol, en la misma rama.
En ese momento, con la mirada fija en la cuerda, me vino a la cabeza mi abuela. La escuché en mi cabeza gritándole a sus dos hijos: ¡tiradla, quemadla, la carga el demonio!
«¿Por qué no lo hicieron, por qué la guardaron? ¿Por qué joder, por qué?» —me pregunté.
Cuando el campesino me adelantó, emprendí el viaje de vuelta detrás de él. Con cada paso, se hacía más nítida la imagen de mi padre guardando la cuerda en el altillo de la casa antes del funeral de su hermano.
«¿Qué pasaría por su cabeza para hacerlo? ¿Qué? ¿Intuiría cuál iba a ser su final ya? ¿Si aún su empresa de albañilería iba bien, ni se vislumbraba la crisis y sus consecuencias?».
Me detuve en seco.
«¿Y por qué yo ahora no la destrozo como ella ha hecho con mi familia?»
Exhalé y reanudé la marcha. Quizás aquella soga entre mis manos sudorosas unía a mis recuerdos familiares, ataba una historia con otra para decirme que, no sólo era la historia de una familia campesina andaluza, sino las esperanzas de los obreros de una tierra que acababan colgadas del árbol que debía de darles prosperidad.
En el momento que volví en sí, caminaba de nuevo por la cuesta. Otra vez llegué a la plaza mayor. Pero ya no había ninguna voz, sólo el peso de mi propio recuerdo. Ahora quien asomaba por la ventana no era mi abuela, la pobre falleció después de tanto sufrimiento, era mamá a quién se la veía entre los ventanales.
«Probablemente haya terminado de arreglar los papeles y esté deseando salir del pueblo».
V
Abrí la puerta.
Me gritó.
Luego, el silencio ensordecedor que precede a las tragedias.
La miré.
Sonreí.
—¿Por qué me chillas? —pregunté.
—Estás loco. ¡Tírala, quémala, que la carga el diablo!
Miré a mi mano, a la maldita cuerda.
—No —respondí hundiendo mis pupilas en los ojos de mi madre.
Agarré la maleta y caminé hacia la habitación.
—Vas a terminar como tu padre, tu tío y tu abuelo —le gritó a mi espalda.
No contesté. Guardé silencio. Cuando entré en el cuarto, coloqué la maleta sobre la cama. Enrosqué la cuerda y la guardé junto a mis camisas. Cerré el equipaje y dejé mi mano encima de la maleta.
—¿Quién sabe lo que nos deparará el futuro? —le pregunté al aire de la habitación mientras miraba a una foto en blanco y negro de los hombres de mi familia.