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143.- El dorado andaluz

Laura García Araújo

 

Robert caminaba con el piloto automático encendido. Si hay algo que desmotive más que un lunes de noviembre, es un martes. El lunes todavía mantienes el estado de ánimo del fin de semana, pero un martes es otra historia. Ya toca asumir que toca trabajar. Tras llegar a la oficina se sirvió un café bien cargado, encendió el portátil y empezó a leer los correos. No había nada extraordinario, solo un par de documentos, así que abrió el primero sin preocuparse de mirar el remitente. Se había acostumbrado a mirar primero el asunto y en función de lo que fuera, aceptaba o rechazaba el encargo para evitar implicarse con el cliente.

Se trataba de un borrador de un documento de aceptación de herencia. Llegados a este punto empezó a interesarse, últimamente los gastos que conllevaba el trámite hacían renunciar a sus futuros herederos. Sin duda, podría llevarse una buena comisión. Fue directamente al nombre, deseando ponerse en contacto con él y se sorprendió al ver su nombre allí escrito. Pensó que se trataba de un error, se habrían equivocado poniendo el nombre del abogado en lugar del nombre del cliente, pero no, esta vez era para él.

No reconocía a ninguna de las personas mencionadas, así que leyó el mensaje:

«Querido Robert, me pongo en contacto con usted para comunicarle el fallecimiento de mi buen amigo el señor Gonzalo Martínez Ruiz el pasado 15 de noviembre. Tengo entendido que usted le representó en varias ocasiones y me consta que hablaba muy bien de usted, no solo como abogado, sino como persona. Le estaba muy agradecido por cómo se comportó con él, sobre todo en últimos años de vida de su esposa.
 Como ya sabe, era viudo y no tuvo hijos, por lo que no tenía parientes cercanos a los que dejar su patrimonio y decidió incluirle en su testamento. El señor Martínez nació en Toledo, pero se desplazó a Jaén por trabajo y se enamoró allí de su tierra y de la que más tarde se convirtió en su mujer.
Dejó una nota para usted, además de cederle sus bienes. Quería que usted disfrutase de estas tierras y le diesen tanta alegría como le dieron a él en su momento. Se dedicó a cultivar el campo, contaba con una pequeña finca y 150 hectáreas de olivos cerca de Villacarrillo. Si está interesado, venga a verme a la siguiente dirección y le daré los detalles.
Atentamente

José Antonio Sánchez De la Vega
c/Cigüeña Negra nº23 Villacarrillo 23300 Jaén»

Robert aún tardó un momento en procesar toda la información, esas cosas pasaban en las películas, pero no en la vida real.

Recordaba al señor Martínez, le asesoró durante varios años. Después de la jubilación le había quedado una pequeña paga que les daba para vivir, pero para poco más. Así que cuando su mujer cayó enferma de ELA se esforzó por pagar el tratamiento.

Adoraba a su mujer, hasta el punto de invertir todos sus ahorros en intentar curarla. Sin embargo, todo esto hizo que casi perdiese su casa y se viesen en la calle. Gracias a su intervención consiguió aplazar el desahucio el tiempo suficiente para que pudiesen recuperarse económicamente. Ambos se llevaban muy bien y Robert se alegró muchísimo de que pudiesen respirar un poco después de tanto drama, mucho más allá de lo profesional.

A pesar de que el gesto de aquel hombre le había llegado mucho, intentó sopesar sus opciones. Una cosa era conmoverse y otra aceptar unos bienes de los que no podía hacerse cargo.

Organizó una pequeña escapada ese mismo fin de semana y contrató a una asesora. Una mujer que tenía buenas críticas en internet y parecía ser una gran experta en todo cuanto tuviese que ver con el aceite.

A sus 27 años, soltero y sin hijos no le sería muy difícil despejarse el fin de semana. Nadie notaría ni que se había ido.

Esa semana le costó concentrarse, pero el tiempo pasó más rápido de lo previsto. El viernes se llevó la maleta al despacho y antes de darse cuenta ya estaba de camino a Villacarrillo. Le esperaba un largo camino desde Madrid, donde había trabajado los últimos 3 años. De modo que aprovechó el viaje para relajarse y pensar en sus cosas.

Pensaba en cómo le había cambiado la vida. Antes hacía ese camino cada dos por tres para visitar a su familia en Ciudad Real, pero hacía tiempo que no bajaba. Ahora pasando entre olivos se sentía como en casa de nuevo. El campo tenía algo que le relajaba y hacía que se olvidase del estrés. Era fácil perder la noción del tiempo sumergiéndose en el paisaje.

Cuando se dio cuenta ya estaba llegando a su destino. Villacarrillo era un pueblo relativamente pequeño y se respiraba tranquilidad, aunque demasiada para su gusto. Empezó a callejear un rato hasta que encontró la calle que buscaba.

Una vez allí le recibió el señor De la Vega. Resultó ser el abogado de la familia de la mujer del señor Martínez, siempre se había encargado de sus finanzas. Le contó que el terreno tenía un gran potencial a pesar de su abandono y que probablemente mereciera la pena correr con los gastos de notaría, aunque no era barato. Robert no disponía de tanto dinero. Necesitaría hacer funcionar el negocio para que entre sus ahorros y lo que sacase pudiese salir adelante. Se llevó la carta que le había escrito el señor Martínez. Esa noche la leería tranquilo y meditaría la decisión con la almohada.

No podía parar de fantasear con la idea de construir un pequeño hotelito rural y desconectar. Salió de allí muy motivado, pero se decía a sí mismo que debía tener los pies en el suelo y no hacerse ilusiones hasta tener toda la información necesaria. A las seis conocería a la asesora y si iba bien intentaría seguir adelante con aquella locura.

Silvia le esperaba en la plaza principal, apoyada en la fuente despreocupadamente. No era exactamente lo que esperaba encontrarse. Había supuesto que se encontraría con una persona más mayor, con la experiencia que él necesitaba en estos momentos. No pudo evitar ponerse un poco nervioso al tener que confiar en ella para poner en marcha un plan de viabilidad y afrontar los gastos que le venían. Era mucha responsabilidad para dos novatos como ellos. Se acercó a ella con paso cansado.

— Buenas tardes, soy Robert, encantado de conocerla. Vengo de ver al abogado de la familia y las previsiones han sido optimistas, espero que usted pueda aportarme la información que me falta.

— Hola, encantada. —Dijo ofreciéndole un apretón de manos y una sonrisa que pilló por sorpresa a Robert.— No me mire así – dijo entre risas.— Ya veo que no soy lo que esperaba, pero le aseguro que sé de lo que hablo. Nací aquí y siempre me interesó el negocio familiar, así que estudié comercio y ahora me encargo de la explotación y exportación de estas tierras. Si me deja que le guíe verá que el aceite es el oro líquido de Andalucía, es muy agradecido y verá que cualquier inversión suele dar sus frutos.

— Eso espero, me han pintado un buen panorama, espero no decepcionarme.

— Ya veo que ha conocido al señor De la Vega. No se crea todo lo que oye, siempre está dispuesto a sacar beneficios, el señor Martínez y él tenían sus diferencias.

La tarde fue ajetreada, aunque la conexión entre los dos fue evidente desde el principio. Ambos vieron la finca por primera vez y recorrieron aquellas hectáreas analizando el estado de los olivos.

Silvia era una chica alegre y entusiasta. Tenía estatura media, una agilidad increíble y unos preciosos ojos marrones color miel. Se notaba que era andaluza por su acento, aunque había vivido fuera algún tiempo. Tuvo que reconocer que su primera impresión fue errónea. Era bastante avispada y resolutiva. Tenía una larga melena castaña que en ocasiones era lo único que Robert alcanzaba a ver. No paraba de moverse de un lado a otro mostrándole detalles que a él le costaba ver. Desde luego, estaba en forma. Robert se recordó que se había dejado mucho últimamente y que tenía que apuntarse al gimnasio de una vez.

La decisión se complicaba por momentos. Silvia estaba encantada con la extensión y condiciones del terreno, pero era escéptica. Los olivos estaban muy abandonados. El año había sido muy seco y no sabía si la aceituna estaría demasiado débil como para ser tratada. Si la cosecha era buena, llegaría sin problemas a la cantidad que necesitaba conseguir, pero dudaba que eso pudiese pasar.

Robert no pegó ojo esa noche, no dejaba de darle vueltas. Cansado, se fue a la cama, se acordó de la carta, aún no la había abierto. Encendió la luz de la mesilla y empezó a leer:

«Querido Robert, todo esfuerzo da sus frutos, pero tú no pudiste ver el alcance de lo que hiciste por nosotros. Estas tierras son las que salvaste, así que me pareció justo que seas tú quien las disfrute.
Espero que las aprecies tanto como nosotros y te dejes convencer de sus encantos. El dorado de sus tierras, de su sol, de su aceite, aquí todo brilla con luz propia».

A la mañana siguiente se levantó como nuevo. A través de las rendijas de la persiana se colaban los rayos de luz. Lo primero que le vino a la mente fueron las palabras de la carta: el dorado de su sol […] todo brilla con luz propia.

¿Y si era el empujón que necesitaba? Al final decidió obviar los consejos de Silvia, después de todo, ella tampoco sabía seguro el estado de la cosecha. ¿Y si había sido demasiado alarmista? Firmó los documentos que le había enviado el notario en su primer correo y se dirigió a su oficina a entregárselos. Después avisó a Silvia para ponerse en marcha.

Quedaron en verse en la finca directamente. Cuando llegó la vio sentada en el suelo, vestida con unos vaqueros y una camiseta de tirantes y el pelo recogido en una coleta. Parecía absorta en aplastar aceitunas y escarbar en el suelo.

— ¿Has aceptado verdad?

— Sí.

Robert pensaba que de alguna forma la estaba decepcionando, ella le había recomendado lo contrario, pero no podía dejar pasar esa oportunidad.

— No sabes cuánto me alegro de que lo hayas hecho, sabía que aceptarías el reto.

— Pero si dijiste que no debería.

— Era lo más prudente. No podía recomendarte lo contrario. Tengo que confesarte que estaba deseando que lo hicieras. Tengo curiosidad por ver qué podemos sacar de este terreno. Es una oportunidad muy interesante.

— Bueno, a la aventura pues. Al menos empezamos con ánimos. —Dijo entre risas.

Robert le ofreció la mano para ayudarla a incorporarse, pero no hizo falta. Se levantó de un salto. En ese momento Silvia se quedó justo delante de Robert y este pudo verle los ojos casi amarillos. No se había dado cuenta hasta entonces. Con el reflejo del sol los ojos de Silvia se veían de un tono mucho más claro, como dorado. Por segunda vez en ese mismo día le venía a la mente la carta.

Interpretó esto como una señal. Empezaba a verlo todo conectado. No era más que su imaginación fantaseando, pero Silvia sería su benefactora, una especie de duende de esas tierras que le enseñaría todos sus secretos.

Silvia le comentó que lo primero era averiguar cuántos de esos olivos estaban en mal estado para calcular el alcance del daño. En cuanto a la maquinaria, no inspiraba confianza. Dedicaron un gran esfuerzo a limpiar y engrasar todo y sorprendentemente aún funcionaba bien.

Los olivos resultaron ser otra historia. Dividirían la producción en tercios. Si dividían la parcela en tres y podían aprovechar al menos dos, recuperaría la inversión.

—Sospechaba que algunos olivos estaban mal, pero parecen ser minoría. No esperes mucho, un tercio está inservible, pero los dos que quedan podrían aguantar bien. Vas justito, pero has tenido suerte. El suelo es fértil, el problema es que no se ha trabajado esta tierra en mucho tiempo.

Durante tres semanas Robert se despreocupó un poco y empezó a trabajar a distancia. Se había quitado tensión, la decisión estaba tomada y la producción en marcha. ¿Qué más podía hacer? Silvia había contratado a algunos empleados y pasaba las mañanas supervisando. En realidad, él la dejaba hacer, después de todo, él ponía el dinero, pero no tenía ni idea del resto. El plan iba según lo previsto, un tercio había sido bueno y otro no. No les quedaba mucho para acabar con el tercero.

Se alojó en un hotel, aunque no era lo más rentable. O tenías tu propia casa o te alojabas en un hotel, no había término medio. Allí no había mucho. Los habitantes de Villacarrillo eran gente agradable, pero cada uno tenía su casa y era allí donde hacían la mayor parte de su vida social. Además de en el bar, claro.

Empezó a hacer algunos amigos en el bar y a contarles sus planes, necesitaba compartir su emoción con alguien y allí estaba solo. Pedro se convirtió en su mejor amigo.

Era jornalero a tiempo completo. Tendría unos cincuenta años y llevaba trabajando en lo mismo desde los 16 años. Entre broma y broma le contó todas sus peripecias de cuando era joven y los problemas de su profesión. Se quejaba de que tenía que vivir en el camino, ya que en Villacarrillo no había alojamiento para él o sus compañeros. Los hoteles se escapaban de su presupuesto, así que tenían que ir y venir todos los días desde sus pueblos.

Robert le contó que él también quería construir un hotel, pero Pedro le quitó las ganas. Casi no había turismo, sobre todo en verano. El principal atractivo de aquella población era el aceite. El pueblo se estaba deshabitando. La gente se iba.

A él también se le fueron las ganas. Ahora lo veía demasiado claro, el hotel no iba a funcionar, pero el aceite sí. Habría que luchar por recuperar toda la plantación.

De repente, sonó el teléfono, era Silvia. Le dijo que fuera rápido, algo había fallado. Cuando llegó apenas podía soportar el mal olor.

— ¿Qué ha pasado? ¿Por qué huele así?

— El procesado. Lo dejamos demasiado tiempo y la aceituna se ha triturado demasiadas veces. Solo queda alpechín. Lo siento Robert, pero sabíamos que esto podía pasar.

En ese momento ya no sabía qué hacer para salir del lío en el que se había metido. Su cabeza iba a dos mil revoluciones por minuto. No veía solución, no podía pagarlo. Ni su idea inicial podía cumplirse ni podía pagarla de todas formas. ¿Y ahora qué? Pedir ayuda a sus padres no iba a servirle de mucho, era demasiado dinero. Sus ahorros no bastaban, lo que iba a ganar tampoco. No tenía más dinero así que no podía intentar nada. Hiciese lo que hiciese estaba pillado. No había inversión posible. Empezó a pensar alternativas.

Si se ofrecía a procesar el aceite de algunos vecinos igual podría…no, pero a esas alturas seguro que ya todos habían embotellado. Eso quedaba descartado. Solo le quedaba ese líquido espeso y negruzco que no se podía utilizar, ¿o sí?

— ¿No se puede hacer nada con esta cosa?

— A ver, no es lo ideal, pero podríamos sacar algo por él. Has perdido dinero con esto, el aceite vale mucho más. Cuando se hace el aceite quedan restos de aceitunas, ya piel y huesos, sobre todo. Con eso se puede obtener energía y a veces se usa como fertilizante. Hay quienes investigan si se podría utilizar para limpiar aguas contaminadas. No es apto para consumo humano y por eso es mucho más barato, pero esos estudios han aumentado su valor.

— Espera. Si aún puede venderse ¿podríamos compensar un poco la pérdida no?

— Sí. Aunque necesitas mucho más. He visto que el suelo está cubierto de restos y podríamos aprovecharlo, pero no podemos contratar a nadie que se encargue y solos no podríamos.

En ese momento Robert se dio cuenta de que aún tenía algo que podía ofrecer. Habló con los jornaleros y les pidió ayuda para obtener el alpechín que necesitaba, a cambio les ofrecería alojamiento durante el tiempo que durase la campaña y comida gratis, dado que no podía pagarles mucho por su trabajo. Ellos aceptaron de inmediato. En un par de días los acomodó en la finca. Tenían lo básico, pero al menos podrían ir funcionando.

Aunque fue precipitado, este plan improvisado salió mucho mejor de lo que esperaban. Con ello consiguieron superar sus previsiones y amortizar la inversión. Sin embargo, lo más importante fue que sin querer Robert había dado con algo importante.

En lugar del hotel decidió construir un albergue rural que se adaptase a las necesidades de los jornaleros, temporeros y a viajeros que quisiesen colaborar con las labores del campo. Todo con la ayuda de Silvia, quien se había convertido en su compañera y ejemplo a seguir.

Cada día se sentía más unido a ella y a esa tierra. Ahora entendía porque Gonzalo nunca quiso irse. Descubrió por qué el aceite era el oro líquido de Andalucía. No solo por su tonalidad dorada y aterciopelada, sino porque la oliva convertía en oro todo lo que tocaba.

 

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