145.- El olivar
Era hombre de pocas palabras. Austeridad arraigada en el alma que se apreciaba en aquel rostro serio de mirada profunda y nariz afilada. En raras ocasiones, escuché su risa, siempre comedida, ahogada por lo que yo interpretaba una férrea disciplina autoimpuesta a fuerza de decepciones vitales. Mi madre decía que la sonrisa más amplia le vino el día que nací. Quería una niña. Remataba.
El diez de enero de mil novecientos sesenta y tres abandoné el útero materno y fui presentada a la familia. Padre. Madre. Dos hermanos que me ganaban catorce y nueve años. Tíos, primas, abuelos. Todos, habitantes de un pueblo que se vaciaba sin remedio.
No fuimos la excepción. Emigramos a la ciudad a los pocos meses de mi llegada. La memoria no alcanza el recuerdo del lugar natal, que se me antojaba mágico, tal y como lo relataban mis hermanos. Ellos se ocupaban del cuento antes de dormir. “Había una vez un pueblo en el que vivía una niña…”
— ¿Era yo?
— Calla y atiende. – Replicaban. Y me encogía entre las sábanas y los párpados caían al compás de plaza, fuente, olivares, escuela… El día siguiente, preguntaba por el desenlace. Ten paciencia, esta noche te digo… Dejaba de protestar y esperaba que el cielo pintara negro. Aún hoy, no sé qué fue de la niña imaginada.
Evoco el barrio cercano al entramado de fábricas de acero que rodeaban la ciudad. Montañas verdes. Nubes en lo alto: Lluvia incesante. Ese olor metálico que se asentaba en el olfato y te ocupaba el paladar. Polvo negro adherido a piel y ropa.
Las gentes mantenían estrechas relaciones vecinales. Les unía el desarraigo. La pérdida del hogar, una manera de crecer y sentir que nada tenía que ver con la condición de urbanita. Asfalto. Hormigón. Hombres, mujeres que trabajaban a destajo empeñados en lograr un futuro que soñaban mejor. El tiempo apacible había terminado y la prisa era dueña y señora del devenir cotidiano.
Pese a la ausencia laboral de mis progenitores, tuve una infancia feliz. Era afortunada. Los hermanos se alternaban en las tareas de esperar la salida del colegio, merienda de pan con chocolate, repasar deberes, curar rasguños, protegerme con decisión y mucho, mucho afecto. El resto del aprendizaje fue hacerme fuerte. Ellos estaban descubriendo los sinsabores de la pobreza. Estudiar y trabajar para cubrir necesidades o algún capricho como aquella bicicleta de segunda mano en cuyo manillar me acomodaban. ¡Agárrate! Vértigo sorteando viandantes y farolas en las calles del barrio.
Apenas veía a mi padre. Horas extra en la fábrica. Escuchaba pasos en el pasillo. Las buenas noches a mi madre. Invariablemente preguntaba ¿Todos durmiendo? Un susurro. Sí. Los días de domingo y fiesta me resultaba extraño verle inclinado sobre un tazón de leche humeante con pan que tomaba a cucharadas. Ni decía ni preguntaba. ¿Cómo vas en la escuela? ¿Quién es esa niña con la que jugabas ayer? Ni un beso, abrazo, castigo por cualquier travesura… Demasiado cansado, abatido. Parecía existir un acuerdo tácito. La esposa asumía las relaciones filiales y ejercía de nexo con sus hijos. Paseo al atardecer. Helado de chocolate o golosinas. Ellos, café con leche en el bar de la esquina. Luego, inicio de semana.
Tener ingresos mensuales fijos era algo nuevo. Les dio tranquilidad. No importaban si la sequía o la lluvia arrasaban los frutos de la tierra y, con ello, el sustento.
— Estas cosechas no dependen de la vecería. – Le escuché decir. En su voz había tristeza, resignación.
El tiempo pasó en un suspiro. El dinero permitió que mi madre dejase de limpiar casas ajenas. Edificios del centro de la ciudad que ¡tanto me impresionaban! Piedra de perfecta sillería. Miradores acristalados. Puertas de noble madera. Aldabas doradas. Allí ¡hasta el cielo era azul! Tomaba mi mano y todo el recorrido lo pasábamos en un adoctrinamiento severo sobre cómo comportarme. Nada de correr, gritar… Dejan que me acompañes porque no hay otra solución…
Permanecía sentada en cada habitación de la casa que ella se afanaba en barrer, quitar polvo, fregar. De puro asombro, la boca y los ojos muy abiertos. En el techo molduras y lámparas con cristales arcoíris. Relojes de abigarrado bronce sobre mesas, aparadores. Cortinas aterciopeladas. En las paredes, cuadros de paisajes marinos, bodegones, retratos de rostros serios y trajes oscuros.
De regreso al hogar me sentía mareada. Exceso de lo abundante y desmesurado. La calma venía con los bloques de ladrillo construidos sin orden ni concierto que formaban el barrio. Quinto piso sin ascensor. Sesenta metros cuadrados. Frías baldosas. Paredes a falta de una mano de pintura. Mi habitación. Armario, mesilla, cama sobre la que reposaban dos muñecas ganadas en las casetas de tiro de las fiestas.
Nos hicimos mayores. Los hermanos dejaron el hogar. Se establecieron en otras ciudades. Formaron su familia. Mi expediente académico permitió que obtuviera una beca universitaria e inicié estudios de Geografía e Historia que compartía con un trabajo en la librería cercana a casa.
Los ahorros familiares fueron empleados en la compra de un piso. Permanecimos en el barrio. Otra calle de bloques recién construidos. De cinco a tres. De sesenta a ochenta metros cuadrados. Es el momento de disfrutar. Nos lo hemos ganado. Insistía mi madre. Él, hacía caso omiso. No quería viajar. ¿Vacaciones? Una idea absurda. Volvamos al pueblo, una semana… suplicaba. No había remedio. La añoranza le había ganado la partida, en ella permanecía temeroso de retornar a lo que tanto quería.
— Ve tú si quieres. – Concluía.
Los años de universidad fueron alegres, divertidos. Aprendí libros y lo que no está escrito en ellos. Música. Conversaciones. Trabajo. Cine. Teatro. Amores. Logré plaza como profesora en un instituto ubicado en el otro extremo de la urbe. No deseaba esa independencia que da la soledad. Quería seguir con ellos. Nuestros lazos se estrecharon. Otros afectos que conocí, fueron pasajeros. Noches, días, meses junto a cualquiera, me ahogaban. El deseo se agotaba pronto. ¿Amigos? Algunos perduraron.
He sabido de cosas y lugares hermosos que permanecían en el corazón de esta pareja. La prisa ha dejado paso al recuerdo. Ella habla. Me atrapan sus palabras. Busca la confirmación del esposo Fue así ¿verdad? Él, asiente o discrepa.
— Estaba enamorado de ti desde los siete años, cuando hicimos la comunión.
— ¡Embustero! Fue en la recogida de la aceituna.
Y ríen y siento que han sido felices, que se quieren. Y me doy cuenta de que la vida antes de la ciudad es desconocida y pregunto y descubro el lugar mágico de los cuentos de infancia.
Gente que vivía de trabajar la tierra. Jornaleros en los extensos olivares del hacendado.
— Avanzado septiembre iniciábamos el verdeo. Varas de madera para sacudir ramas. Las olivas caían sobre la tela extendida. Sonríe y se ruboriza. Cuando la faena terminaba, los compañeros se iban. Una pausa. Nos besábamos bajo el olivo.
El álbum de fotos que atesora en el armario. Lo abre despacio. Fotografías en blanco y negro cuidadosamente pegadas en hojas cubiertas por fino papel transparente.
–Aquí estamos. Él vareando y yo subida a la escalera alcanzando las ramas más altas.
Por primera vez me detenía en aquellos retazos de vida. Camisa, pantalón, palo en mano. Casi sonreía. La mirada desafiante. Ella se aferra a la escalera. Falda recogida en nudo lateral. El cabello asoma bajo un pañuelo que le protege del sol. Los ojos fijos en la cámara. ¡Tan jóvenes!
Una tarde, narró el pasado que no se atrevía a relatar en presencia del esposo. El abuelo que no conocí, murió en la guerra civil. El republicano convencido al que sacaron a empellones de casa una madrugada de estío. Él y otros del pueblo fueron fusilados y enterrados en el olivar. Tiempos extraños y crueles que perduraron en la posguerra. Miseria. Miedo. Rencor. El hombre de pocas palabras no tuvo infancia. La prioridad era sobrevivir. Ganar el mendrugo de pan que llevarse a la boca.
Desde aquellos días, ningún vecino permanece en el olivar las noches de verano. Creen que las almas de los muertos anidan entre los árboles y algunos dicen haber escuchado disparos. Balas perdidas que alcanzan a los vivos. Allí, en el mismo lugar, pocos años después del final de la contienda, apareció el cuerpo de uno de los delatores. Acribillado a balazos como si hubiese sido ejecutado por un pelotón. Las autoridades no resolvieron el asesinato y la leyenda arraigó en los paisanos.
Era una historia tan real como extraña. Me conmovió el triste final del abuelo, la desesperanza del niño que fue mi padre y me asombró el giro de los acontecimientos que forjaron el misterio del olivar.
Ella nos dejó una fría mañana de invierno. Una partida inesperada. Nieve tras los cristales y blanco en paredes, sábanas, toallas del hospital. Pasamos el duelo. Costó aprender a seguir sin su presencia y la pena terminó por minar el entendimiento de mi padre. La enfermedad del olvido le ocupó cuerpo y mente. Comprobé que algunos destellos le regresaban cuando escuchaba aceite, oliva, hojiblanca… y aquellas palabras que yo ignoraba y aprendí a golpe de repasar el diccionario. Le susurraba acebuche, almazara… Él, iniciaba un monólogo en el que retornaba al tiempo feliz del paraíso rural perdido para siempre.
Murió tranquilo. Lloré, un llanto manso que era gratitud. Él me mostró el pasado familiar. Una herencia desconocida. Ser y sentir la tierra, sus gentes que, ahora, eran mías. No deseaba otra cosa que conocer el pueblo, el olivar. Llave de contacto. El sonido del motor e inicié el viaje hacia el sur.
El paisaje cambia de color. Extensos olivares a ambos lados de la carretera. Sol. Luz. He regresado. Camino entre olivos. Troncos de forma indefinida, ramas cuajadas de aceitunas. Los lugareños se afanan en el verdeo, otros pasean, me saludan. Más allá dos figuras. Ella en lo alto de la escalera. Él, bajo el árbol. ¡Son tan jóvenes! Agitan los brazos. Me llaman y sé que mi cuerpo queda en la cuneta. Un estúpido accidente. No importa. Este es el lugar, el cielo que ellos imaginaron. Campos de olivo en los que permanecer toda la eternidad.