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149.- Aceitunas negras

María Ángela

 

Como las coincidencias no tienen explicación, mis dos hermanas y yo nacimos el mismo día con un año de diferencia entre cada una.

Esa casualidad sólo sirve en los festejos de cumpleaños: una sola fiesta pero con tres piñatas. Así fueron nuestras celebraciones infantiles.

Esas fiestas estaban siempre enmarcadas en dos grandes discusiones pero primero describiré el sitio dónde se realizaban las celebraciones de estos cumpleaños.

Mi casa paterna es grande y espaciosa; tiene un corte moderno a pesar de haber sido construida en 1969 y aunque posee huerta y terraza no es la típica casona de la región con teja de barro y paredes de tapia. Es cálida todo el tiempo -aún en diciembre- gracias a su techo bajo, que entre otras cosas raras es la terraza de la casa de arriba.

La casa unida a las otras por escaleras y no por calle, está a dos cuadras de la plaza principal y eso hace que del ruido y tumulto del centro se pase al silencio de los árboles y a la vista a una gran montaña a la que llamamos Cristo Rey.

Esa es la vista desde la terraza. De niña ponía en la radiola los discos de Neil Diamond que le regalaban las casas comerciales a mi papá en navidad y repetía una y otra vez “Morning side” mientras pensaba que cuando fuera grande iba a mandar a quitar la montaña para ver qué había detrás de ella.

En esa terraza celebrábamos los cumpleaños de las tres el mismo día. Mi papa ponía una cuerda de un lado a otro, donde colgaba tres ollas de barro vestidas de papel barrilete de colores como si les pusieran una falda de faralaos. Eran las piñatas que se llenaban de soldaditos de caucho, dulces, serpentinas, bolitas de cristal, yoyos y collares de colores que mi tía Celina traía de los carnavales de Nueva Orleans.

El secreto de las piñatas de barro no era lo que tenían dentro: la emoción era todo el espectáculo de destrozarla: cada una con su piñata y en orden de llegada a este mundo tenía que romperla con un palo y con los ojos vendados: de pronto de ahí nació la expresión de dar palos de ciego.

La cuerda con las piñatas estaba desde la mañana, pero casi a la hora del inicio de la fiesta cuando más ocupación había con los últimos arreglos de la casa, o poniendo los adornos o llamando para que trajeran la torta, o que la caja de helado no cabía en el congelador, o que la gente llegaba a las dos y la fiesta era a las tres: en ese momento crucial mi hermana menor aprovechaba para escabullirse con su piñata de barro y esconderla debajo de su cama.

Todos los años era lo mismo: la olla de mi hermana no aparecía, mi mamá peleaba con ella para que la devolviera y la pudieran volver a colgar en la cuerda y para que no se metiera debajo de la cama a proteger su piñata y se ensuciara el vestido de tafetán con encajes que nos picaban horrible, lo que nos hizo odiarlos de por vida.

Esa pelea era gloriosa porque iniciaba con mi mamá preguntando por la olla de barro número tres y como nadie daba razón pues cada año cambiábamos de niñera y señora de la cocina y señorita del aseo la rabia y el afán porque ya estaba sentada alguna niña en la sala a pesar que apenas eran las dos de la tarde empezaba a hervirle en la cara y ya no se daba por enterada de nada más: llegaban los invitados e iniciaba la algarabía pero ella seguía discutiendo y preguntando y amenazando a los posibles cómplices del escondite de la bendita piñata.

Hasta que se acordaba que estaba debajo de la cama y tenía que tranzar con ella y le prometía que le compraba otra si la dejaba colgar. Nunca llegaron a algún acuerdo así que la fiesta para tres tuvo siempre dos piñatas. La otra no sé qué la haría mi hermana no recuerdo.

Esa era la pelea infaltable en nuestros cumpleaños, pero como otra tradición más mi papá que era muy muy alto y grande en pleno altercado salía tranquilo de la cocina con bandejas llenas de dulces y arroz con leche y chocolates y galletas y maní y pistachos y claro: las memorables aceitunas negras que provocaban la segunda gran pelea.

Claro que esa era al otro día cuando mi mamá se despertaba y encontraba aceitunas negras en la mesa del teléfono y encima del lavamanos y en los cojines de la sala y en la puerta del jardín, pero sobretodo en las jardineras y materos de la terraza: era como si en vez de piedritas blancas con las que los jardineros adornan los huertos hubieran usado las aceitunas negras.

Una vez le pregunté a mi hermano que si él creía que las aceitunas negras que llegaban importadas a Ocaña tenían el mismo sabor que las que estaban en el árbol por allá en España o Grecia o en el Líbano de mi abuelo Mansur.

¡Claro que sí! me contestó en tono obvio y con cara de pregunta absurda….

Pero aun así sigo pensando que antes de viajar miles de kilómetros las aceitunas negras tienen otro sabor. No sé sí allá las dejan en salmuera o si allá son amargas o acidas o dulces o si el que las disfruta en esos sitios siente lo mismo que yo aquí.

A los quince ya tuvimos celebración individual: la mía fue una fogata en la terraza con la profesora de química incluida pero ya no recuerdo si también había aceitunas negras y si mis amigas de nuevo las botaron.

Recuerdo las aceitunas negras de las navidades y años nuevos donde mi abuela Vita y todos en sus galas celebrando y a las doce en punto la cena con quipes y tahini y tabbule y pastelitos de repollo y berenjenas rellenas y los regalos y el ponche que hacía mi tía Dora.

Pero antes de las doce siempre había un plato con las infaltables aceitunas negras al lado de los enlatados que llegaban de contrabando de Venezuela porque era el país rico de la región: “Tráete algo para picar”, voceaba mi papá, que duraba toda la noche con un vaso de whisky en la mano mientras sus dedos vaciaban los pasabocas.

Venezuela era para nosotros San Antonio lleno de almacenes de italianos y árabes y alemanes: allá se compraba la porcelana China y los jarrones y los vasos de tinto con sus bonitos grabados; los chicles gigantes de tutifruti y el queso Cheese Whiz y los pistachos y el pulpo y las pepitonas y los juguetes que traía el Niño Dios en navidad.

En San Antonio se compraban los tonelitos de plástico rojos llenos de aceitunas negras Kalamata y el aceite de oliva Sublime español en una lata verde y el vino Chianti italiano envuelto hasta la mitad con lo que me parecía eran hojas de la mazorca.

Esa Venecia latina ofrecía en la frontera el espectáculo de las multitudes caminando por las calles de San Antonio con las bolsas llenas en el embeleso del consumismo: allá compramos unas grabadoras gigantes con antena que poníamos debajo de la almohada en las noches para poder escuchar las canciones de Raphael y Elvis y de los Beatles que transmitían desde la capital Radio Tequendama y La Voz de Bogotá.

Los ecos de esas canciones iban y venían a través de la cordillera andina hasta que a las once de la noche se apagaban: sintonizar una tonada completa era un triunfo.

Muchos años después recorrí Venezuela cuando ya San Antonio no tenía chinos ni árabes ni alemanes y menos italianos sino colas de gente tratando de entrar a mi país. En Isla Margarita compré el tonelito rojo con tapa negra de las aceitunas que mi papá tanto me había encargado: aquí hacía tiempo ya que su precio era tan alto que tocaba conformarse con el frasquito de las verdes rellenas de pimentón.

Estoy escribiendo sobre las aceitunas negras y se me hace agua la boca… En cuarentena nos reunimos en la casa de las piñatas mi hermano que lo mandaron a teletrabajo, mi mamá y yo. Papá no está ya de cuerpo presente…

Yo era la encargada de hacer las compras los días que podía salir de acuerdo con el último número de mi cédula y siempre echaba un tarro de aceitunas negras que “michicateábamos” al desayuno.

Es extraño pero parecen lejanos esos meses de cuarentena y horarios de encierro que eran como un orden del día. Nos levantábamos después de las nueve y desayunábamos con toda la paciencia y exquisitez posible: nuestra arepa ocañera típica sin sal y con pellejo, el queso del saco -laban- al que mi hermano le abría un hueco en la mitad y lo llenaba de aceite de oliva: ¿vos sabés cómo se come?, ¿no? El secreto es echarle bastante aceite: bastante aceite, repetía; los huevos revueltos y las infaltables aceitunas negras servidas en un tazón de vidrio que él distribuía como si fueran monedas de oro: el tarro tenía que durar los 15 días cuando se volvía a hacer mercado.

Por eso era inexplicable para mí cómo es que al otro día de los cumpleaños la casa amanecía llena de aceitunas negras que los invitados botaban apenas mi papá se las daba y como todos los años era lo mismo todavía puedo ver su cara de felicidad repartiéndolas: era como si niño aún estuviera en la quincallería de mi abuelo sacándolas con un tazón de madera de los barriles que desde el puerto de Barranquilla navegaban por el río Magdalena para subirse en los lomos de las mulas antes o en el moderno cable aéreo después hasta llegar a Ocaña.

Cincuenta años han pasado y no logro desprenderme de mis nostalgias: de esa lección de convidar y de la firme serenidad de mi papá que disipaba la pelotera de mi mamá sobre el pecado de botar la comida, la plata que se perdía y la mugre que quedaba.

Y sin embargo las aceitunas siempre estuvieron en la mesa de la casa aun cuando nos llegó la violencia y la coca y la otra violencia y mi abuela se fue y mi tía y los tíos y las reuniones familiares se hicieron más pequeñas.

Al final papá también se fue y entonces mi hermano decidió que celebráramos el año nuevo con amigos para alegrarnos la tristeza y se sirvió de todo como nos enseñaron pero escondí las aceitunas negras: Las buscaron en la cocina y en el comedor y en el bife hasta que cedí.

Ese primero de enero mi hermano me miró triunfante: ¿viste? Se comieron todas las aceitunas, tuve que servir más. Me alegré: papá tenía razón: al fin aceptaban lo tantas veces desdeñado.

De pronto un día ya no había aceitunas negras en el supermercado. Pregunté a uno de los muchachos y dijo que por la pandemia… “Ah qué media vaina” pensé y se nos descompletó el desayuno varios días.

Aeropuertos cerrados más cero producción, más fábricas vacías más el miedo del contagio.

Días difíciles y muy extraños: llevaba mi botellita aerosol con alcohol y a veces me echaba en la fila esperando en la puerta del supermercado. En la entrada tenía que mostrar la cédula, limpiarme los zapatos en una alfombra con desinfectante y lavarme las manos. Apenas íbamos entrando se oía la voz de la cajera apurando a los compradores y haciendo señas con los brazos para que termináramos rápido porque había mucha gente esperando.

Me ponía muy nerviosa como si estuviera haciendo algo malo como si viviera en otro país sin derechos sin libertad. Los horarios de salida sólo te daban dos horas en la mañana y tres en la tarde…. Era la sensación abrumadora de un régimen agobiante que ponía policías antidisturbios en las puertas de las tiendas para que no las saquearan y de vendedoras como la maestra de la escuela primaria a la que le tenías miedo y de los soldados patrullando…

Era de nuevo como en el colegio: otro ladrillo en la pared…

Un día apenas había atravesado la puerta de salida del D1 y una señora con cara angustiada como desesperada como si estuviéramos en un campo de concentración me pidió el favor que me devolviera y le comprara una bolsa de jabón.

Aún siento culpa como si su familia no hubiera podido comer por una semana. La encargada había gritado que ya no entraba nadie más y ella en la fila apenas me vio sintió que yo era su salvación pero el muchacho que llevaba mi carrito de compra me había tomado ventaja y pensé que me lo podía robar: ¡qué iba a salir corriendo! Total ni respondí porque con mi media cara arropada con el tapabocas le dije que no aunque ella me suplicó. Sus ojos me persiguen a veces y me hacen sentir inhumana por no haber hecho un favor tan bobo.

Como a los tres días sin aceitunas me acordé de don Jorge Franco al que alguna vez se las habíamos comprado por kilos. La vida nos cambió: a la hora ya teníamos una bolsa repleta y mi hermano como antes mi papá, se encargó de ‘arreglarlas’ que es el proceso familiar de lavarlas y dejarlas reposar en agua unas horas para enjuagarlas de nuevo y agregarles limón y aceite de oliva por último.

Volvieron los banquetes a la casa hasta que el jefe de mi hermano lo llamó y le dijo que el primero de junio terminaba cuarentena estricta que lo necesitaba en Bogotá.

Don Ciro lo llevó en viaje expreso a través de 700 kilómetros a la capital. Yo le alisté una cava con bolsas de hielo y botellas de agua y coca cola y quipes y él pidió los permisos al Ministerio: que la constancia que trabaja en tal que la necesidad de viajar que las normas de bioseguridad que los papeles del taxi y la prueba de que no tenía COVID-19.

Vaina…

Me regresé para mi apartamento cargando en mi mochila un poquito de aceitunas negras que me duraron dos días. No he pedido más desde entonces porque no tengo ni la compañía ni el queso del saco ni los huevos revueltos que mi hermano dice que los míos son los mejores que ha probado en su vida: sólo esa nostalgia de todos los ayeres con la que apenas puedo servirme unas galletas de soda y un pocillo de café negro.

 

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