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152.- Marita y las despedidas

Daniel Blanco Parra

 

Marita pensó que el olivar echaría a andar de un momento a otro, que una mañana cualquiera se levantaría, se asomaría a la ventana y vería con estupor que la tierra estaba vacía, seca: un páramo yermo y desabrigado. Los cientos, miles de árboles se habrían ido. ¿Adónde? A cualquier lugar lejos de allí. Tendría la niña dos años, quizás tres, y caminaba de la mano de su madre por entre los olivos. Era una mañana calma, no corría ni una pizca de aire, casi nada se escuchaba, o así lo recuerda ella. Estaba todo quieto, como en una fotografía y, de repente, vio cómo se movían las ramas de un árbol, fue algo parecido a una persona que se queda quieta en mitad de un movimiento. Sí, pudo ser un pajarraco o alguien que, medio oculto, estuviera vareando o sólo su imaginación, pero ella jura que eso es lo que vio: un árbol queriendo echar a andar, intentando arrancarse las raíces de la tierra, en una mañana tranquila. Esa imagen -la revelación de que los olivos querían iniciar un peregrinaje hacia algún sitio- la impactó y la dejó inmóvil. Se recuerda la garganta seca. Y supo en su mente de niña que había descubierto un secreto maravilloso del funcionamiento del mundo: los árboles andaban.

No pudo dormir la niña Marita en toda la noche. En cuanto se quedaba rendida por el cansancio, volvía a despertarse -el corazón subido a la garganta, latiéndole desordenado, y las manos frías- y se asomaba a la ventana con los ojos abiertos de par en par. Tardaba unos segundos en acostumbrarse a la penumbra, en confirmar que, gracias a Dios, el olivar seguía ahí. Que, un día tras otro, siguieran quedándose, siguieran eligiendo rodear la casa y dar las aceitunas para ellos era un motivo de alegría y sosiego, la prueba de que algo estaban haciendo bien. Se empeñó por eso Marita, la pequeña de la casa, en vigilar que el olivar siguiera feliz, y no era raro verla acercarse, ya sola, a ese árbol que ella había sorprendido intentando huir, a punto de desenterrarse las raíces. Se ponía a un par de metros de distancia y quieta como una estatua intentaba ver por qué tenía tanta prisa por marcharse:

—¿No quieres estar aquí? ¿Por qué querías irte?

El árbol, claro, no hablaba, pero ella interpretaba el color de sus hojas, lo robusto de su tronco y el silbido del viento entre sus ramas. Y creía entender que le pedía perdón, que se arrepentía, que ya no quería irse. Ella se plantaba un beso en la palma de la mano que después pegaba a la corteza.

Iba creciendo la niña, siempre en esa casa y frente a ese olivar, y, aunque se convenció de que los árboles habían perdido la prisa por irse, nunca pudo controlar una especie de ruido de fondo, de interferencia en las entrañas que le avisaba que cualquier día lo más preciado que tenía la abandonaría y la dejaría huérfana. Y así sería el resto de su vida: aprendería a convivir con ese miedo callado a perderlo todo, a acostumbrarse a la certeza de que todo cuanto la rodeaba era tan efímero que podría desparecer en lo que dura un parpadeo corto. Y vino la muerte a confirmarle que estaba en lo cierto cuando, a los ochos años, escuchó los gritos de su madre -el eco llegó a todas las habitaciones- cuando encontró el cuerpo de su padre frío, aún en la cama, con la carita de estar dormido. La niña fue a su encuentro y tampoco olvidaría nunca esa escena, la de su madre arrodillada, doblada de dolor, y la de su padre, don Francisco, quieto y sordo, en la placidez de la muerte. Y ella asintió, como si ya lo supiera: todo se desvanece cuando menos te lo esperas, todo lo que quieres se va sin avisar.

Fue ésa la vida de una niña temerosa, sí, pero también agradecida. Cada minuto y cada día que Marita pasaba con la madre o a la sombra de uno de sus olivos lo recibía como un regalo inesperado, como una tregua de algo terrible. No hay que recordar, porque ya nos han contado la historia miles de veces, que la niña se desvivió por el olivar. La verde herencia de su padre brotaba cada año, cada vez con más dispendio, y ella seguía ahí, la guardiana de esas tierras, la trabajadora impenitente, la cómplice de esos árboles que habían perdido las ganas de huir. La madre, antes de que ella cumpliera los veinte, sin intención de casarse y de tener pretendiente, también se puso enferma. Una cosa mala, le dijeron los médicos que tenía, y la pobre viajó a la ciudad para ser intervenida en el hospital y no volvió a ver su casa ni sus tierras. Murió a los tres días, sedada, sin consciencia de que era su final. Volvió nuestra Marita al olivar sola y, antes de dedicarse a llorar la pérdida de la madre, se adentró en sus tierras lo suficiente como para sólo ver troncos, ramas y hojas por todas partes, y una vez allí les gritó:

—Sólo os tengo a vosotros. Ahora sí que no podéis fallarme, ahora sí que no podéis iros. Os lo pido por lo que más queráis. No os vayáis y si lo hacéis, dejadme que me despida de vosotros. No me abandonéis vosotros también —hablaba con los brazos abiertos, como abriéndose en canal. Los pájaros huían ante sus voces.

Guardó silencio y esperó la respuesta. Nada se oyó -porque no había viento, porque sus propios sollozos le llenaban los oídos- y supo que el olivar estaba mudo de dolor, que ellos también se apiadaban de su orfandad. Volvió a casa reconfortada y se sacó una silla de enea al porche, desde donde se veía todo el campo, desde donde se olvidaba del resto del mundo, y ahí pasó la noche, como quien se refugia en el abrazo de un hijo. La pena la acompañó, cómo no, a todas horas y todos los días, pero ahí estaba ella, transformándola en amor a su olivar, como el estiércol que se hace nutrientes para la tierra. Y Marita salía cada mañana con la misión de cuidar esos árboles, de regarlos, de evitarles plagas y ataques, de agradecerles su infinita generosidad con cada cosecha.

Marita supo desde siempre que su lugar estaba ahí y sólo ahí, como si ella también tuviera raíces, como si Dios, al crearla, le hubiera puesto pies por equivocación. Le salieron pretendientes, ¿cómo no iban a salirle con lo guapa que era?, pero ella, mujer de mil manías, iba descartándolos a todos porque les exigía el mismo amor al olivar que a ella, la misma fidelidad a sus árboles que a su corazón. Y así dejó pasar el tiempo hasta que vio trabajar a un hombre que amaba la tierra como se ama a un hijo enfermo y fue ella la que le propuso matrimonio, la que le abrió las puertas de esa casa. Se casaron pronto, tuvieron cuatro hijos sanos, educados cómo no en la adoración al olivar, y un día, al mirarse al espejo, se había dado cuenta de que se le habían encanecido las sienes, de que le quedaban pocos días para cumplir cincuenta años. Medio siglo. ¡Qué lástima no ser tan longeva como un árbol! Pero… ¿quién no se siente joven, e incluso una niña, en medio de ese olivar? El tiempo pasaba y no hacía más que arrebatarle anclajes: su marido la había dejado por otra en plena crisis de madurez, sus hijos hacían sus vidas, cada uno a su manera, pero todos lejos de ese olivar y allí quedaba ella, resistiendo, como una heroína de película. La vida se lo volvía a demostrar: todo cambia, nada permanece, excepto su olivar, que, pudiendo irse, elige quedarse en esas tierras, junto a ella, valorando sus cuidados.

Han pasado más de sesenta años de la muerte de su madre, más de ochenta desde que descubriera a uno de sus árboles intentando escapar, y sigue sacando la silla de enea a ese porche, apegada a su casa y a su tierra, convencida ya, en esta época de la vida, de que el olivar ha sido la única constante de toda su existencia, el único que no la ha dejado sola. No podría soportarlo. Y lo dice a todas horas, con las manos retorcidas como raíces, con la vista casi perdida y sabiendo que se acerca su final, pero en ese mundo borroso que sigue teniendo frente a ella reconoce sus árboles, los verdes de sus ramas y lo alto de sus copas, y se relaja enseguida. Ahí está todo. Ahí están ella y su familia y sus recuerdos. Y también el futuro. Nada morirá, nada desaparecerá por completo mientras sigan ahí, mientras esos árboles hayan perdido las ganas de huir, de echar a andar hacia otras tierras y hasta otros dueños. Piensa en sus hijos y en sus nietos, en su amor difuso e intermitente, en sus reproches por no querer moverse de ahí, por no acceder a estar mejor atendida en un centro, piensa en lo que le queda, que es la satisfacción del trabajo cumplido, de estar en el lugar que la reclamaba, en el único escenario en el que podría ser feliz. Y cierra los ojos, respira hondo, porque está en paz, porque nada más puede pedir a lo que ha vivido, porque debe dar las gracias: nada hay más importante que la lealtad de un olivar.

 

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