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156.- Magia y tradición

Clia

 

Gran parte del día nos ocupamos en acomodar el puesto. Fue todo un ajetreo. Tenía que quedar bonito, presentable, más que nada, decía la abuela, acogedor. Por la tarde noche la feria empezó a cobrar vida. Los juegos mecánicos daban vueltas, lo que más me impresionó fue la rueda de la fortuna, estaba altísima y llena de luces de colores.

La gente, poco a poco se fue juntando alrededor del templete en espera de ver llegar a los principales de Pueblo Grande. En lo que llegaban, merodeé tímidamente por una atractiva mesa en la que dan a probar botanas saladas, pinché una aceituna con un palillo y me la eché a la boca. A la vez que disfrutaba su textura y su saladillo sabor, se me ocurrió imaginar ser la entrevistadora del evento.

Cuando se sueña despierto, el sueño es libre, no hay censura, ni obstáculos que te detengan. Así que cerré los ojos y me dije. “Adiós timidez”, de pronto estaba arriba, en el templete y, con micrófono en mano, me desplacé plena de libertad y confianza. Fue tan fácil como lanzar una paloma al aire.

Mi alegre voz atrajo las miradas de la gente que me rodeaba. Algunas personas se acercaron para hacer comentarios referentes a la fiesta o para mandar saludos, lo hacían a gritos, como olvidando el propósito del micrófono. Contagiada del alboroto, hice una pregunta a una mujer que reía con gran entusiasmo:

—Dígame, señora, si fuera usted una aceituna, ¿qué clase de aceituna sería?

—Pues… de la gordita, con relleno de ajo —dijo soltando carcajadas a la vez que palmeó sus manos.

—Y ¿Por qué de ajo, señora? ¿Y no de morrón, de queso, o anchoa?

—¡O de almendra! —Gritó alguien por ahí.

—A mi esposo le encanta el ajo —dijo mirándolo con coqueteo. El sonrojo del hombre fue tan evidente que sus amigos empezaron a echarle bulla. Traté de sacarlo del barullo lanzando otra pregunta a un hombre que hábilmente jugueteaba con un picadiente dentro de su boca.

—Usted, señor, ¿qué es lo que más disfruta de estas fiestas?

Luego de poner en paz el jugueteo, guardó el palillo en la bolsa de la camisa y se dispuso a responder a mi pregunta.

—Me agrada convivir con gente que tenemos en común por los gustos tradicionales.

—¡Seguro que sí! —Aprobó con gracia su compadre, levantando el sombrero a lo alto para afirmar con humildes palabras que, Pueblo Grande, es un pueblo benefactor.

—Aquí, ahorita, se trata de disfrutar las fiestas patronales. Tenemos el apoyo de grandes olivicultores y sobre todo, la bendición de Dios. Aquí, el cultivar olivos es un trabajo para todos. Cada quien tenemos algunas hectáreas, es por tanto nuestra principal fuente de ingresos. Los que son parientes tienen sus propiedades juntas… y pues, casi todos los olivares fueron plantados por nuestros progenitores. Aquí en Pueblo Grande todos somos familia. Son pocos los que salen a vender su fuerza de trabajo a otros campos.

Una señora levantó la mano, rumoró a mi oído que deseaba hablar sobre los beneficios que traen las aceitunas y los aceites, así que le di la voz.

—Es bien sabido por todos que en nuestro México querido se cultivan diferentes tipos de aceituna. Lo otro que yo quiero tratar, es algo que, aunque muchos ya lo saben, quiero insistir en que den la debida importancia a los grandes beneficios que nos aporta el consumir productos del olivo. Traigo unos cuadernillos para regalar. Trae consejos para el uso de los aceites en cuanto a la salud y al cuidado de la piel. Así como recetarios para preparar alimentos y ensaladas frías con el aporte de aceituna y sus derivados. Abriendo la primera página dice que, con que comamos siete aceitunas diarias ya estamos contribuyendo en mejorar la salud nerviosa, cerebral, incluso la memoria, ya que el olivo es una especie rica en ácidos grasos saturados, tales como el ácido oleico, el cual aporta al cuerpo humano colesterol bueno, lo que contribuye a prevenir los infartos. Como pueden ver, tiene un alto valor nutritivo.

Dada su valiosa información, dio las gracias por la atención y emocionada me preguntó en voz baja si lo había hecho bien, ya que nunca había hablado en público.

—Mire por usted misma, la gente comprendió su propósito, llegó usted con un manojo de cuadernillos y se va con las manos vacías —Le dije con sinceridad. La felicité, y se fue, sintiéndose segura de sí misma, como quien va en bicicleta con los brazos extendidos.

Me encontré con un grupo de hombres, uno de ellos ya peinaba canas, el otro se sostenía con muletas. Se sorprendieron al verme llegar, que hasta se miraron unos a otros emitiendo risas sonoras.

—Están por llegar los principales del pueblo. ¿A qué se debe el entusiasmo con que se les espera? —Recorrí la mirada entre ellos en busca de respuesta.

—Todos —dijo el hombre de las muletas— son personas rectas y justas, aman la justicia y la paz. Nunca ha tenido Pueblo Grande funcionarios como ellos, que se interesen realmente por las necesidades de los que aquí vivimos, ¡del pueblo pues!

El que ya peinaba canas, un tanto exaltado agregó:

—Desempeñan muy bien sus puestos, estamos tan agradecidos que le venimos a echar porras. Son personas rectas en las que se puede confiar. Tienen fuerte sentido de la justicia y están bien dispuestos a defender cualquier causa que consideren justa.

Estruendosos aplausos me trajeron a la realidad, sin darme siquiera el tiempo para despedirme del mismo modo que lo hizo la señora de los cuadernillos. Tan sumergida en mi visión debí haber estado, que ni cuenta me di cuando los principales subieron al templete. Daban la bienvenida al público y las gracias por ser la parte más importante del evento.

Por su parte, la abuela, con su voz vieja, pero agradable, ofrecía con palabras simples y sonrisas suaves, sus atractivas canastas rebosadas con la inmensa gama de productos de oliva existentes en el mercado.

—Hay canastas para cada gusto e inquietud: pequeñas, grandes y medianas. Algunas etiquetadas con productos exclusivos para la belleza, otras para consumo medicinal, con su respectivo instructivo —decía ella.

A la vista, el verde del aceite embotellado me aviva, aunado al exuberante aroma que se extiende en el aire me produce algo así como una delirada locura. Si no fuera que entiendo que es la emoción lo que me hace sentir feliz, podría creer que el panecillo que probé contenía alguna sustancia alucinógena. Es la primera vez que estoy en un evento de esta magnitud, curiosamente me han dado la libertad para salir a recorrer las instalaciones y es donde me pregunto si es porque ya tengo 14 años, o es porque andan muy ocupados que ni cuenta se han dado de mi ausencia. Es posible que ya están dejando que poco a poco tome mis propias decisiones, y como cual burro sin mecate, decido ir a donde quiero, dar vuelta donde quiero, pararme y tardar el tiempo que quiera viendo esto o lo otro, comer los antojos que quiera, me subí sin miedo a las sillas voladores y tampoco me causó vómito, aunque de pronto, por costumbre, me agarro de la mano de alguien y ese alguien me mira sorprendido y sin parar de reír, se detiene sin soltarme. Siento la diferencia al contacto y subo la mirada para verlo, me doy cuenta de la confusión, me disculpo apenada y suelto de inmediato su mano para perderme rápidamente entre la gente. Con todo y el mareo que me cargo, leí con interés una leyenda escrita en un bloque de piedra situado al centro del parque y frente a la iglesia, dice en la primera línea. “Los árboles de olivo son presencia divina en la tierra”. Más abajo, señala que, “El primer olivar, acompañado de la higuera, fueron los primeros árboles que Dios puso en la tierra para protección de la salud.” Me pareció tan interesante que lo guardé en mi memoria para contarle a la abuela.

Miré con disimulo para todos lados para ubicar el camino que me regresará al puesto de mi abuela. En el trayecto sigo llevándome a la boca las probadas que hay en las mesas.

La abuela no estaba, se me hizo extraño, no tenía mucho que la había visto, tendría que haber una razón de fuerza mayor para que dejara solo el lugar. Me dispuse a atenderlo y presenciar desde ahí gran parte del imperante alboroto. No hay puerta que no tenga el símbolo que caracteriza La Paz Mundial con ramas de olivo, ni calles, ni patios que no tenga olivares. De pronto me vino un sueño que me costaba trabajo mantener los ojos abiertos.

La abuela no llegaba y empecé a preocuparme. Con todo y el esfuerzo que hice para mantener abiertos los ojos, le pregunté al algodonero de azúcar si la había visto, respondió que se había ido nomás así, que hasta extraño se le hizo que no le encargara el puesto. Mi preocupación creció. Me encaramé a un banco para buscar con la mirada entre el gentío, ni ella ni mis hermanos se veían por ningún lado. Pregunté a los negocios contiguos y ninguno me dio razón, apenas y me escucharon, ¿pues cómo no?, si no hay puesto que no esté atestado de gente. Todos andan, pero bien ocupados. Encargué el puesto al algodonero y me fui en su búsqueda. Fui a la iglesia y no encontré señas de ella. Empecé a sudar frío y las manos me temblaban. Subí a la tribuna e interrumpí al vocero, con desespero le conté que no encontraba a mi abuela, que si la podía vocear. Le di santo y seña de ella para que si alguien la reconocía le dijera que sus familiares estamos preocupados. Para pronto llegaron Miranda y Manuel, estaban tan asustados como yo. Cada quien nos fuimos por diferentes rumbos a buscarla. La feria empezó a quedarse sola, los comercios, en su mayoría estaban cerrados y nosotros con la desesperación en el alma, mi abuela no aparecía. Fuimos a la comisaría a dar parte de su desaparición y nos quedamos tiesos, como estatuas, ahí estaba, sentada en una banca. Traía un zapato en la mano y reía como si alguien le hubiera contado algún chiste. El comisario se nos acercó y dijo que una señora la había traído, que había notado que andaba perdida. Había algo extraño en su mirada. Manuel la abrazó, le preguntó qué era lo que le pasaba, permaneció callada con la mirada como ausente. El comisario dijo que no había podido dar su nombre, que desde que la trajeron no ha hecho más que reír y hablar de cosas inentendibles.

Los misterios de Dios son incuestionables decía siempre la abuela cuando ocurrían cosas extrañas. De pronto nos cambia el rumbo sin ningún aviso. El corazón se nos disparó al verla sumida en la oscuridad de su mente. Pensamos que se había caído y golpeado la cabeza, por lo que la llevamos al hospital, palmo a palmo le revisaron la cabeza y nada. Nos preguntaron si habíamos notado en ella algo raro, como tartamudear ante alguna pregunta, perder de pronto la noción del tiempo. Olvidar donde dejó alguna cosa. Respondimos que no, mi abuela hasta hacía unas horas gozaba de excelente memoria.

Recogimos el puesto y nos fuimos a nuestro pueblo. Ha pasado el tiempo y sigo sintiendo pesado el aire que respiro. Deseo tanto que mi abuela vea como estoy madurando mentalmente, aunque mi cuerpo vaya creciendo tan lento. Segura estoy que para quitarme esa preocupación me diría: —Deja que tu cuerpo avance hasta donde quiera llegar, o que pare hasta donde tenga que parar, aunque tu progreso intelectual le lleve muchos pasos adelante.

Manuel está muy dedicado a ella, Miranda y yo nos hacemos cargo del merendero. Mi abuela tiene momentos muy breves de lucidez. De pronto, tiene la mirada clara y hasta nos llama por nuestros nombres y nos brinca el corazón de gusto. Manuel asegura que si le seguimos dando aceitunas le ayudará a abrir esa puerta a la realidad, o por lo menos que sus momentos de lucidez sean más duraderos y continuos. Su sonrisa es el regalo más preciado que tenemos, esa es una esperanza con la que vivimos día a día. Si ella existe en algún espacio de su mente, no creerá por lo que está pasando, pensará que está teniendo una pesadilla de la que pronto despertará. Hay algo en su mirada que me angustia, pareciera pedir que la rescatáramos de la oscuridad en que está viviendo.

La vida sigue. Los olivares están en constante movimiento, gente va y gente viene. Me pregunto si algún día vamos a ser tan felices como antes o mejor nos ocupamos de adaptarnos a esta nueva vida tan llena de angustia.

Manuel tiene mucha fe en las aceitunas verdes, sabe que ellas nos la traerán de vuelta, que es sólo cuestión de fe y paciencia.

Su sonrisa prevalece, nos alienta y nos da esperanzas. Cada día nos preparamos para su regreso.

***

La sacudida de Miranda me despertó. No entendí lo que me decía pues una parte de mi seguía en el tormentoso sueño.

—¡Despierta! ¿Por qué lloras tanto? ¿Pues qué soñaste?

Me levanté confundida, tropezaba a cada paso que daba. Asustada, busqué con la mirada todavía imprecisa a la abuela y la vi guardando la mercancía con una sonrisa de oreja a oreja. Me abalancé sobre ella, lloré y reí a la vez.

—¿Y ora tú? —preguntó mientras me acariciaba el cabello.

—Me alegra que estés bien, abuela. Tuve una horrible pesadilla… todo fue tan real que va a pasar tiempo para que lo olvide.

—¡A dioh!, ¡pero si te quedaste dormida por 15 minutos.

—Fueron los 15 minutos más terribles de mi vida.

—Estás cansada, y no es para menos, tuvimos un día muy ajetreado, pero ventajoso. Nos toca descansar para cargar la pila, mañana será otro día igual de bendecido.

Mañana no me despegaré de ella, no vaya a ser que este sueño sea un mal augurio.

 

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