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158.- Operación Almazara

Alicia Aliaño Lamela

 

Una figura se deslizaba entre las sombras intentando pasar desapercibida en aquella noche de luna nueva. Caminaba apresurada como si una gran amenaza le estuviera acechando detrás de cada árbol y solo reducía el ritmo de sus pasos para mirar atrás. Sujetaba contra su estómago un pequeño cofre de metal con una cerradura en forma de media luna.

Se detuvo durante unos instantes y escudriñó el paisaje de su alrededor. Era una extensa finca, el lugar perfecto para esconder algo tan valioso, pero aun así temía que acabara en las manos equivocadas. Si así sucedía, estarían perdidos. Respiró hondo por última vez y se dirigió hacia la loma más alta. Allí descansaba, ajeno al peligro, un imponente olivo centenario de gran envergadura. Escarbó a sus pies hasta hacer un agujero lo bastante profundo y colocó la caja con sumo cuidado. Dio una pequeña palmada sobre la tapa y cuando comenzaba a cubrirla con los terrones amontonados, escuchó a lo lejos los ladridos de una jauría.

–Ya vienen –dijo en apenas un susurro. Se apresuró a cubrirla por completo y se marchó veloz desapareciendo en la oscuridad.

No muy lejos de allí, Marco preparaba su equipaje. Apenas le había dado tiempo de asimilar el contenido de la carta que ahora reposaba sobre la mesita de noche. Tenía que partir a primera hora de la mañana junto a su destacamento. Lo llamaban a filas para luchar en lo que él consideraba una guerra absurda. No era más que un ingeniero agrónomo que se iba a casar con su amor de juventud, Elisabet. Ella lo observaba desde la puerta sin decir palabra. Había enmudecido tras la noticia.

–Todo va a salir bien –le decía sin mirarla porque sabía que, si lo hacía, no iba a poder controlar sus lágrimas–. En cuanto vean que soy un inútil como soldado, me devolverán al pueblo de inmediato. ¡Ah! y no olvides lo que te he explicado sobre la cosecha, es muy importante que sigas todas mis indicaciones para no perder la de este año. Mi padre ya está muy mayor y necesitará tu ayuda para organizarla.

Ella asintió desde la distancia. Aquella noche les permitieron dormir juntos, pero ninguno de los dos pudo conciliar el sueño. Sostenían sus manos con miedo a separarse para siempre. A la mañana siguiente, se despidieron fugazmente para no contagiar al otro su tristeza. Ella, sin que él se percatase, le había guardado en el bolsillo del uniforme una fotografía de ellos dos juntos del día que se conocieron. Él, en secreto, le había guardado una carta de despedida debajo de su almohada. En esta decía:

Querida Elisabet:

No sé lo que nos deparará el futuro, pero lucharé con todas mis fuerzas para que el destino vuelva a unirnos. Sé que eres una mujer fuerte y que podrás afrontar todas las dificultades que encuentres por el camino, incluso mi muerte si no pudiera sobrevivir a la batalla. Te extrañaré mucho, tanto que todas las noches buscaré tu rostro entre las estrellas. Prométeme que intentarás ser feliz y que le darás una oportunidad a la vida si no vuelvo a tu lado.

Tuyo por siempre, Marco.

Los días pasaron con rapidez mientras la joven intentaba adaptarse a sus nuevas tareas del campo. Había colaborado en la recogida de la aceituna en la finca de su futuro suegro y estaba exhausta. Al llegar a casa, encontró a un joven mensajero en la puerta sujetando lo que parecía un telegrama. En ese momento, todo su entorno se volvió oscuro. Comenzaron a temblarle las piernas y tuvo que sostenerse en la pared para no caer. El mensajero se acercó para decirle:

–Señorita, ¿se encuentra bien? ¿Quiere que le traiga un vaso de agua?

Elisabet estiró su mano y cogió el papel sin preguntar. Sus peores presagios se cumplieron, ya que era un telegrama informando de malas noticias:

El soldado Marco Aranda ha sido declarado desaparecido en combate…

No pudo seguir leyendo porque su vista se nubló por completo. Al recuperar la consciencia se encontró sobre un sillón de la sala de estar. El mensajero se había marchado después de alertar a los padres de Marco quienes leyeron el telegrama tras atenderla. Julio, el padre, sostenía un paño sobre la frente de la joven mientras que Ana, la madre, lloraba angustiada junto a la puerta.

Ella se incorporó lentamente y los observó con tristeza. Trató de consolarles sin mucho éxito. A los pocos minutos intentó pensar en la posibilidad de que aún estuviera vivo. Quizás lo habían apresado las tropas enemigas o se hallaba escondido en algún búnker. Esos pensamientos marcados por la esperanza se tornaron rápidamente en ira. Aquella guerra estaba destrozando familias enteras, solo para que los altos cargos del ejército pudieran demostrar su superioridad. Odiaba a esos militares con todas sus fuerzas.

Elisabet se disculpó y se ausentó de la estancia para salir a respirar aire fresco. Caminó rápido por la finca hasta llegar al olivo milenario donde Marco se le declaró por primera vez. Las piernas le temblaban, por lo que tuvo que arrodillarse sobre la tierra seca. Derramó las lágrimas contenidas hasta que ya no le quedaron más.

La luna se asomó tímidamente tras las nubes, iluminando un trozo de tierra junto a las raíces del anciano árbol. Alguna alimaña había removido el suelo y había dejado un agujero del tamaño de un cántaro. Al fondo se podía ver el reflejo plateado de una caja de metal. Ella se encorvó para sacarlo de su escondite y una vez en sus manos, la observó detenidamente. Era de pequeño tamaño con una cerradura en forma de media luna. La cogió con cuidado.

–¿Cómo habrá llegado hasta aquí? –se preguntó extrañada–. ¿Qué tendrá dentro?

Agitó suavemente la caja y escuchó el sonido metálico de un objeto chocando en su interior. Tiró de la tapa para abrirla y al no tener éxito, intentó forzarla golpeándola con una piedra. Ya casi vencida, observó de cerca la cerradura y pasó sus dedos sobre esta.

–¡Quizás funcione! –exclamó con un pequeño atisbo de entusiasmo. Se puso de pie y se marchó a toda prisa hacia la casa.

Cuando llegó se encerró en su dormitorio y buscó su costurero. Lo abrió y cogió sus agujas de ganchillo para introducirlas por la cerradura. Las movió con destreza, haciendo palanca con una de ellas hasta que se escuchó un leve chasquido. En ese instante, levantó la tapa sorprendida, comprobando cómo se abría con cierta dificultad, ya que el metal estaba oxidado. Dentro había una llave de color cobre con un dibujo perforado en el agarre. Era una especie de lagarto con la cola enroscada. Elisabet la sujetó con fuerza entre los dedos.

–¿Qué abrirá? –pensó en voz alta.

Aquella noche tuvo extraños sueños. En ellos aparecían campos de olivos cubiertos por multitud de lagartos y en lo alto de la colina, un anciano árbol que se transformaba en un apuesto joven. Era Marco que se encontraba de espaldas con un brazo levantado señalando el horizonte. En esa dirección, a lo lejos, había una pequeña construcción que se veía difuminada. Dentro se veían piedras girando, parecían las muelas de… un molino.

La joven se despertó de inmediato y exclamó casi gritando:

–El molino del lagarto. ¡Cómo no lo he pensado antes!

El sol no había salido aún, cuando partió de casa hacia el molino con la llave que encontró. Caminó por los extensos campos hasta que llegó a la pequeña edificación. Observó la cerradura, era antigua y estaba un poco oxidada. Introdujo la llave y la giró con cierta dificultad. La puerta se abrió con un crujido, pero se quedó atascada tras formar un ángulo de 30 grados. Tuvo que empujarla con fuerza para abrirla un poco más.

Entró por la apertura y comprobó que el interior parecía abandonado. Había unos capachos de esparto apilados en un rincón, una gran piedra sobre la que reposaban dos muelas cónicas, una mesa polvorienta cubierta de telarañas y una pequeña alfombra deshilachada. En ese momento, un tablón de madera crujió bajo sus pies. Se agachó para levantarlo, pero el otro extremo tropezaba con la mesa. La retiró, apartó la alfombra y descubrió algo sorprendente. Bajo el suelo se encontraba un amplio hueco, similar a una estancia pequeña. Estaba oscuro, por lo que buscó algo de luz que lo iluminara. Encontró un candil que encendió con unas cerillas que guardaba en su bolsillo. Siempre las llevaba consigo cuando iba al campo, por si se le echaba la noche encima y tenía que encender una hoguera.

Lo que encontró en aquella diminuta estancia la dejó petrificada. Dentro de un baúl se guardaban fotografías de un grupo de personas, algunas totalmente desconocidas, pero otras no tanto, ya que vivían en el pueblo o por los alrededores. Junto a las fotografías había documentos y pergaminos con dibujos parecidos a los mapas del tesoro. Estuvo durante una larga hora intentando descifrar qué era todo aquello, pero resultaba difícil, ya que la mayoría eran palabras y números sin sentido.

De repente, Elisabet escuchó un crujido sobre ella y mientras se giraba sonó un chasquido. Una sombra le estaba apuntando con una pistola desde las alturas. En ese momento, la joven fue consciente de que un arma engatillada había salvado su vida.

–¿Quién eres, intrusa? –preguntó tajante la figura cubierta por una capucha.

–Me… llamo…Elisabet –respondió la joven con un hilo de voz.

–¿Elisabet…, la prometida de Marco? –dijo mostrando interés mientras se quitaba la capucha–. Este no es un sitio seguro para ti. He estado a punto de matarte. ¿Cómo has entrado aquí?

–Con esta llave –respondió la joven acercándole el objeto. Al aproximarse vio que se trataba de una mujer de mediana edad, era… ¡la maestra del pueblo!

–¿Qué demonios?, entonces… si tienes la llave… debes de ser Picual.

La joven asintió con la cabeza casi por instinto, ya que temía que si decía lo contrario su vida volvería a correr peligro.

–Los demás se alegrarán de verte, solo faltabas tú para comenzar la misión. Disculpa lo que ha sucedido antes, vi una luz a lo lejos y pensé que alguien había descubierto nuestro escondite secreto. Me alegra que hayas sido tú y no los militares, si no hubiéramos acabado todos muertos. Mañana vuelve al molino tras el atardecer y trae lo necesario para un largo viaje. Te estaremos esperando.

Elisabet regresó a casa muy asustada.

–¿Y si no me presento? –se preguntó–. No es posible –se contestó al instante–, saben quién soy y vendrán a por mí.

La joven cogió ropa de abrigo y un poco de sus ahorros. Antes de marcharse al día siguiente dejó dos cartas. Una de ellas iba dirigida a sus suegros en la que les indicaba que se marchaba a buscar a Marco. Otra iba destinada a su gran amor:

Querido Marco:

Me voy aterrada a un destino incierto. La esperanza de volverte a ver es lo único que me infunde valor en estos momentos. Si alguna vez regreso, te esperaré junto a nuestro olivo centenario.

Te quiere, tu Elisabet.

Horas después la joven se encontraba reunida en el molino junto a otras siete personas, dos hombres y cinco mujeres. Se habían presentado con sus nombres claves: Arbequina, Hojiblanca, Royal, Sevillenca, Aloreña, Farga y Manzanilla. Daban por hecho que ella era Picual, por lo que le explicaron la misión con detalle. Hojiblanca, la maestra, parecía ser la que dirigía al grupo.

–Mañana saldremos al amanecer. Iremos en dos carros que conducirán Royal y Farga. Ellos dos se harán pasar por comerciantes aceiteros y nosotras por costureras que van a trabajar a la fábrica textil. La mayoría de las tinajas transportan aceite, menos las que tienen el asa un poco cascada. Estas guardan información confidencial sobre el próximo ataque estratégico del enemigo. Deben llegar a su destino, aunque nos cueste la vida, ¿entendido?

El resto de asistentes asintió al unísono. Aquella noche durmieron juntos en ese viejo molino. Elisabet, que no conseguía conciliar el sueño, salió y se quedó observando las estrellas.

–Bonita noche –indicó Farga, que había salido tras ella.

Elisabet se giró hacia él y, sin andarse con rodeos, le preguntó:

–¿Quién os ha pasado la información?

–Si te lo contara, tendría que matarte –respondió el chico sonriendo.

–No creo que seas capaz. Necesitáis mi ayuda, soy muy valiosa para la misión –le replicó la joven envalentonada.

–Es cierto, nunca podría hacerle daño a una mujer tan hermosa como tú –le contestó acercándose a ella.

Elisabet reaccionó dando un paso atrás, aunque volvió a insistir:

–¿Quién y por qué os la ha dado?

–Alguien que está muy cerca del mando superior y que no ve con buenos ojos los pasos que están dando para llegar al poder. Es todo lo que puedo decirte.

Ella asintió conforme y, tras devolverle una leve sonrisa, volvió con los demás. La mañana siguiente transcurrió sin incidentes. Solo interrumpieron su camino una vez, pero tras las comprobaciones oportunas pudieron continuar. Se detuvieron en un claro para comer algo y descansar pasada la medianoche.

–Estás muy callada –le dijo Farga a Elisabet– ¿te sucede algo?

–Tengo un poco de frío, nada más –la joven le respondió cortante, intentando disimular los temblores producidos por el miedo.

–Pues para eso tengo una solución –le comentó mientras le echaba una manta por encima. Acto seguido se sentó junto a ella y le pasó el brazo por detrás del hombro.

Una aceituna impactó en la cabeza del chico. Se la había arrojado Royal que exclamó mientras se reía a carcajadas:

–¡Menudo picaflor estás hecho! Deja a la chica tranquila que tiene que descansar.

Aquella noche Elisabet tuvo nuevos sueños. Estaba frente a un pelotón de fusilamiento y todos los soldados que la apuntaban con su arma tenían el rostro de Marco.

El nuevo día les deparó una grata sorpresa. Llegaron a salvo a su destino y contactaron con el enlace que puso a buen recaudo la información entregada. Semanas después, les comunicaron que su colaboración había impedido el avance de las tropas enemigas por el frente Norte de Madrid. A esta misión les siguieron otras más, igual de peligrosas. En cada una de ellas, trazaban una ruta distinta.

Elisabet demostraba cada vez más confianza en sí misma. Por este motivo, Hojiblanca la escogió como su mano derecha, levantando ciertas suspicacias entre los miembros más antiguos del grupo.

–Esa jovencita cree que puede darnos órdenes –comentó Royal tras cerciorarse de que Elisabet no estaba cerca.

–No entiendo por qué la maestra confía tanto en ella –señalaba Arbequina.

–Lo que realmente me extraña es lo poco que sabemos de ella –apuntaba Sevillenca.

La conversación fue interrumpida por el sonido de unos pasos agitados.

–¡Nos han encontrado! ¡Corred! –gritó Hojiblanca.

Sin embargo, no les dio tiempo a huir. Los militares los arrestaron y los metieron en un furgón. Llegaron a un antiguo cuartel donde los bajaron junto a otros prisioneros. A continuación, les llevaron a una sala donde esperaron aterrados su fatal destino. Farga apretó la mano de Elisabet y ella le correspondió con el mismo gesto. De repente, se abrió la puerta. Entraron tres hombres ataviados con sus uniformes, uno de ellos de mayor rango.

–Soy el sargento Castellar. ¿Quién es vuestro cabecilla?

Nadie contestó, aunque algunas miradas fugaces delataron a la maestra.

–¿Una mujer? ¡Lo que hay que ver! –dijo soltando una carcajada. Los otros dos le acompañaron con sus risas.

–Debe de ser Hojiblanca –apuntó uno de ellos.

–¿Hojiblanca? ¿Eso no es una variedad de aceituna? Muy original su nombre en clave, señorita. Así que tenemos a una maestra de pueblo que dirige a un grupo de… insurgentes que han estado de acá para allá pasando información estratégica al enemigo –sonrió al ver los rostros sorprendidos de los detenidos–. Os estaréis preguntando cómo lo sabemos. Hace una semana apresamos a uno de vuestros miembros. Creo que la conocéis por el nombre de Picual.

En ese instante, todos miraron extrañados a Elisabet. Ella avergonzada agachó la cabeza.

El sargento continuó su relato:

–Al principio le costó hablar, pero gracias a nuestro «método» cantó como un canario –volvió a reírse con gran estruendo. Nos contó dónde encontraros, aunque tuvimos que esperar al momento adecuado. Aun así nos falta la clave de todo esto. ¿Quién os pasa la información?

–¿Qué hicisteis con ella, malnacidos? –les increpó Hojiblanca.

El sargento golpeó con su puño la mejilla de la maestra.

–¿No te enseñaron en la escuela que no se debe faltar el respeto a un superior?

–No veo a ningún superior. Además, jamás te diremos nada –le respondió ella mientras le sangraba el labio.

–¡Correrás el mismo destino que ella! Lleváosla fuera, ya sabéis lo que tenéis que hacer –gritó mientras aflojaba los nudillos.

Hojiblanca se resistió con todas sus fuerzas, pero aun así consiguieron llevársela fuera. Se oyeron dos disparos y a continuación, silencio.

El sargento comenzaba a celebrar su pequeña victoria cuando varias personas encapuchadas entraron en la sala. Amordazaron al sargento y rescataron a los prisioneros. Fuera les esperaba Hojiblanca temblando de terror y un par de militares atados de pies y manos. Se subieron en los furgones y desaparecieron al alba. Cuando ya estaban lo suficientemente lejos como para encontrarse a salvo, Elisabet le confesó a Farga:

–Siento haberte mentido. Me invadió el miedo…

Farga, que en realidad se llamaba Enrique, puso el dedo sobre sus labios:

–No hace falta que te disculpes. Lo sabía desde el principio. Era el único que conocía a la verdadera Picual porque yo mismo la recluté. Lástima que su muerte haya sido en vano porque el enemigo ha ganado la Guerra.

Elisabet se quedó sin palabras, pero al cabo de los minutos continuó:

–Debo volver, necesito saber si Marco sigue vivo. Si ha sobrevivido me esperará junto al olivo centenario donde encontré la llave del molino.

–Tranquila, cuando pase todo, volveremos.

Años más tarde, la luz ocre del atardecer iluminaba un olivo centenario. Una figura permanecía inmóvil frente al imponente árbol, soñando con la esperanza de cumplir una promesa.

 

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