159.- Mi abuelo y el pan con aceite
¿Recuerdas la primera vez que probaste el aceite de oliva?
Afortunadamente yo sí, y gracias a ello voy a compartir contigo mi historia.
Todo empezó en el paleolítico… ¡no, no!, perdón, me he equivocado de historia, esta comienza así. Recuerdo que cursaba 2º de primaria y se acercaba el día de Andalucía, ese día en concreto en nuestra comunidad autónoma es típico desayunar pan con aceite y azúcar. Jamás había probado semejante combinación, es más, no entendía cómo podía gustar tanto un pan, con aceite y azúcar.
Mi historia se muda entonces a casa de mis abuelos, donde iba los fines de semana y siempre que me daban vacaciones en el cole, era como ir a otro planeta, disfrutaba acorde a lo que era, un niño pequeño.
Una de las mañanas en las que mi abuelo me preparaba el desayuno me dijo, -¿Has probado alguna vez el pan con aceite? Con su tono amable pero serio a la vez.
– No abuelo, ¡buaj! Exclamé.
– Mi abuelo era muy serio y además bastante alto, su pelo estaba blanco debido a su avanzada edad y se conservaba en un magnifico estado de salud, pero de muy buenas formas trató de razonar conmigo incitándome a que lo probara, él me comentaba que si me gustaba la mantequilla fundiéndose en el pan, el aceite también debía de gustarme ya que llegados al caso era “casi” lo mismo.
Me quedé pensando, la idea era totalmente lógica, y estaba vendiendo muy bien el producto, así que seguí su consejo y decidí probar por fin, el pan con aceite. En mi primer bocado percibí el rico sabor del pan recién tostado acompañado de un sabor ácido muy sabroso, aquella acidez era señal de que era un buen aceite de oliva. Sinceramente no me disgustó, pero mi abuelo quiso ir más allá y puso un poco de azúcar por todo el pan para “corregir” esa acidez. En ese preciso instante y acorde a mi edad pensaba que era la tostada perfecta, tostada nivel Dios, el pan que todo niño desearía. -Nunca olvidaré este momento, abuelo- le dije.
Cuando me tocó ser padre por segunda me tuve que retractar sobre el comentario de “el pan que todo niño desearía”, ya que cuando lo probó, para nuestra sorpresa no le gustó, lo prefiere con tomate y cuando quiere llevarlo a nivel Dios pide que le pongamos cebolla.
En mi defensa les diré, queridos lectores, que no solo me enamoré del pan con aceite y azúcar, evidentemente probé el pan solo con aceite, o el pan con ajo y aceite, daba igual la mezcla, el sabor en cada estilo era inmejorable.
También, si me lo permiten, voy a remontarme a cuando tenía aproximadamente 14 años y tuve la oportunidad de visitar un pueblo donde todo a mi alrededor eran olivos.
Como bien dije antes, tenía 14 años más o menos, mi padre nos llevó de excursión a un pueblo llamado Gilena, que se encuentra en la provincia de Sevilla, allí vivían unos amigos suyos que tenían unas fincas enormes, llenas de olivos en toda su extensión.
Cuando llegamos a la casa de José, el amigo de mi padre, desayunamos, concretamente dos rebanadas de un excelente pan de campo con un delicioso aceite de oliva de la marca “Oleoestepa”.
El señor era muy amable, y nos trataba muy bien, él no era muy alto, pero tenía una complexión bastante ruda, con unas manos bastante grandes y dedos gruesos, los cuales llamaban mucho la atención, de pelo canoso con un bigote bastante poblado y negro con pequeños matices blancos, al contrario que en su cabeza, eran muy llamativos sus pequeños ojos de un color verde intenso.
Seguidamente descansamos un poco, ya que el viaje había sido bastante lago y algo agotador, al menos para mi hermano y para mí.
Más tarde, José nos montó en su coche, exactamente y si la memoria no me falla era un Citroën C15, llegamos a la finca, y nada más lejos de la realidad, comprobamos en primera persona que mi padre tenía razón, eran innumerables la cantidad de olivos que poseía este señor. Una vez en faena nos dio unas telas para que pusiéramos en la tierra, alrededor del árbol, la función de estas era que todas las aceitunas que vareábamos de las ramas del olivo fueran cayendo en estas telas, una vez dejábamos el árbol limpio metíamos las aceitunas en unos sacos blancos. Por otro lado estaba José junto a otro grupo de hombres, ellos, usaban maquinaria para sacudir el olivo, las aceitunas, al igual que las de nosotros, caían en las lonas y luego, manualmente las depositaban en el saco.
Una vez acabamos en la finca, nos desplazarnos a una especie de cooperativa para vender las aceitunas recolectadas, y que con las cuales harían aceite de oliva. Otro de los sacos fue a parar a una máquina, la cual tenía la función de partirlas para luego, en nuestro caso por ejemplo, aliñarlas y así preparar unas deliciosas aceitunas de mesa. La única pega es que había que esperar algún tiempo para poder degustarlas, por suerte, José tenía en su casa algún que otro envase lleno de estas fabulosas aceitunas. Llegó la hora de comer, la mujer de José, una señora bajita, gruesa, de ojos marrones, piel morena, pelo negro con bastantes canas y sobre todo muy simpática, nos había preparado de comer un excelente salmorejo, con unas pechugas de pollo frescas, que tenían una deliciosa salsa por encima, podríamos decir que a la pimienta, además de unas patatas fritas cortadas por ella misma. La comida estaba espectacular, se notaba la frescura en cada bocado, en el centro de la mesa, un buen pan de campo y como no, las famosas aceitunas de José.
Por la tarde estuvimos en casa del señor todo el tiempo, mi hermano y yo matábamos el tiempo jugando a la game boy mientras los adultos charlaban. A la hora de la merienda, José apareció con una bandeja de pasteles, los cuales estaban de rechupete, mi padre los acompañó con café, y mi hermano y yo con cola-cao.
Aproximadamente a la hora y media de haber merendado, mi padre empezó a recoger para irnos, luego nos despedimos de José y Paqui que nos acompañaron hasta el coche, aún nos quedaban aproximadamente unos 250 kilómetros hasta llegar a Cádiz. Cuando íbamos por la carretera, a mi izquierda, me llamó la atención una nave grande, con grandes depósitos que se veían desde la carretera y un cartel con el nombre “Oleoestepa”, pensé, quizás esas aceitunas que hemos recogido hoy terminen aquí para convertirse en un buen aceite de oliva.
Más allá de toda esta historia mis padres se divorciaron y debido a la indiferencia de ambas partes, en casa tocaron a la puerta las vacas flacas. Mi madre era por aquel entonces una señora de unos cuarenta y pocos, de pelo oscuro, el cual parecía descansar sobre sus hombros, tenía unos ojos grandes de color marrón, además de una pequeña nariz y una boca de labios finos.
Era toda una luchadora y para que mi hermano y yo pudiéramos vivir dignamente, le tocó la responsabilidad de apretarnos el cinturón, y una de las cosas que fue omitida en casa durante mucho tiempo fue el aceite de oliva, me tocaba hacerme los panes con aceite de girasol, y eso amigos, sabe a rayos, pero bueno, al menos había para comer, que no es poco. Mi abuelo por aquel entonces ya no se encontraba entre nosotros, por lo tanto no podía ir con él a tomar juntos mi desayuno favorito.
El tiempo fue pasando, las vacas flacas poco a poco fueron abandonado la casa de mi madre dando paso a unos magníficos años de prosperidad en los que seguía sin haber un buen aceite para comer, pero al menos ya había algo más que el aceite de girasol.
Aunque parezca una tontería el haber pasado ciertas carencias durante mi infancia me cambió por completo la mentalidad, sabía que un día me haría adulto, y que si todo iba bien me casaría y tendría hijos, es por ello por lo que me esforcé al máximo, para lograr un buen puesto de trabajo. No fue fácil, pero tampoco nadie dijo que lo iba a ser… me esforcé día y noche, nos tocó pasarlo mal, pero me mantuve constante haciendo caso a lo que mi madre me decía.
“Es algo pasajero”, comentaba para consolarnos. Seguí haciendo lo más importante, estudiar para el día de mañana poder elegir un buen trabajo y evitar tener en casa esas carencias que un día me tocó vivir.
A día de hoy, afortunadamente no me falta el trabajo y por suerte tuve unas maravillosas hijas a las que les encanta el aceite de oliva, ya sea en una tostada, en una ensalada o por qué no, en un buen gazpacho.
Un día hablando con un amigo, con el cual comparto afición de aceite me comentó que si había probado un aceite excepcional llamado Oro Bailen, le dije que no, el, sin ir más lejos me comentó donde podía comprarlo. Por la tarde, fui a la tienda que me dijo mi amigo Rafa y me compré una botella de 250ml, estaba deseando llegar a casa para probarlo.
Una vez en casa, tosté un poco de pan y vertí el aceite sobre el pan a través del curioso tapón que traía, estaba brutal, automáticamente mi mente se tele-transportó a mis 7 años en el mismo instante en que mi abuelo me dio a probar por primera vez el aceite de oliva. Sinceramente me emocioné muchísimo de tal bello recuerdo, cogí el teléfono móvil y llamé a mi madre por si se acordaba de la marca de aceite que tomaba su padre y como no se acordaba le mandé una foto de la botella y al verla ella me dijo que era ese mismo.
Dejé esa botella guardada y compré otra similar. Guardo esa botella cual máquina del tiempo, porque me hizo volver a atrás y poder recordar la primera vez que probé el aceite de oliva.
Gracias a ello hoy estoy compartiendo contigo mi historia, deseo que te haya gustado tanto como a mí.