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164.- El galgo

Andrés Darro

 

Él le dice despacio que bueno, que sí. Que vale. Pero sabe que no. Que no vale. Así que ella se cansa. Y lo hace. Esta vez de verdad. Se va. Coge el coche y se va. Se va lejos. Mete primera, segunda, tercera, cuarta. No tiene quinta. Es un Seat Panda. El único que ella pudo permitirse. Coche histórico, decía él. Gilipollas. Bueno, vale, sí. Pues no. Conduce casi toda la noche. A todo lo que da el Panda. A ochenta. Amanece. No sabe dónde está. No hay nada. Un campo. Pues bueno. Se baja. Camina un poco. Diez metros. Quince. Cien. Qué más da. No hace calor. Serán casi las siete de una mañana de agosto. No se oye nada. ¿Dónde está? Da igual. Camina un poco más. Hay olivos. Muchos olivos. Qué árbol más tonto. Ha visto una loma. Quiere llegar allí, a lo alto. Sube un rato y se da la vuelta. El Panda no está. ¿Puso el freno de mano? Se bajó corriendo del coche porque se meaba. Se puso a andar. No ha meado y el coche no está. Que le den por culo al Panda. Se agacha junto a un olivo. Se alivia. Se pone de pie. Ríe. Olivos. Cientos de olivos mirando su culo blanco. Se sube las bragas. Los olivos le recuerdan a los curas. No sabe por qué. Los curas le recuerdan a él. No sabe por qué. Sí lo sabe. Todo le recuerda a él. El Panda, la gasolinera cerrada, la carretera de noche, el pueblo fantasma. Que sí. Que vale. Que bueno. Gilipollas. Con esos dientes blancos. Con esa corbata planchada. Con ese aire de católico, apostólico y romano. Que sí, le dice. Que te quiero. Que lo sabes. ¿O no lo sabes? Y ella asiente. Pero entiéndelo. Tú y yo… la gente… el trabajo. Los olivos. ¿Quién ha puesto tantos olivos en ese campo? Han sido los curas. Con sus sotanas, sus caras largas, sus dedos señalando. A Jesús lo prendieron aquí. En el huerto de olivos. Getsemaní. Prensa de aceite. Son cosas que todavía recuerda de aquellas clases, de aquellos días. Él hablando, ella en primera fila. Getsemaní. Las miradas, la sonrisa de niña buena, su corbata. Así veinte años. Qué dirá la gente. Qué dirán en el trabajo. Yo te quiero. Gilipollas. Una liebre atraviesa el campo a la carrera. No hay galgo, pero ella corre en zigzag, como si ya sintiese los dientes. Los olivos ríen. De qué se ríen los olivos, centenarios, caducos, sin sangre. La liebre corre. Ya no está. ¿Dónde habrá ido a parar el Panda? Pronto hará calor. Le prometió unos días en la playa. Ella y los niños se van al pueblo. Y yo me quedo. Si quieres nos cogemos el coche y nos vamos a la playa. Dos noches. O tres. Veinte años. Ya sabes que te quiero. La liebre regresa, corriendo, huyendo en dirección contraria. Los olivos ni caso. Están ya a otra cosa. A mirar culos blancos. Getsemaní. En la Biblia hay olivos pero no hay liebres. Ni culos blancos. Se ríe. Se imagina una Biblia de culos blancos. De liebres. De profesores de Universidad sin mujeres, sin hijos. Se imagina una Biblia sin olivos. Sin Jesús orando. Sin Judas Iscariote. Camina unos metros, está cansada. Se sienta a la sombra de uno de esos curas ancianos, de huesos retorcidos. Se apoya contra el árbol. Olivo, quiero confesarme, dice de repente. Lo dice en voz alta y en el campo se paran las liebres. Los olivos callan. Quiero confesarme. El aire se espesa. Qué has hecho. Nada. Eso no es un pecado, dice el olivo. Y ella piensa que sí. Que depende. Los olivos no hicieron nada. Cuando prendieron a Cristo, no hicieron nada, dice en voz alta. Puñalada trapera. Se escucha un crujido, a lo lejos. Getsemaní. Él tampoco hizo nada. Veinte años diciendo que sí, que bueno. Que vale. Que ese fin de semana no se podía pero que al otro. Que tal vez al otro. Pero nada. Gilipollas. A saber dónde habrá ido a estrellarse el Panda. Ella no era de poner el freno de mano. Él sí. Veinte años frenando. Ella no. Ella soñando con meter quinta. Pasaron los de primero, los de segundo, los de tercero, los de cuarto. Cuántos le habían dicho que hola, que si haces algo, que si me dejas los apuntes, que si vas a ir a la fiesta. Y ella loca con la corbata y los dientes blancos. Y con los ojos detrás de las gafas. Y con la voz mandando callar. Ella callada, tomando apuntes, deseando que alguien hablase de nuevo. Y él mandando callar con más fuerza y ella temblando, sin levantar la vista del folio, escuchando esa voz en su oído. Va a hacer calor. Los olivos dan poca sombra. No protegieron a Cristo en la noche, te van a proteger a ti en el día… Quiero confesarme. Silencio. La puñalada dolió y ahora callan. Callan todos, en filas, retorcidos. Peores que curas. Peores que viejas. Aquella vez que fue a verlo al pueblo, madre del amor hermoso. En qué pensaba. Allí puestas todas, en la calle ancha, en la plaza, en los balcones. La locura. ¿A qué fue? A nada. Recuerda ahora la cara de él. La cara de su mujer. La cara de los niños. Las viejas oliendo a navaja. Pero qué sorpresa. Sorpresa dice, rumian las abuelas mientras zumban los grillos. Pero qué haces aquí, que sigue diciendo el hombre, el marido, el padre. Los niños callados, cada uno agarrado a una mano de la madre. La sonrisa de la madre congelada, traspasando hielo a los niños, que notan el frío de repente en la columna vertebral y se sueltan como a calambrazos, y se van a jugar por ahí, lejos. Las abuelas afilando las uñas. Los tres allí quietos, en mitad de la plaza. El padre, la madre y la zorra. Getsemaní. Prensa de aceite. La mujer, petrificada, creyendo todavía que tiene a los niños cogidos de la mano. Él fingiendo sorpresa con una calma que asusta. Cuántas tiene. Cuántas veces lo ha hecho. Cuántas veces las abuelas han reído con esta misma escena en este mismo teatro. Pues es que voy a Salamanca, pero he parado aquí a tomar algo, tengo el coche ahí mismo, qué casualidad. Y toman algo, los tres, en el bar de la plaza, que está en silencio. Las viejas mirando, retorcidas, riendo. La liebre con el coche ahí mismo. El galgo con los dientes blancos. La madre llorando por dentro. Otra vez no. Otra vez no. Otra vez no. Las dos jurando que es el final. Las dos sabiendo que sí, que vale, que bueno. Las abuelas riendo con los ojos, llamando zorra a la liebre. Él tiene sus cosas, como las tenía su padre. Y su abuelo. Los Pichazarza. Los hombres son así, dicen las abuelas. Ellas, retorcidas como los olivos, el verde caduco, las raíces profundas, las espaldas molidas a base de vara. ¿Dónde coño estará el Seat Panda? Aquel día no siguió a Salamanca. Dio la vuelta. Llegó a casa tarde, sin fuerzas, sin llantos, maldiciendo la hora en que se armó de un valor que no tenía y se fue al pueblo de él, al pueblo de él y de ella, al pueblo de él y de ella y de los niños y de las viejas… a decirle que aquí estoy yo. Si no hubiesen estado todas aquellas viejas, todos aquellos ojos, todos aquellos niños… Entonces sí que se lo habría dicho. Entonces sí. Otra vez será. En otro momento. Fue una estupidez ir al pueblo. Una niñería. Décimo aniversario de mierda. Es que hacemos diez años, dijo ella la semana antes. Es que me voy al pueblo, dijo él con sus dientes blancos, arreglándose la corbata, mirando el reflejo de ella en el espejo. Ahora son veinte. Veinte años. Gilipollas. El puto seat Panda. Voy a tener que encontrar el coche, se dice a sí misma. Deshace el camino, bajando la loma. La pendiente es suave. Hay huellas de liebre. Empieza a apretar el calor. Su sudor. Su cuerpo. Sus ojos. El sexo en la mesa, en el suelo, en el coche. El puto Seat Panda. Los olivos sin sombra. Nadie hizo nada. Jesús arrastrado, los olivos mirando, callados, la mirada en el suelo. Getsemaní. Jesús. Don Jesús. Con su aire académico. Con sus gafas de pasta, mandando callar. Veinte años callando. Quiero confesarme. Los olivos ya no escuchan. Quiero confesarme. Camina buscando el coche. Lo aparcó allí. Seguro. No está. La carretera baja en una pendiente suave. La sigue. Hace calor. Los olivos callan. Quiero confesarme. Bueno, sí, vale. Pues ahora no. Ahora no quiero nada. Ahora lo quiero todo. Sigue la pendiente, buscando el Panda. En algún lado andará. Cien, doscientos, trescientos metros. Una curva. Allí tiene que estar. Camina despacio. Respira despacio. Veinte años sin prisas. Ahora lo quiero todo. Despacio. Despacio. Más despacio. El aire es pesado. La tierra se agarra. Camina hacia la curva, arrastrando los pies descalzos. ¿Dónde dejó las sandalias? Cristo prendido, arrastrado, los pies sin sandalias. Los olivos callados. La carretera desciende al llegar a la curva. Aquí cogió velocidad. Ella se para. Respira. Mete quinta. La curva a derechas, cerrada, el terraplén profundo. El Panda en el fondo. Lo divisa y baja deprisa. Resbala en la tierra. Se araña las piernas. Al fondo está todo.

El Panda chocado contra un olivo. El olivo quieto y callado. Las ramas firmes. De la rama, una soga. De la soga, un galgo.

 

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