166.- Recuerdos
El día se anuncia a lo lejos ahuyentando la noche, avanza despacio, perezoso. El rocío alhaja con sus joyas a las hojas, que adormecidas se estremecen centelleantes con las primeras caricias del sol.
Como cada mañana desde hace años, en un paraje de Sierra Mágina, la sierra mágica, Juan se acomoda en su mecedora bajo la parra, junto al olivo. Se balancea cadencioso con la mirada perdida. En las sombras de sus ojos se esconden agazapados el dolor y la pena, pero de su rostro bonachón que esboza una media sonrisa, emana dulzura y paz. Con las manos entrelazadas sobre el vientre, los dedos alinean los nudillos, los ensamblan, liman las deformidades, desentumecen los huesos, repasan las arrugas de su piel, masajean las callosidades de sus palmas. Mira a su viejo amigo, que con sus cicatrices, sus muñones y sus rugosidades se despereza bostezando con cada hoja, y agitando las ramas que peinadas por la suave brisa que asciende desde el río, se sacuden el manto de escarcha con el que lo ha acicalado la madrugada.
¡Estamos viejos! Piensa, recordando el día que su padre le llevó a la almáciga para que plantara su primera oliva y se hiciera responsable de su crianza. La mejor enseñanza para aprender el oficio. Él eligió una estaca de cornezuelo, y le pidió a su padre que la trasplantara detrás de la casa, junto a la parra que entoldaba el canapé y las mecedoras. El soportal donde cenaban y tomaban el fresco en las noches de verano. Quería tenerla cerca para protegerla de las cabras. Su padre reía sus ocurrencias. ¡Es más alta que tú! Se burlaba.
Cuántos mimos le prodigó. Era su oliva “No la puedes regar mucho porque la ahogas y se muere. Es como si bebes mucha agua sin tener sed” Él pensaba que cuanto más la regara, antes crecería. Sufrió cuando le enseñó a podarla. Cada corte le dolía, como si las heridas se las infligieran a él.
Siendo joven, era un experto en cuándo y cómo había que regar, abonar, podar, despestugar, arar, varear. Las perlas de su oliva las ordeñaba con cariño. Después, con un martillo de madera las machacaba una a una y, tras un ritual de trasiegos de agua y sal, las perfumaba con tomillo, hinojo y ajos. Con estos pensamientos se le ensaliva la boca que rememora la sinfonía de sabores de la cena, la pipirrana, a la manera de su madre: aliñada con aceite y coronada con un puñado de aceitunas. Aceite y aceitunas, menuda pareja para embelesar el paladar. Le ruge la tripa. Es hora de desayunar. De la cena sólo queda el eco y ahora su lengua reclama los picatostes con leche y la rebanada de hogaza regada con el zumo de sus olivas, que en la boca libera poco a poco, como el capacho en la almazara, el elixir de su vida, hechizando sus sentidos con los sabores, afrutado, amargo, picante… Cuántos días de calor, cuántos de frio, cuánto sudor, cuánto aterimiento, para poder deleitarse con aquellas sensaciones.
Paquita no tardará en aparecer con el desayuno, estará trajinando por la cocina. Piensa Juan y sonríe por un recuerdo que emerge del pozo de su memoria. Allí en aquel rincón, cobijados por la parra, camuflados detrás de su oliva, bajo la cúpula de estrellas que aureolaban la noche sin luna, se fundieron en uno por primera vez. Fue una madrugada de las fiestas patronales. Sus amigos, achispados, bebían canturreando y dormitando por la chopera que jalona el rio a su paso por el pueblo. Sus padres estaban en la verbena, en la plaza mayor, junto a todos los vecinos que no tenían que guardar luto. Ellos, jubilosos, desinhibidos por el alcohol, empujados por el deseo, aprovecharon para escabullirse. Besos, caricias, suspiros, fuego. Explorando sus cuerpos, sucumbieron a las tentaciones. En el viejo canapé, él entró en ella y ella se apoderó de él. Aquella noche se embriagaron con los placeres de la carne y engendraron a su hijo.
Al poco tiempo, antes de que el embarazo se delatara en su vientre, y aunque no acallaron las habladurías, se casaron según la costumbre. Eran felices. Se querían y podían gozar de sus cuerpos. Vivían en el cortijo con los padres de él. Al ser hijo único no hubo que hacer arreglos. Sólo tuvieron que acomodar la cuna para Fernando, que impaciente, nació antes de lo esperado.
Sea por penitencia del pecado de su concepción o sea por seguir la tradición familiar, sus intentos por darle un hermano no fructificaron. Se convirtió en su único vástago.
Juan repitió el mismo ceremonial que su padre ofició en su día, inculcándole el amor al terruño. El niño eligió una picual. Le encantaba el pan con aceite. Aceite verdoso con destellos de oro, afrutado con ribetes amargos. El abuelo y él aplaudieron cuando su retoño con la regadera esparció agua sobre el plantón y, simuló que lo bautizaba. Un esqueje de agricultor que algún día se haría cargo de las tierras. Pensaron ilusionados.
Vinieron años de sequias que ajaban los olivos, de heladas que malograban la flor, de tormentas que arramblaban el cuaje, de ventiscas que arrebataban la aceituna madura. Buenas y malas cosechas. Años de trabajar duro, pero años felices. Su familia y sus tierras. La vida siguió su curso y sus padres murieron.
Juan era el dueño de la Casona. Así llamaban en el pueblo a la finca. Paquita no se habituaba al campo, había nacido en la ciudad y por sus venas no corría el embrujo de la tierra. Pero su hijo y él habían sido concebidos entre aquellos olivos, habían nacido entre aquellos montes, conocían el palmoteo de las ramas, el gorjeo de cada pájaro, los aullidos del viento, los secretos de sus silencios. Mirando las hojas conocían el ánimo de cada árbol y adivinaban sus reclamos. En el cielo escrutaban la preñez de las nubes, si venían cargadas de agua o habría helada. En agosto, con las cabañuelas, predecían las lluvias y las sequías. Las tierras dependían de ellos y ellos de las tierras. Era todo cuanto tenían. Sus penalidades y su grandeza.
El niño se hacía hombre y tenía que elegir su porvenir. Paquita quería que estudiara, en Jaén o en Granada, que se alejara del campo, que escapara de la esclavitud de la tierra.
Juan deseaba que compaginara estudios y trabajo. Que no abandonara la finca. Un día la heredaría. Había visto muchos desengaños. Muchachos prometedores que se iban a estudiar y se hacían unos perdidos. Hijos por los que los padres se desgañitaron para que sacaran una carrera y cuándo consiguieron el título, se olvidaron de sus progenitores. Desagradecidos. Desarraigados. No quería eso para su retoño. No lo admitía pero no concebía la vida sin él, sin su compañía. Era su sombra, su eco, sus ojos, sus oídos, su ayudante, su consultor, su confidente, su amigo.
Fernando que albergaba el mismo duende que su padre, no quería salir de allí. La finca era su mundo, su paraíso, y no imaginaba otro futuro. Algún día sus padres envejecerían y, ellos y las tierras dependerían de él. No podía fallarles. Era su destino.
Como cada mañana, Juan espera paciente a que su hijo antes de dirigirse al campo, se le acerque risueño, y mirándole a los ojos le desee buenos días y le pregunte cómo ha pasado la noche. Siempre contesta que bien porque no quiere abrumarlo con sus dolencias. Aunque lo que más le gustaría es que lo abrazara. Le avergüenza pedírselo, siquiera ser él el que lo bese. Son hombres duros, hombres del campo. Pero no pierde la esperanza. Tal vez hoy, se consuela.
Mientras aguarda a su mujer y a su hijo, acompasado al ritmo de la mecedora, Juan gira la cabeza y desde su atalaya pasa revista a sus tierras. Ese mar oscuro que se extiende desde levante a poniente y que con las primeras luces del alba, se despoja del manto negro de la noche y se engalana de verde. El verde de la naturaleza. El verde de la vida. Ese ejercito sosegado, laborioso, que con sus pies retorcidos, sus cuerpos rugosos, mutilados, y sus brazos salerosos, escoltan el rio, se alinean en la llanura, trepan por el cerro, se encaraman a la peña, se asoman al barranco y desafían a las aulagas. Hasta el cielo llegarían si la tierra no los retuviera en sus entrañas. La tierra que los agasaja agradecida, porque ellos la protegen de las riadas, la guarecen de los vientos y repelen el desierto. Pero celosa porque con sus ramas y sus hojas se alzan gloriosos y ambicionan todo el oro del sol y la plata de la luna. Pero ella, que como madre es generosa, se siente orgullosa de sus hijos y cuida zalamera hasta de sus sombras.
La memoria de Juan es una fortaleza con muchos habitáculos por donde deambula con cautela, y se dirige a los aposentos más acogedores. Desde el mirador evoca dichoso las hermosas primaveras con sus árboles en flor, los veranos calurosos con sus amaneceres animados con la sinfonía de los pájaros y los atardeceres coreados por el canto de las cigarras. Los otoños de espera paciente, avizorando el cielo, oteando la tierra y velando el fruto, atento al reclamo de la cosecha. Los inviernos de almazara, de desmoche, de poda, de estercolar esperando la lluvia que empreñe la tierra para que con la primavera retoñe la alegría.
Pero en ese fortín también hay sótanos tenebrosos por donde merodean fantasmas, que cuando aparecen, corroen su alma. Paquita y él apenas se conocían. Sus padres emigraron a Madrid a regentar una portería, antes de que ella naciera. Los veranos venían de vacaciones y ese año ellos se gustaron. Cayeron en la trampa de la carne e, incautos, sin advertir el peligro, dieron rienda suelta a su voluptuosidad. Luego, obligados por la hipocresía y la tiranía de las costumbres, se casaron para enmendar su falta.
Juan nunca cuestionó su destino, que fue un acuerdo entre los padres. Había que hacerlo así, y así se hizo. Él cumplía como hombre y ella salvaba su honra. Pero el tiempo le enseñó que el deseo y el amor no siempre danzan entrelazados, sempiternos por el sendero de la dicha. En su caso, fue un encuentro fugaz, un espejismo. El amor fue un disfraz del deseo. Cuando el fuego de la pasión se apagó, Fernando era el único rescoldo que quedó. Sólo era feliz con su hijo y en sus tierras. Eran su droga.
Paquita añoraba la ciudad, otra vida. Se sentía prisionera en su propia casa. Cuando la compartía con los suegros, se quejaba de que no tenían intimidad. Cuando estos murieron, refunfuñaba continuamente por la soledad de una casa de campo. Siempre albergó la esperanza de que el chico se fuera a estudiar a la universidad, y ella se iría con él, con la excusa de cuidarlo. Por eso cuando él renunció a seguir estudiando y optó por trabajar en el campo, las ilusiones de ella se hicieron añicos. Nunca escaparía de allí. Se quejaba sin consuelo.
Como buena madre exoneró a su hijo y enfocó su frustración contra su marido. Sus vidas no se cruzaban. Se miraban y no se veían. Hablaban y no se escuchaban. Su hijo era el puente entre dos mundos que se ignoraban. Ni pasión ni rencor.
Después de la tragedia, en los ojos de ella ya no había indiferencia sino odio, sus labios no rezongaban, enmudecieron con una mudez iracunda. Su mutismo proclamaba su bramido desesperado, su clamor acusador, su quejido reprochador, su gimoteo suplicante, su lamento hiriente, su grito vencido, su aullido dolorido. Se consagró al dolor. Con el hábito de la desesperación con el que se revisten las madres sin hijos, arrastrando la cadena de la amargura, con el corazón desgarrado y el alma hueca, renunció a la vida. Antes de que la muerte la abrazara, su cuerpo estaba exánime. Y su espíritu zangoloteaba al compás del delirio y la enajenación.
Una madrugada, cuando el gallo aún dormía, Juan se despertó sobresaltado, pensó en ella, y se dirigió a su habitación. Desde la desgracia tenían dormitorios separados. Encontró la cama vacía y se puso en lo peor. Empujado por un presentimiento salió corriendo hacía la oliva que plantó su hijo, últimamente era un santuario para ella. Allí estaba, con las rodillas clavadas en el suelo, la lengua ennegrecida entre sus labios y un ronzal en el cuello. La rama del olivo se había tronchado por el peso, o quizá para salvarla. Intentó reanimarla, pero en vano, porque ella ya había huido de la vida para reunirse con su hijo.
El día de la muerte de Fernando, habían quedado en descansar, era la Virgen de la Candelaria y aunque ya no se celebraba, Juan la respetaba, recordaba que de niño acudía a la iglesia en procesión con un ramo de romero enjoyado con las cintas y los roscos. Su hijo madrugó en contra de lo acordado y se fue a labrar por la zona de la quebrada, donde el terreno era peligroso y por eso nunca lo araban. Él, temerario, quiso demostrar que era capaz. En la peña el tractor volcó y lo atrapó debajo. Unos dijeron que murió en el acto, otros que poco a poco, reventado. Otros que se podía haber salvado si no hubiese ido solo. Juan cargó con todas las culpas, las que le echaron los demás y las que él se echó. “Que si mandarlo a un sitio tan peligroso. Que si dejarlo ir solo.” Nunca dio explicaciones. Nunca contó lo que habían hablado la noche anterior. Siquiera a su mujer que tanto lo zahería. Prefirió asumir el yerro, rumiando solitario su dolor antes que mancillar su recuerdo.
Aquel día cortó su olivo, el que plantaron su padre y él, ajusticiando a la tierra que le arrebataba a su hijo. Ojo por ojo. Aquel olivo que cultivó desde que tenía su altura. En su pie escondía sus tesoros y con ramajes levantaba un chamizo alrededor de su tronco. Era su rincón de juegos. Pero no le tembló el brazo con el hacha. Llorando a riadas, descargó su rabia, su desesperación, su impotencia y su dolor en él. Golpeaba la tierra y clamaba al cielo. Blasfemaba.
Susana entra presurosa en la habitación con la bandeja en la mano, se refrena y con calma deposita el desayuno en la mesita. Saluda a Juan con ternura. Después de tanto tiempo, no le sorprende que la llame Paquita y Fernando a Luís, el celador, que tiene que pasarse todas las mañanas a darle los buenos días. Tampoco se extraña de encontrarlo con la mirada extraviada en la ventana, que con las cortinas corridas apenas deja entrever el clarear del día, pero aunque descorriera las cortinas sólo podría ver las ventanas enrejadas del patio interior. Demencia senil pone en su informe clínico, pero ella sospecha que su caso es diferente. Son muchos años trabajando en la residencia como para no reconocer la amarga cara de la demencia. A Juan han tenido que concederle un trato diferente para que no se altere. Son privilegios nimios: que pueda desayunar en su habitación, que sea ella la que se lo sirva, o que Luís se pase a saludarlo. No comprende el porqué, pero ve su cara de felicidad y eso le congratula. Lo observa sorprendida mientras desayuna, preguntándose cómo puede paladear con tanto deleite y parsimonia un simple vaso de leche con galletas, como si fuese el mejor de los manjares. No encuentra una explicación, pero no es el Alzheimer. Sospecha que en su mente no reina el silencio o el desconcierto sino la eufonía de sus recuerdos.
Susana ignora que sus gestos, sus andares, su hechura, se parecen a los de Paquita y que al verla, Juan rememora otros tiempos en los que saboreó la felicidad.
Juan no le va a contar a Susana, porque es un demonio que encierra en la mazmorra más lúgubre de su memoria, que cuando su mujer murió, al volver del cementerio encontró una carta, en la que ella le pedía perdón y le confesaba que Fernando no era su hijo. Enloqueció. Presa de la ira y del dolor cortó el olivo que había plantado Fernando. No sabía contra quién vengarse. No la podía odiar a ella, porque no se puede odiar a una víctima. El odio no le consolaba, se encontró solo y sin nada. La muerte le arrebató el futuro y la mentira lo despojaba de su pasado.
Decidió encerrarse en una coraza con lo mejor de su vida. Sus recuerdos alegres, sus vivencias, sus emociones, sus paisajes, sus sabores… Se acomodó en su vieja mecedora junto al tocón del olivo de cornezuelo y, balanceándose, resguardado en su caparazón, absorto, lo encontraron varios días después. De allí, rescataron su cuerpo agónico que restablecieron en la residencia, pero su conciencia y su pensamiento se quedaron bajo aquella parra. El alminar de su felicidad.
Juan no recuerda, no quiere, cuantas veces se ha cruzado con la muerte. Lo ha mirado engreída, y él se ha sentido aliviado cuando ignorándolo ha pasado de largo, insolente. Otras veces, traicionera, maldita, ha irrumpido en su camino como un huracán. Destrozándolo. Después, él, afligido, la ha buscado sin encontrarla, la ha convocado y ella no ha acudido, la ha llamado sin obtener respuesta, la ha cortejado sin que le corresponda. Desesperado, la maldice porque lo desdeña. Despechado, la aborrece. Ella no atiende a sus súplicas. Le niega el bálsamo que reclama para sus dolencias. Pero ya no. La ha exiliado de su pensamiento. Desde que la carta desenterró la mentira, su mundo está construido sólo con recuerdos alegres y en ellos la pena, el dolor y la muerte no tienen cabida. Su memoria tamiza los recuerdos, como cuando cribaba las aceitunas, desecha los amargos, los podridos, para rememorar una y otra vez, como en un cuento infantil, los días felices.