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172.- Amigos

Joaquín Francisco Castro Vigaray

 

Hace unos años eran pocos los que, habiendo nacido en un pequeño pueblo rodeado de olivos, de entre las provincias de Jaén y Córdoba, no fueran, tarde o temprano, a las aceitunas.

Yo, desde hace ya bastante años, conozco a uno de esos raros casos que, habiendo nacido en una de esas pequeñas islas del mar de olivos, nunca fue a las aceitunas, aunque tenía que haber ido.

Tampoco fue detrás de un maestro cortador, con un hocino en la mano, para ir separando la leña del ramón; tampoco ninguna mañana, al alba, se quemó la cara arrimando el ramón a la candela; ni se partió la espalda, en agotadoras jornadas de verano, quitando varetas de los troncos retorcidos de los olivos; ni fue al molino con una reata de mulos cargados de sacos de aceitunas; ni comió torreznos y algún pequeño trozo de morcilla y chorizo de una abollada fiambrera de aluminio sentado debajo de un olivo.

Mi amigo de la infancia lo único que hizo en un olivar fue jugar.

Lo conocí un día en el que mi padre, con sus poderosos brazos, me aupó y me sentó a horcajadas encima del mulo, mientras me decía “Chico, vamos a por estiércol de gallinas a la granja de Carlos”.

Carlos era un hombre “forastero”, como le decían mis padres a la gente que eran de otras provincias, los que hablaban un poco raro. Mi padre y Carlos eran compañeros de trabajo, trabajaban en el olivar de don Pedro. Como casi todo el mundo de aquel tiempo, Carlos también tenía otro trabajo, tenía gallinas, vendería huevos, aunque de eso yo no me acuerdo. Mi padre también tenía otro trabajo y algunas tardes recogía el estiércol de las gallinas de Carlos para abonar el pequeño trozo de tierra que teníamos junto a la casa. En él mi padre sembraba tomates, pimientos, berenjenas, cebollas y patatas que mi madre después vendía. Sí, mi padre, en sus pocos ratos libres, robándole tiempo a su descanso, era hortelano y mi madre vendía hortalizas en la plaza de abastos.

Junto a la pequeña granja de Carlos vivía mi amigo, el protagonista de este relato, el que nunca llegó a coger aceitunas.

Allí, aquella tarde, lo vi por primera vez jugando con su mecano de piezas metálicas, debajo de la sombra de un parral, cerca de la pequeña nave donde Carlos tenía sus gallinas. A modo de presentación me preguntó cuántos años tenía, también como me llamaba. Nos caímos bien cuando descubrimos que los dos teníamos siete años y además éramos tocayos. Nos llamamos Joaquín, aunque como ya habréis podido comprobar antes, a mí siempre me han llamado chico, incluso ahora, cuando de vez en cuando se acuerdan de mí.

Nuestro nombre no es que se diga que sea raro, pero si es poco corriente, yo en el aquel tiempo hubiera querido llamarme Antonio o Juan o Miguel o Fernando, como se llamaba toda la gente que yo conocía.

Además de su nombre y su edad, también me gustó el montón de juguetes que tenía dentro de su casa, los descubrí cuando su madre nos llamó para darnos pan con chocolate para merendar. Mi amigo tenía muchos más juguetes que los niños de entonces, pero muchos menos que los niños de ahora. Sí, mi amigo también tenía más juguetes que yo, aunque eso no era difícil porque yo solo tenía alguno roto que alguna tarde de verano una tía de mi madre me llevaba a mi casa; ella, a cambio, se llevaba un cubo lleno de tomates, pimientos y berenjenas que mi madre le daba, aunque ese día no me hubiera llevado ningún juguete roto, que era lo más normal.

Al lado de la casa de mi amigo había dos naves, una de ellas, la más pequeña, era la de Carlos, el padre de mi amigo se la tenía alquilada. Otra, más grande, era donde siempre estaba su padre, un hombre calvo y gordo con un bigotito muy fino, me recordaba al de mi tío Paco, aunque mi tío, en vez de gordo, era muy poquita cosa y además tenía muy malas pulgas, al contrario que el padre de mi amigo que, en la boca, siempre tenía una sonrisa. Mi tío Paco tenía los ojos muy claros, como los de un gato. Decía que le molestaba mucho el sol y por eso siempre llevaba unas gafas oscuras con la armadura metálica y los cristales cuadrados. Mi tío Paco nunca me llevaba juguetes, pero él sí se llevaba el cubo lleno de tomates y pepinos. Aunque le molestaba el sol, mi tío Paco nos solía visitar con frecuencia en verano, por eso me acuerdo de sus gafas oscuras.

El padre de mi amigo, para no mancharse, siempre llevaba puesto un mandil, igual que el que llevaban las madres y abuelas de aquella época. Aquella primera tarde estaba sentado en la puerta de su nave en uno de los numerosos bancos de madera que él hacía para entretenerse. Se sentaba con las piernas muy abiertas para dejar espacio a su abultada barriga. Lo hacía siempre en el mismo banco, el suyo, en él, a fuego, había grabado sus iniciales. El padre de mi amigo era muy meticuloso, un manitas, arreglaba cualquier cosa, sobretodo se le daba muy bien la carpintería, aunque no era carpintero. Se entretenía, además de con la carpintería, en tener en perfecto estado su nave, que más bien parecía un museo. En ella tenía un banco de trabajo con un tornillo de madera para sujetar las cosas mientras las arreglaba. En la pared, frente al banco de trabajo, en un enorme panel de madera, bien ordenadas, tenía todo tipo de herramientas: serruchos, sierras, limas, escoplos, gatos, llaves fijas e inglesas, destornilladores, un soldador de estaño, un berbiquí manual, martillos y todo tipo de tijeras. Junto a estas herramientas también había algunas hachas para la corta del olivo, con el cabo muy fino y un protector de cuero en el brillante filo. Colgadas de las tirantas había capachas, espuertas y gruesos fardos de tela para la recogida de las aceitunas. En un rincón, dentro de un bidón, había varias varas de distintos tamaños para el vareo de los olivos en la época de la recogida. No faltaban en la nave las limpias, las que en aquel tiempo se utilizaban para separar las hojas de las aceitunas. En otro lado tenía todos los útiles de la matanza, incluyendo los cuchillos que los tenía liados en un grueso paño, en el lugar más alto de una de las estanterías. En un rincón, tapada con una vieja manta, el padre de mi amigo tenía la moto que le regaló su padre cuando, con dieciocho años se sacó el carnet para poder conducirla. Me contó mi amigo, con orgullo, que su padre fue el primero que tuvo una moto en el pueblo. Muy cerca de la puerta estaba el viejo Land Rover, con el que el padre de mi amigo le daba, de vez en cuando, una vuelta a sus olivas.

Sí, el padre de mi amigo era de los pocos hombres que no trabajaba en el olivar de don Pedro. El padre de mi amigo no necesitaba trabajar para nadie, él, como algún que otro paisano, tenía su propio olivar. Lo había heredado de su padre, que a su vez lo había heredado del suyo. Entre las sucesivas divisiones por la herencia, las juergas y el juego de algún antepasado, el padre de mi amigo había heredado la casa donde vivían, un olivar, un piso en la capital, una parcela de tierra calma en el pueblo de al lado, junto al río Guadalquivir.

Ni el padre de mi amigo ni sus hermanos mayores trabajaban la tierra, tampoco ellos cuidaban las olivas, ni en diciembre iban a recoger las aceitunas. Las olivas y la tierra se las llevaba un señor con los dientes muy claros que se llamaba Doroteo. Las aceitunas, con Doroteo de manigero, se las cogía una cuadrilla. Según me contó mi amigo unos años después, el trabajo de su padre consistía en hablar con Doroteo, mientras los dos juntos le daban una vuelta al olivar montados en el Land Rover.

Mientras Doroteo se encargaba de sus tierras, el padre de mi amigo se entretenía en su nave; a veces, como he dicho antes, haciendo bancos de madera; otras veces, con cuatro tablas, hacia una pequeña mesa o una repisa para poner la radio; otras veces encolaba las sillas. De vez en cuando le quitaba la manta a la moto y tras limpiarla, sin montarse en ella, la arrancaba, decía que los motores no pueden estar mucho tiempo parados.

Muchos días, sobre todo por la tarde, a la sombra de la nave, se sentaba con sus amigos en los bancos de madera formando un corrillo. Entre risas y voces, hablaban de muchas cosas que yo apenas entendía. El padre de mi amigo hablaba de sus antepasados, de su tatarabuelo, de sus enormes olivares que se extendían por las provincias de Jaén y Córdoba. Hablaba del purasangre negro de su bisabuelo con el que salía por la mañana y volvía a la hora de comer, después de haber recorrido alguno de sus olivares. Se emocionaba cuando recordaba el enorme cortijo donde había nacido, donde dio sus primeros pasos. Les recordaba a todos (onomatopeya incluida) el peculiar sonido de los primeros tractores Lanz que habían tenido. Otras veces hablaba de mujeres, entonces se arrimaban unos a otros y entre risas cuchicheaban. A veces, cuando el padre de mi amigo más enfrascado estaba en su conversación, mi amigo se le subía encima y comenzaba a darle palmadas en la calva, entonces, solo en ese momento, intentando mostrase severo, le decía “Joaquinito, estate quieto”, pero un esbozo de sonrisa lo delataba.

Mi amigo era el más pequeño de tres hermanos, sus hermanos eran mayores, mucho más que él. Los hermanos de mi amigo nunca estaban en su casa o al menos yo nunca los veía. Mi amigo me contó que a sus hermanos les quedaba poco para terminar peritos.

Mi padre, de vuelta a nuestra casa, me dijo que mi nuevo amigo era un niño consentido. Yo, en ese momento, no supe no lo que significaba eso.

Desde aquel primer día nos hicimos amigos y continuamos siéndolo durante mucho tiempo.

Al día siguiente, de aquél nuestro primer encuentro, descubrimos que estábamos en la misma escuela, aunque no en la misma aula. No importaba porque nos veíamos en el recreo, también al salir y entrar de la escuela.

Aún no lo he dicho, pero los dos vivíamos en una casa en el campo, no muy lejos del pueblo. La mía era una casa modesta, la habían hecho mi padre y mi abuelo con adobes que ellos mismos hacían con paja y barro. La suya era una casa muy grande, tenía un enorme patio interior con muchas macetas, varios bancos de madera y en el centro un pozo con un brocal de piedra rematado con un arco de hierro forjado. En la entrada de la casa de mi amigo, a cada lado de la puerta, había dos enormes tinajas de barro, junto a una de ellas había una palmera donde al oscurecer revoloteaban muchos pájaros.

Crecimos juntos, inseparables, tanto que en la escuela, entre risas, nos llamaban Pinocho y Geppetto. A lo largo de nuestra amistad tuvimos muchos momentos de intimidad en los que nos fuimos contando nuestra corta vida. Yo le conté la mía, sin ocultarle nada; él me contó la suya, con el tiempo descubrí que apenas si me dijo nada.

El tiempo pasó y nos empezamos a distanciar al mismo tiempo que crecíamos, no porque dejáramos de ser amigos, sino porque yo no tenía tiempo. Con apenas catorce años dejé la escuela, empecé a trabajar en el campo, en lo que saliera, también ayudaba a mi padre en la huerta. Él siguió estudiando y, como premio al terminar los estudios primarios, su padre le compró aquella bicicleta de carreras que él y yo tanto admiramos en el escaparate de aquel bazar del pueblo de al lado, donde de vez en cuando nos escapábamos, carretera abajo con nuestras viejas bicicletas. Se nos caía la baba contemplado aquella reluciente bicicleta de color caramelo y radios relucientes, los dos soñábamos con ella. Mi madre nunca me la pudo comprar, tampoco yo me atreví a pedírsela, de antemano sabía la respuesta. Mi madre me compró una nueva, pero no era de carreras, la mía era una bicicleta robusta, con guardabarros, faro y piloto que se encendían cuando ponía la dínamo. Mi nueva bicicleta tenía un enorme portamaletas para poder cargarle cajas de hortalizas, para llevárselas a mi madre, muy temprano, al puesto que tenía en la plaza de abastos.

Con nuestras nuevas bicicletas, cuando a mí me quedaba tiempo después de ayudar a mi padre, recorríamos las sinuosas carreteras de la campiña. Yo con la mía, tan pesada, apenas si podía seguirlo durante unos pocos kilómetros, él siempre me esperaba y con una sonrisa me decía “vamos que te duermes”.

Aquel día, enojado, con voz entrecortada, con lágrimas en los ojos, me contó lo que desde hace tiempo yo sospechaba. Me dijo que tenía que dejar la escuela, que tenía que empezar trabajar, que a su padre se lo comían las deudas y que apenas le quedaba nada después de que casi todo se lo hubiera embargado el banco.

Cogió la bicicleta, corrió más que ningún día, sin mirar para atrás, sin esperarme. Lo seguí, corrí detrás de él hasta que me dejó atrás, hasta que dejé de verlo en la primera curva cerrada donde comenzaba la sinuosa cuesta abajo que, de vez en cuando, cogíamos para llegar al pueblo de al lado, en el valle, donde, algún domingo, íbamos al cine. En esa curva se perdió, ya no lo volví a ver. A gritos lo llamé, lo esperé hasta que la noche y el frío me devolvieron a mi casa. Volví a buscarlo al día siguiente, y al otro, y al otro. Lo busqué en días de lluvia, de niebla, de frío, de calor. También me acerqué a la maldita curva muchos días después del duro trabajo, después de dar de mano en agotadoras jornadas de aceitunas. Tampoco dejé de buscarlo los escasos domingos en los que no iba a trabajar. Más tarde lo busqué de la mano de mi novia, después de la de mis hijos. Mis nietos me decían que les contara otra vez como se perdió mi amigo en la curva. Lo busqué hasta aquel último día en el que no pude ni llegar, me tuve que volver a medio camino. Desde ese momento lo busqué desde mi cama, en largas noches de insomnio e interminables días de dolor.

Pero hace unos días, al despertar, lo volví a ver con su bicicleta de color caramelo y radios brillantes. Apareció de vuelta en la misma curva donde desapareció aquel lejano día. Al ver mi cara de asombro, me dijo “vamos, sígueme”.

Di la vuelta con mi nueva bicicleta, la que me compró mi madre para ir a trabajar, para cargarla de hortalizas y llevárselas al mercado. Lo seguí como si no hubiera pasado el tiempo, como si continuáramos aquel lejano viaje que interrumpimos aquel día. No tardamos nada en llegar, pedaleamos como siempre lo habíamos hecho, como dos alocados jóvenes. Dejamos las bicicletas apoyadas en la tapia y entramos. Lo seguí sin hablar por las solitarias calles del cementerio. Se paró en un viejo panteón, de entre todas las lápidas destacaba una blanca, ennegrecida por el tiempo, también por el abandono. Aunque se le habían caído algunas letras y las que le quedaban estaban oxidadas, pude leer sin dificultad su nombre, también aquella fecha, su edad, la de alguien que había dejado de ser un niño. Apenas me dio un minuto para que viera su lápida, la que yo había visto tantas veces a lo largo de tantos años, sin quererlo aceptar, sin asumir la realidad. Me sacó del ensimismamiento con un rotundo “Vamos”. Lo seguí hasta la parte nueva del cementerio, donde estaban los nichos nuevos. Nos detuvimos frente a uno, en el yeso aún fresco, con algo puntiagudo, alguien había escrito un nombre, el mío.

 

 

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