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173.- Amor entre olivos

Juana Delgado Robles

 

Unos suaves golpes hicieron que Marta levantara la vista de los exámenes que estaba corrigiendo. No sabía con certeza si estaban llamando o era el ruido que hacía la puerta entreabierta al moverse.

—¿Se puede pasar? – Preguntó alguien al otro lado.

—Sí. ¡Adelante! –Contestó.

—Perdone. ¿Es usted doña Marta Delgado Molero?

— Sí, soy yo. Respondió con una sonrisa. ¡Pase por favor!

Un señor de mediana edad y pelo entrecano, con una gabardina beige sobre los hombros y un elegante traje azul marino entró en su despacho y rápidamente se presentó extendiendo la mano para saludar:

— Buenos días. Me llamo Agustín Fernández. Soy abogado y vengo del despacho de los abogados Sánchez Díaz.

La mujer correspondió y le pidió que se sentara.

Tomó asiento y con tranquilidad sacó unos documentos de su cartera. Él se quedó con una copia y los originales se los entregó. La chica los leyó por encima. No entendía nada de lo que ponía y con gesto interrogante le dio a entender que no sabía qué quería de ella. El abogado fue explicando el motivo de su visita. Marta no salía de su asombro.

Por un momento pensó que se trataba de una broma o simplemente que tal vez habría por ahí otra mujer que se llamaba como ella. Entonces Agustín le dijo que no, que era a ella a quien venía buscando. Habían tardado tiempo en encontrarla, pero no había la menor duda. Antes de irse le volvió a recordar que tenía que estar antes de cinco días en la notaría de Jaén cuyo nombre venía en el membrete de los documentos que le acababa de entregar. Debía llamar por teléfono para concretar la hora. Dentro del sobre además de los documentos estaba la tarjeta con todos los datos de la notaría.

La visita no duró mucho. El hombre le comunicó a groso modo lo que ocurría y no le dio muchos detalles.

No podía dar crédito a lo que acababa de contarle el abogado y un sudor frío le recorrió todo el cuerpo. Recogió sus cosas, dijo al jefe de departamento que no se encontraba bien. Salió del recinto universitario y arrancó el coche en dirección a casa de sus abuelos; que había sido su casa hasta que obtuvo plaza en la Facultad de Química y por fin pudo independizarse de su familia e irse a un piso al otro lado del pasillo en la misma planta del edificio.

Cuando llegó a casa, su madre se encontraba aún en el colegio; la abuela estaba preparando la comida del mediodía y el abuelo aderezando una rica ensalada de tomate, pepino, atún y aceitunas negras con abundante aceite de oliva virgen extra La Quinta Esencia que tantos premios había conseguido y que, como todos los años, les enviaba la cooperativa del pueblo a él y a sus amigos, que se habían aficionado a su exquisito sabor.

Ambos habían cumplido ya los setenta años, pero parecían más jóvenes, sobre todo la abuela Marta. Sus abuelos siempre habían sido una pareja muy feliz a pesar de las adversidades y de haber tenido que emigrar a una tierra que no era la suya y a una ciudad grande y desconocida habitada por unas personas que los acogieron con agrado por lo que les estarían siempre agradecidos. Cambiaron de trabajo, de costumbres y de vecinos, pero en el interior de su corazón seguían aferrados a su querido pueblo de Jaén.

Al verla entrar tan pronto se sorprendieron, pero se alegraron de su visita y la abrazaron como si no la hubiesen visto en meses, pese a que vivía al otro lado del pasillo, en la puerta de enfrente, comía todos los días con ellos y se quedaba a dormir todas las noches. ¡Era una chica muy independiente!

Se sentó en una silla de la cocina; el abuelo volvió a echar aceite a la ensalada y se dispuso a poner la mesa. Todo debía estar preparado para cuando llegara su hija. De repente Marta dijo:

—¡Id haciendo las maletas chicos que la próxima semana nos vamos a Jaén!

—¿A Jaén? – Contestaron los abuelos a la vez.

—¡Sí, a Jaén! — ¿No es esa vuestra tierra? ¿No es el lugar donde nació y se crio mi madre?

Los dos se miraron con una risita, pero no dijeron nada. Esperaron a ver qué pasaba. Porque algo ocurría. Esa niña tenía algo en mente. ¿Qué se le habría ocurrido ahora? Las risas desaparecieron. Se hizo un silencio, roto por el suspiro de la abuela Marta. Entonces la nieta les dijo:

—¿Abuelitos por qué nunca hemos ido a Jaén? ¿Y me podéis decir quién es Lorenzo De Rivera?

Un pequeño grito salió de la boca de la abuela y una mueca de preocupación se dibujó en la de su marido. Ambos se entristecieron. Pasó de nuevo el tiempo antes de que pudiesen articular palabra. Respiraron profundamente.

El abuelo, pausadamente, comenzó a narrar la historia de la familia. Empezó diciendo que ellos eran de un pueblo de Jaén. Un lugar de buenas gentes, mucho trabajar y poco salario. Él, gracias a Dios, desde pequeño se ganó el jornal yendo al campo con su padre y su hermano mayor y trabajó como peón en una de las mejores fincas de olivas de la zona.

Su madre todos los días se levantaba muy temprano para hacer un capacho, cuidaba de la casa y de ellos. De mayor tenía la espalda y las manos deformadas por la artritis debido a la dureza del trabajo con el esparto, con el que sacaba un dinerillo extra.

Las capachetas se utilizaban en los molinos para la extracción del aceite.

Unos grandes rulos de piedra trituraban la aceituna convirtiéndola en una pasta que después ponían en la prensa, entre capachos, donde se exprimía saliendo todo el líquido y separando después el aceite del resto.

El jornal no daba para mucho, pero se iban apañando. Cuando llegaba la época de la recogida de la aceituna contrataban a toda la familia y procuraban ahorrar lo que podían, con muchas privaciones, por si venían malos tiempos. En la zona todo giraba alrededor de la industria del aceite.

Cuando volvió de hacer la mili se casó con Marta, su bella Marta; su novia de siempre, desde niños.

No querían que sus hijos pasaran las penurias que les tocó a ellos vivir y cuando nació María, decidieron que no tendrían más para que su hija pudiera tener todo lo que Marta y él nunca tuvieron.

Con sacrificio, la abuela cosiendo y él en el campo, en el mismo lugar donde empezó a trabajar con su padre siendo apenas un niño. Ya no era un simple peón. Se encargaba de los trabajadores y de asignar a cada uno el trabajo que debían realizar.

La abuela tomó la palabra y con tristeza continuó diciendo:

Tu madre terminaba ese año la carrera. Tenía veinte años. Siempre fue muy buena estudiante y consiguió una beca para realizar sus estudios. Durante el curso vivía en Jaén y cuando comenzaba la época de la aceituna volvía al pueblo para trabajar durante las vacaciones de Navidad. Desde que cumplió los dieciséis años ella también venía con nosotros a la recogida de la aceituna. Los estudiantes lo hacían así, no echaban toda la campaña. Iban para las vacaciones, sacaban un dinerillo y ya tenían para ayudar a sus padres con los gastos de los estudios o para comprarse algún capricho. Ella se compraba ropa bonita y zapatos que tanto le gustan. Jamás nos pidió dinero ¡Parecía una princesa! Era como tú. ¡Preciosa!

No sé si debo decirte esto porque creo que te lo debería contar ella.

Ese año sería diferente a los demás y marcaría para siempre el resto de nuestras vidas. Tu madre se enamoró de quien no debía, o tal vez fue él quien no debió poner sus ojos en ella.

Había que respetar las clases sociales, hija. ¡Cada uno en su lugar! El amo es el amo y el peón no podía aspirar a otra cosa. Ahora todo es muy distinto, pero entonces no. ¡No y no!

Llegó al tajo una mañana cuando ya estaban las cuadrillas trabajando. En compañía del capataz y de su padre iban recorriendo los campos, mirando las olivas, les acariciaban las hojas, miraban, tocaban sus enormes troncos centenarios  y comentaban algo que no acertábamos a oír. Ellos iban a lo suyo, serios y sin reparar en nosotros: Las mujeres, de rodillas, arrastrándonos como animales sobre unas rodilleras de plástico que nos poníamos para protegernos de las piedras, seguíamos recogiendo la aceituna que caía del árbol al suelo y la echábamos a las esportillas. Los hombres, con sus varas en las manos vareando las olivas. Intentando echar la aceituna al mantón con el que cubrían el suelo rodeando el tronco de la oliva, procurando hacerle el menor daño posible a las ramas.

Tu madre lo pasaba bien, el abuelo la ponía con las jóvenes y echaban la jornada charlando, cantando y escuchando los chascarrillos que decían las mujeres mayores; eso sí, sin dejar de mover las manos.

Una carcajada resonó en el tajo que hizo que los hombres volvieran la cabeza. Entonces fue cuando los dos se vieron por primera vez. Él no dejaba de mirar la oliva donde estaba tu madre de rodillas; ella lo miraba de reojo intentando disimular para que no se diera cuenta, pero no sabía fingir. Era cristalina como el agua.

Desde entonces buscaban el momento para verse, para estar juntos. Él le hacía señas y tu madre se escabullía y desaparecía por momentos. Las jóvenes la encubrían porque sabían lo que pasaba…

Una fuerte voz resonó en la puerta de la cocina: —¡¡¡Mamááá!!! ¡¡¡Pero qué estás diciendo!!!

Todos volvieron la cabeza asustados porque no la habían oído llegar. Jamás había visto a su madre en ese estado. No sabría cómo describirlo. Por momentos temblaba, lloraba y se echaba las manos a la cabeza hasta que Marta se levantó para tranquilizarla. La abrazó con dulzura y le susurró suavemente al oído hasta que por fin pudo reaccionar.

La abuela había roto un secreto de años y ya más tranquila le pidió una explicación.

Marta le dijo que la abuela no había tenido la culpa y sacó los impresos que le había dejado esa mañana el abogado. Cuando los leyó, María se echó a llorar mirando a su hija, con una pena que rompía el alma y entonces Marta comprendió que ella era parte de ese secreto que por algún motivo habían guardado durante tantos años.

El abuelo terminó de poner la mesa y dijo con aspecto serio que nadie saldría de la cocina sin comer primero.

Cada uno comió lo que pudo y al terminar María llamó a Marta y ambas, cogidas por la cintura, se fueron al salón. Le dijo que no quiso hacerle daño y por eso nunca había hablado de ello, pero que ya había llegado el día tan temido por ella y tenía derecho a saber cuáles eran sus orígenes.

—Mamá ¿Quién era Lorenzo de Rivera?

—Marta, Lorenzo de Rivera era tu abuelo.

Marta no dijo nada y con la mirada la instó a contarle.

Me enamoré de él desde el primer momento que le vi en el tajo. Iba con su padre y con el encargado de la finca. Entonces, yo no sabía quién era, pues los dueños vivían en Madrid y la familia rara vez se dejaba ver por allí; solo iba el padre entre semana para ver cómo se realizaban los trabajos.

Era alto, moreno, robusto. ¡Con unos ojos verdes y una cara…. que hacían que te encariñaras en seguida! ¡Marta, parecía salido de una película! Preguntó por mí y supo dónde encontrarme. Llegó al bar donde solíamos ir las chicas y los chicos del pueblo. Era fácil de encontrar, allí solo había dos y una taberna.

Entró solo. Vestía pantalón de pana marrón, jersey de lana beige de cuello vuelto, cazadora de aviador forrada de borreguillo y una bufanda azul marino enrollada al cuello. ¡Esa noche hacía un frío que pelaba! Se dirigió donde yo estaba y, como si nos conociéramos de toda la vida, comenzó a hablar del frío, de cómo le gustaba el pueblo y que pensaba ir por allí más a menudo. Así nos conocimos ¡Sin presentaciones ni tonterías! Con la naturalidad propia de las zonas rurales: a quien llegaba nuevo lo integrábamos, lo acogíamos sin preguntar, como si formara parte de nuestro entorno. Los pueblos pequeños son muy acogedores y agradecidos con el forastero. ¡También tienen sus cosas! En esos lugares todos son bienvenidos.

Continuamos viéndonos todas las noches, primero con la pandilla, pero pronto nos fuimos separando y nuestros encuentros eran cada vez más frenéticos. Cuando estábamos juntos sentíamos una emoción tan especial que recorría toda nuestra piel.

Los tres días de lluvia dieron lugar a dos más sin poder ir al campo. La tierra estaba tan harta de agua que era imposible pisar por lo embarrado del terreno y porque las olivas estaban cargadas de agua.

Los días de sol subíamos a la cima de un pequeño cerro donde se divisaba toda la comarca. ¡Si ver amanecer era increíble, el atardecer en la loma era impresionante!

Nos juramos amor eterno, como nuestros ancestros, debajo de un olivo centenario situado en el centro de un montículo y desde lejos se veía un poco más separado de los demás. Si hubiera podido hablar hubiera dicho: ¡Aquí estoy después de tantos siglos y nadie podrá conmigo!

Así deseábamos que fuese nuestro amor: Fuerte, enérgico y que perdurara en el tiempo dando buen fruto.

La sensación que tuve en el paladar la primera vez que nos besamos debajo del viejo olivo fue de un sabor dulce y suave, pero a la vez amargo y picante cuando ese placer llegó hasta mi garganta. Y entonces fui consciente de que ambos estaríamos unidos a ese lugar por un hilo invisible que nunca se rompería.

Nos íbamos al impresionante cortijo de la finca en los momentos en los que no había nadie. Desde la planta de arriba las vistas eran sorprendentes.

Daba igual que lloviera o hiciera sol. Los colores del paisaje cambiaban paulatinamente del verde platino producido por los destellos del agua en las hojas cuando estaban cargadas, al verde intenso y radiante cuando el sol subía engalanado y fuerte, galopando por el horizonte.

Allí nos amamos por primera vez tu padre y yo, en una habitación preciosa, con un gran ventanal a través del cual veíamos cómo nos observaban aquellos olivos que ese día estaban tan contentos como nosotros y agitaban sus ramas al viento sacudiendo pequeñas gotas de lluvia entre las hojas. Y no muy lejos, sobre el cerro, se divisaba nuestro viejo árbol atisbando el horizonte como fiel guardián en su almena protegiendo nuestros pasos.

Pasaron casi tres meses. Quedamos en vernos ese fin de semana. Yo tenía algo que contarle. Estaba muy nerviosa, pero a la vez contenta. Quedamos debajo de nuestro árbol, pero la única que llegó fui yo. Allí me quedé, esperándole durante toda la tarde de un caluroso mes de junio. No se presentó y esa vez no me pude acurrucar contra su pecho sino en el hueco del tronco de mi olivo quien me resguardo del calor, me dio sombra y con sus hojas me hacía aire como si de un gran abanico se tratara.

Me fijé en sus ramas y vi que estaba en flor. Pronosticaba una buena cosecha. Recordé que tu padre me dijo que las flores eran fecundadas por el polen que había en el aire llegando a viajar cientos de kilómetros, incluso atravesando el mar y una vez polinizadas, los pétalos se desprendían empezando a formarse nuevas semillas. Me identifiqué con él: Los dos estábamos en la misma situación. Así que a mi viejo amigo le dije lo que tenía que haberle contado a tu padre. Lo sentía y noté que no estaba sola porque él árbol me escuchaba con toda la paciencia de quien ha visto pasar la vida durante siglos y ya no tenía prisa. Le abracé y me despedí de él llorando.

Pasados unos meses, en el mes de abril, volví de nuevo para ver a mi viejo y sabio amigo.

Me senté bajo sus ramas como la vez anterior. Me dejé llevar mirando el manto verde del paisaje, pero tu llanto me hizo volver al pie del árbol donde estábamos las dos sentadas. Le dije que igual que él yo también había dado fruto. Había dado a luz a la niña más bonita del mundo, con una cara color aceituna y unos grandes ojos verdes.

Ese mes nos trasladamos a esta ciudad. El abuelo entró a trabajar en la fábrica de coches. Me esforcé, aprobé las oposiciones y la abuela te cuidaba cuando yo estaba fuera. Hemos tenido una buena vida. Nunca volvimos al pueblo porque para nosotros era demasiado doloroso. En aquella época una madre soltera en un pueblo pequeño no estaba bien vista y los abuelos lo dejaron todo para que nosotras pudiéramos tener otras oportunidades. Marta, yo creo que todo ha salido bien. Hemos estado juntos los cuatro. Somos una familia sólida y nos queremos.

Supimos que tu padre murió en un accidente de coche el mismo sábado que habíamos quedado en vernos. Lo pasé muy mal, pero conseguí reponerme. Tú y los abuelos os encargasteis de devolverme la felicidad y jamás pensé en tener otra relación porque mi corazón ya lo tenía ocupado.

Ahora que ha muerto tu abuelo y eres dueña de esas tierras me doy cuenta que ese hilo invisible que nos ha mantenido unidos durante estos años a aquel lugar, sin saberlo, has sido tú.

De nuevo volveremos los cuatro a Jaén. Al lugar donde nacimos.

¡Te miro y veo a tu padre! ¡Contigo se quedó a mi lado para siempre! Tu cara morena y tus ojos verdes en todo momento me transportan a mi tierra y a aquellos días de amor entre olivos.

 

 

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