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175.- Dios entre nosotros

Daniela Alis Pérez

 

Normalmente tenían esta conversación durante la cena. Era algo recurrente, y casi ritual para ellos. Los últimos dos años habían demostrado sus respectivas creatividades sobre el tema, y las conclusiones eran similares en la visual de ambas partes. El problema de los dos era el mismo: la pereza de llenar cajas y moverse a otro lado era superlativa y paralizante.

Este día en particular, era la hora de almuerzo y, como de costumbre, cuando había apuro, preparaban pasta al pesto.

Darío pelaba y picaba los ajos. Ingrid separaba las hojas de albahaca una por una cuidadosamente. Era un trabajo sencillo. Las tareas habían estado distribuidas hacía cerca de diez años. Ingrid había aprendido a hacer el pesto por su padre, ni piñones ni maní, queso viejo, y tal como él le enseñó, ella rallaba las partes ásperas del queso, las que parecían ya desechables por el tiempo, y las añadía a la mezcla. Por alguna razón, Ingrid y Darío siempre tenían queso viejo en el refrigerador.

Ya estaba todo: la albahaca en hojas, los ajos picados, el queso maloliente, y una pizca de sal para la suerte.

—Alcánzame el aceite de oliva.

Darío buscó en el armario. Había un pomo vacío. Se lo muestra a Ingrid.

—¿Dónde están los otros, nenita?

—En la tienda, dónde hace una semana te pedí los buscaras.

—Hay aceite de girasol.

—Darío, malas palabras no. ¡No puedo creer que no hayas comprado el aceite de oliva! Coño, es que…

—Ingrid, relájate que no es el fin del mundo.

Ingrid cogió los ingredientes y los tiró al agua de los tallarines que ya se estaban cociendo. Le echó además una crema instantánea de tomate, un vaso de leche, nuez moscada, mantequilla y queso de cabra. Todo comenzó a desbordarse en la olla cuando el agua comenzó a bullir. Cuando Ingrid salió de la cocina como un bólido, Darío resignado le bajó el fuego al preparado histérico de su esposa.

Unos minutos después, Darío ha terminado de servir el temido plato frente a una Ingrid que toma vino algo desmedidamente. Él ha resuelto no provocarla más y se sienta frente a ella. Da una probada a la pasta.

—Te quedó buenísima.

—Tengo un amante.

—David. Lo sé.

—No, es otro. De David hacen años, Darío. ¡Por favor! Este se llama Emanuel.

—Dios entre nosotros.

—¿Eh?

—Emanuel. Significa Dios entre nosotros.

—Le asienta bien el nombre.

—¿Ah, sí?

—Al menos siempre tiene aceite de oliva.

—Extra virgen.

—Sí. Y bien caro.

—¿Y le echa piñones al pesto, o queso viejo como tú?

Ingrid aleja el plato frente a ella. Se termina la copa de vino, la llena nuevamente y se aleja de Darío. Él ha permanecido en calma. Continúa comiendo. Parece gustarle realmente la entrópica receta de su mujer.

—¿Sabes cuál es el problema, Darío? — Ingrid le habla alto desde el cuarto, mientras guarda algunas cosas en una maleta mediana.

—Lo mismo. ¿O hay algo nuevo?

—Lo mismo. Pero ya es muy aburrido, ¿no crees?

—Seguro.

—Quiero invertir mi tiempo en otra cosa. No discutiendo el por qué debemos separarnos todos los días a la hora de la cena. Me está cayendo mal lo poco que como.

—Pueden ser también tus pastillas, nenita, esas mezclas no son buenas.

—Ja. Seguro que tienes razón.

Ingrid se vuelve a sentar a la mesa. Come un poco frente a Darío, que casi ha terminado su plato.

—Tenías razón.

—Lo sé. Automedicarse siempre es malo.

—Está buena la pasta.

—Te lo dije.

—Te oí.

Ingrid comía frenéticamente. Como si estuviese compitiendo con su esposo. Y en medio de todo, terminó por dar el último bocado justo antes que él diera el suyo.

—Me voy.

—¿A dónde?

—Con mi amante.

—¿Con David?

—Con Emanuel.

—¿Unas vacaciones? ¿Y a dónde te lleva?

—A su casa. A vivir con él.

—Llega un punto en la vida de toda mujer en que se cansa del mismo aceite de oliva mediocre de todos sus pestos, ¿no es así?

—Anjá. Te puedes quedar con la casa. Si necesito algo, vendo la de la playa.

—Lo tienes todo muy organizado.

—Llevo planeándolo dos años.

— ¿Llevas dos años con David?

—Con Emanuel, sí. Con David duré solo uno. Yo soy más versátil con eso de los amantes, Darío. No como tú.

Darío se levanta, ha recogido ambos platos y los lleva a la cocina.

—¿Qué quiere decir eso?

—Que Valeria se te ha puesto hasta vieja. Recuerda usar la esponja suave para estos platos.

Darío levanta su mano derecha con la esponja de la que habla Ingrid. Continúa fregando los platos y la escucha con atención.

—¿No se supone que las amantes son un gustico que te das? Valeria no me llega a mí al calcañal. ¿O sí?

—Ninguna, nenita.

—Entonces, ¿cuál es el punto?

—Que todas, sin excepción, hablan menos que tú.

—No tendrán nada interesante que decir.

—Interesante o no, yo valoro mucho la tranquilidad.

Ingrid se va del comedor hacia el baño, busca en el botiquín algunos somníferos y calmantes, los mete en su cartera. Saca de un estuche sus maquillajes. Se empolva la cara.

—Entonces, este Emanuel, ¿a qué se dedica que puede comprar extra virgen?

Ingrid se está delineando los ojos con un pincel negro muy fino. Habla con voz enrarecida por la típica mueca que hacen las personas al maquillarse los ojos.

—Es artista.

—Artista como pantalones anchos y poca higiene, o artista que pinta, que actúa, que canta, que esculpe…

—Artista que pinta y escribe.

— ¿Y cómo es que tiene dinero?

—Que pedante eres. Tú tienes dinero para comprar lo que tú quieras, pero eres aburrido.

Darío se sienta sobre la meseta, saca una caja de cigarros de su bolsillo, enciende uno con un fósforo y fuma con calma.

—Emanuel es exitoso. No todos los artistas son muertos de hambre.

Darío habla para sí. —No todas las suegras son malas. Pero la mayoría. — Hace círculos con el humo.

—Dijiste algo, Darío.

—Sí. ¿Y en dónde puedo ver la obra de Emanuel?

—Busca en internet. Emanuel, con puntos entre cada letra, y detrás algo como Blood and Bones, Blood and Boss, algo así…

Darío ha buscado en internet lo que su esposa le indicó y hay varios videos con el título Blood and Boobs. Abre uno de ellos, y es el tal Emanuel desnudo, lleno de pintura roja o, según dice la descripción del video sobre el performance, sangre de cerdo, y él dibujando con ese líquido contornos de senos de distintos tamaños y formas. A Darío le resulta ridículo, y lo exterioriza con la leve elevación de su ceja derecha y la contracción de la izquierda, no obstante, parece en calma.

—Blood and Boobs.

—¿Qué?

—Se llama Sangre y Tetas. La pieza de Dios entre nosotros. — Apaga el cigarro en las gotas de agua del fregadero. — Tengo que confesar que me gustaba más David.

Ingrid se ha terminado de maquillar. Luce como una clásica femme fatale y sale a ponerse un vestido acorde a su maquillaje. Se suelta el pelo y lo alborota un poco. Coge su maleta y va hacia Darío.

—Muy bonita, Ingrid. Muy bonita. Emanuel no te merece.

—¿Qué coño te gustaba de David a ti?

—Me caía bien. Era simpático. Educado. Inteligente.

—¿Y cómo sabes que Emanuel no es todo eso? No lo conoces.

—Es verdad. Creo que deberías presentármelo.

—Sería la gota que rebase la copa, cuando yo tenga que presentarte a mis amantes para que tú los apruebes, Darío querido.

—Yo tengo derecho a saber quién se acuesta con mi esposa. No lo creo descabellado. Tú conoces bien a Valeria. Han sido amigas en otro tiempo.

—Y buena salió.

—Bueno, nenita, la culpa de que Valeria y yo nos enredáramos es más tuya que mía.

—No jodas. — Ingrid se acerca a Darío, busca la caja de cigarros en el bolsillo de su pantalón, saca uno lo enciende con la llama del fogón donde mismo antes había cocinado y fuma, observando bien a su esposo. — Y no éramos amigas nada. Solo nos conocíamos por mi primo.

—¿En serio no eres capaz de reconocerlo? Me la metiste por los ojos con tus celos.

—No te metí a nadie por los ojos. ¿Le gustabas o no?

—Sí. Yo le gustaba. No hay discusión. Y le gusto. Pero no me hubiese dado cuenta si tú no me lo hubieras dicho. Cuando te da por insistir…

—Ay, ya. Llevas cinco años con ella horita. Deberías acabar de decidirte.

—Bueno, puede que ahora que te vas con Sangre y Tetas la traiga a vivir conmigo.

—¿Aquí?

—¿Por qué no? Me dijiste que me quedara la casa, que tú la de la playa, tra la la, etcétera, etcétera, etcétera.

—Sí, haz lo que te dé la gana.

—No te ofendas, nenita. Si estoy complaciéndote.

—No te hagas la víctima, que hace rato que esta historia nuestra no tiene sentido. Te estoy regalando el primer paso.

—Creo que te apresuras. Debo conocer al tal Emanuel. ¿O te piensas divorciar de mí? ¿Es eso?

Ingrid fuma, y atiende a cada gesto y pulsación en la cara de Darío. Darío enciende un segundo cigarro, y atiende a cada gesto y pulsación en la cara de Ingrid.

—Todavía no. Pero tienes razón.

—El pesto no lleva queso viejo sino piñones.

—Y aceite extra virgen, tacaño. — Ingrid disfruta de la bocanada de humo. — Debes conocerlo. A Emanuel. Valoro tu opinión. Y mal que bien, tú me conoces hace diez años.

—Once, mañana.

Ingrid busca su teléfono. Ve la fecha. Es 19 de noviembre.

—¿No me digas que no te acordabas? Me partes el corazón.

Ingrid se apresura a abrazarlo. Lucen como dos adolescentes al inicio de sus romances.

—Discúlpame mucho, muchísimo. No sé dónde tengo la cabeza.

—En la sangre y las tetas.

Ingrid mira su reloj.

—¿Qué te parece si pospongo mi mudanza hasta después de nuestro aniversario? Podemos celebrarlo de alguna manera. No sé…

Ambos quedan pensativos. Disfrutan el cariño que están compartiendo y recibiendo del otro. Darío se incorpora un poco y busca la atención de Ingrid con un beso en la frente.

—Tengo una idea. Y así matamos dos pájaros de un tiro.

Ingrid se aleja un poco de Darío, entusiasmada. —¿Qué? — Se sienta sobre la meseta, y se va despojando de los tacones que se había puesto, se quita el vestido, queda en ropa interior, y se desmaquilla mientras escucha a su esposo.

—Mañana hacemos un almuerzo tarde, invitamos a Emanuel, y así lo conozco y te doy mi opinión.

—¿En serio? — Apaga el cigarro sobre la meseta a su lado y ahí lo deja. — Es que… Ay, no sé. Me daría un poco de vergüenza. — Se le ocurre algo. —Invita a Valeria. ¡Sí! Me sentiré menos culpable. Podemos tener una tarde tranquila, y como ella es tan silenciosa, puedes interrogar a mi Emanuel todo lo que quieras. Está muy bueno, y es un artista entregado, pero no es muy inteligente, la verdad. Ah, eso sí, no se calla.

—¿Cómo es eso posible?

—¿Qué?

—Si él no se calla y no te callas tú, entonces…

—Cada cual habla sin que el otro escuche a totalidad. Es divertido y hay poca posibilidad de conflictos.

Ingrid y Darío se abrazan de nuevo. Ingrid se separa de golpe.

—¿Y qué hacemos de comer?

—Pasta al pesto. La última.

—Entonces tienes que ir a buscar el aceite de oliva.

—Nada de eso. Le dices a tu artista que, en vez de vino, nos traiga su extra virgen, y será su acto divino en nuestra mesa.

—Malo.

—Mala tú.

—Increíble, nenita. Once años ya.

—Sí. Creo que me voy a quedar aquí un tiempito más.

 

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