179.- La aceituna de Ava Gardner
Abducido por el duende de la noche y envuelto por la materia oscura, con nocturnidad y alevosía, por la calle de la Luna transito y me adentro en la calle Desengaño en pleno centro de Madrid, en la hora de las brujas; más que nadie se preste a engaño, pues aunque es calle de lujuria y parece un callejón, fue también calle de insigne poeta cubano, José era su nombre y de apellido Martí. Llego a la calle Valverde, enfrente La Telefónica, giro a la derecha y desemboco en la Gran Vía, arteria cosmopolita y cruce de etnias y orgullo de la capital; me confundo con la desinhibida caterva entre risas y jolgorio y los efectos del alcohol, unos tiran para Callao, otros hacia la antigua red de San Luis, y un hormigueo discurre por las calles aledañas; todos ellos llevan el estigma del sábado noche y a él se encomiendan, lo que cuenta es el momento, déjate de metafísica, viva la física diversión; este pulso se lo gana el diablo al arcángel San Miguel. La contaminación lumínica acabó con las estrellas, secuestradas por los faros y farolas y las luces de neón. Las calles son pasarelas de pintoresco desfile y modelos variopintos, desde cuerpos que dan vértigo, el mismo que precipita al vacío de las aceras a vagabundos sin techo, hasta funambulistas del mal vivir: zombis y camellos, proxenetas y sus putas, dandis de medio pelo, oportunistas que acechan en cualquier esquina el pecado. Aquí todas las noches son carnaval, no hay que esperar a febrero; voluptuosa Gran Vía, escuela donde prima el deseo y no caben Aristóteles ni Platón.
Enfilo una de aquellas calles, tapizada de grafitis y vomitonas que esquivo a mi paso, sigo andando y al poco llama mi atención un letrero luminoso en el que puede leerse “La aceituna de Ava Gardner”, y me decido a entrar en el garito. Iluminado a media luz el local no es ni grande ni pequeño, y un ostentoso retrato en blanco y negro de Ava Gardner resalta en la fachada frontal detrás de la barra; en él, la diva aparece sensual y sonriente a punto de llevarse a los labios una aceituna de un martini, apoyada en la misma barra frente a la que me encuentro.
– ¿Qué va a ser? – me interpela el barman.
– Lo mismo que ella – le respondo mirando fijamente a la foto.
El camarero se vuelve hacia el retrato.
– ¡Ah!, es Ava Gardner, allá por los años cincuenta, cuando vivió en Madrid. Esa foto se la hizo mi abuelo, justamente aquí donde ahora nos hallamos usted y yo; vino por aquí más de una vez en una de sus muchas noches locas y ahí está tomando un martini.
– Póngame lo mismo que a ella – le dije con resolución, mientras miraba a Afrodita a los ojos.
De fondo sonaba música de jazz, en la barra solo estaba yo y una pareja que acarameladamente conversaban y se hacían arrumacos en una de las esquinas; había ocho o diez mesas y ocupado más o menos la mitad del aforo por otros tantos noctámbulos. El camarero me sirvió el martini con unas patatas y unas apetitosas aceitunas – u olivas, como las denominó el barman –. Miré el reloj, la una de la madrugada, y apoyado en la barra saboreé un trago lentamente, de la que escudriñaba el retrato; el cansancio empezaba a hacer mella en mí, cogí una aceituna, estaba rica y carnosa – ¿habrá alguien a quien no le gusten? pensé, mientras repasaba mentalmente la inmensidad de los olivares de Úbeda y Baeza y la majestuosidad de sus serranías, que conocí con ocasión de un viaje con el instituto por tierras andaluzas – y la comparé con la que, ensartada en un palillo, se llevaba la actriz a la boca. Los ojos se me cerraban, una cabezada sucedía a la otra, amodorrado por el clima agradable del local, la melosa música de fondo y la ingesta de alcohol que ya soportaba mi cuerpo.
Cuál no sería mi asombro cuando la mismísima Ava Gardner se sienta a mi lado en la barra.
– ¿Me invitas a una copa, guapo? – me susurró en espanglish.
Anonadado, no dando crédito al momento y obnubilado por el animal más bello del mundo – puedo asegurar que es mucho más hermosa en persona que como aparece en sus películas – me eché mano al bolsillo para comprobar el dinero de que disponía y vi que todavía tenía un billete de quinientas pesetas.
– ¿Qué tomas? – le dije embelesado.
– Un martini – respondió.
– Señorita, ¿no le importa si le hago una foto? – le preguntó el barman señalando con su dedo índice una cámara de fotos con flash incorporado que sujetaba en su mano.
– Okey – respondió sonriente, mientras sacaba la aceituna de su martini y se la llevaba a la boca.
Me dijo acto seguido que le encantaban las aceitunas españolas, las mejores que había probado, y las ensaladas regadas con aceite de oliva, que el olivo había sido considerado por todas las culturas como árbol sagrado y símbolo de sabiduría y vida por su longevidad; me habló de la paloma de Picasso con su ramito de olivo y de que hasta en el emblema de la ONU aparecen dos ramas de dicho árbol. Me llamó la atención su conocimiento al respecto. Nos hacíamos entender entre mi inglés del colegio y su poco español, seguimos charlando largo tiempo, la noche era joven, y una química especial nos iba envolviendo a los dos. Era dicharachera, simpática y espontánea y había dejado en un pedestal su estatus de estrella, yo la observaba con deleite, la estudiaba, era bonita hasta decir basta, la más bella de las diosas del Olimpo y yo el más simple de los mortales, y la adoraba. Me percaté que era la envidia de los que me rodeaban, firmó un par de autógrafos en un momento mientras hablábamos; vueltos el uno al otro en nuestros taburetes, apoyaba su mano sobre mi rodilla y no paraba de sonreír, y estaba conmigo, un tipo normal, que no era actor, un magnate ni mucho menos un torero. Terminó su martini y me dijo “Vámonos a Chicote, esta vez invito yo”.
Se despidió del barman y de los que a su paso la miraban y salimos. Colgada de mi brazo y reposando a veces su cabeza en mi hombro, enfilábamos la Gran Vía rumbo a la coctelería más famosa de Madrid, la noche era agradable y yo estaba en una nube: era el protagonista de la película y mi partener, Ava Gardner. Pasamos junto al monumental templete de la estación de Metro de Gran Vía, de Antonio Palacios; anduvimos un poco más y perfilamos el local de Perico Chicote. Accedimos al mismo y vimos de pie, de impecable traje, charlando con unos clientes, al famoso barman; éste al ver a la diosa de la noche, disculpándose con sus contertulios, extendiendo los brazos, se acercó a Ava Gardner y entrañablemente le dio sendos besos en las mejillas, acto seguido me estrechó la mano. Parecía imposible, pero allí estaba yo junto a la condesa descalza, la Kitty Collins de Forajidos, la protagonista de Mogambo, disputándose con Grace Kelly el amor de Clark Gable, y de tantas y tantas películas vividas por mí en la penumbra de la fábrica de sueños.
Chicote nos acompañó hasta la barra, en los anaqueles de la pared un ejército de relucientes botellas se exhibe sin pudor, rindiendo homenaje a mil licores distintos.
– ¿Qué queréis tomar, algún preparado especial? – preguntó Chicote.
– Dos daiquiris, se apresuró a decir la Gardner.
Daiquiris, cuántas veces lo habría escuchado en el cine, de rimbombante nombre, bebida reservada para las estrellas del celuloide, nunca supe de qué iba y ya, sin embargo, desde entonces, eterno e inolvidable su sabor a ron con limón.
Chicote permanecía a nuestro lado pendiente de que estuviésemos lo más a gusto posible y que no nos faltase de nada; ella seguía siendo objeto de todas las miradas. No habría transcurrido más de un cuarto de hora, cuando nuestro maestro de ceremonias con una exclamación y una sonrisa en los labios, alzando los brazos, se dirige a la entrada; habían coincidido por caprichos del azar y hacían acto de presencia Orson Welles y Ernst Hemingway que, con paso decidido, venían hacia nosotros.
– Hello, Papi; hello, master – se dirigió Ava Gardner a Hemingway y Welles, respectivamente, a la par que la besaban en la mejilla.
Yo permanecía a un lado, casi a escondidas sin atreverme a respirar, pero ella, atentamente, estiró de mí del brazo y me presentó como un amigo; solo faltaba la diosa de la sabiduría, Minerva, para que estuviese completa la reunión. Hablaban rápido y apenas me enteraba de lo que decían, su conversación era jovial y distendida, Welles se entretenía haciendo volutas con un ciclópeo puro y Hemingway saboreaba un Papa Doble enlazando copa tras copa sin solución de continuidad; la humanidad de ambos era enorme y me sacaban una cabeza, a su lado yo era diminuto y no solo en estatura. La noche transcurría bañada de glamour y de exóticos cócteles, a sugerencia gentil de Perico Chicote.
En un momento dado sonó el teléfono, y un camarero atendió la llamada, pasando acto seguido el aparato a Chicote mientras le susurraba algo al oído.
– ¿Dígame? ¡Oh, yes, hello! How are you, a moment, please. Es para ti, Ava, Sinatra, tu marido – le dijo a la actriz pasándole el auricular.
– Mmm – suspiró ella, cogiendo el teléfono y empezando a hablar con voz meliflua y subiendo el tono a medida que avanzaba la conversación. Estuvo colgada del aparato durante varios minutos. Sinatra, en uno de sus ataques de celos de su tórrida relación, se había desplazado desde Estados Unidos a Madrid para controlarla.
– Era Frank, mi marido – comentó ella dirigiéndose a Hemingway y Welles y también a mí –. Me tengo que ir, me espera.
– Para, pedimos un taxi y te acercamos – se ofrecieron los dos ilustres.
Chicote cogió el abrigo de la estrella y la ayudó a ponérselo; ella le pidió a Hemigway que le dejase su pluma, tomó un ejemplar del periódico ABC que había en una esquina de la barra, rasgó el extremo superior de una de sus páginas y anotó algo en ella, se acercó a mí, me rodeó del cuello con sus brazos y me dio un cálido beso en los labios.
– Toma, mi número – me dijo con mirada sugerente y una sonrisa en su boca, entregándome el pedazo de papel en el que figuraba su número de teléfono.
Salieron los tres: la diosa y los genios, ante la expectación de todos los allí presentes.
Me quedé apurando el sabor de sus labios y lo que me restaba de copa y me fui.
A la mañana siguiente me desperté en el sofá de mi casa, vestido, ni siquiera me había quitado la ropa, con resaca y un enorme dolor de cabeza. Me eché mano al bolsillo y vi la nota con el número de teléfono, marqué el mismo y al otro lado de la línea una voz de disco, enlatada, me indicó: “Su llamada no puede completarse, por favor, verifique el número e intente llamar de nuevo”. Hice un nuevo intento con el mismo resultado, cogí el papel con el número y en el reverso, arriba, vi que figuraba una fecha: septiembre de 1956. Me guardé el papel de nuevo en el bolsillo y me apoyé en el respaldo del sofá, la resaca continuaba ahí y era incapaz de discernir la realidad de la ficción. Puse la televisión y vi que anunciaban que esa noche en la “2” televisaban “La condesa descalza”. Me tumbé otra vez, intenté dormir, pero no pude.