181.- La Corte de los Espíritus
Todo el mundo en el pueblo sabía que el viejo castillo de los duques de Alger estaba encantado. Se erguía, altivo y amenazante, en lo más alto de la colina, dominando toda la vega como un fiero guardián invencible, ajeno a la fuerza del viento y de los siglos. Con el tiempo, la hiedra se había ido enredando en sus atarazanas y la maleza y el musgo se habían abierto camino a través de su verja de acceso. Pero la fortaleza resistía, imbatible, sin ceder un ápice de su antigua grandeza.
Todos habían visto las luces que se encendían en la noche, a pesar de que hacía siglos que ya nadie lo habitaba y también todos habían escuchado las campanas de su iglesia sonando al amanecer, con un tañido tan funesto que solo podía ser augurio de terribles presagios. Muchos juraban haber visto con sus propios ojos a los siniestros guardianes, jinetes embozados, tan aterradores que, sin duda, debían de proceder de los confines más profundos del mismísimo infierno. Los más viejos del lugar aseguraban que en las noches de luna llena, si te adentrabas lo suficiente, podías escuchar los ecos de una música lejana, tan hipnótica que tenías que hacer acopio de toda tu voluntad para romper la fuerza de su hechizo.
Y, sin embargo, ningún lugar resultaba tan aterrador en el Castillo de Alger como su pequeño cementerio. Se situaba anexo a la iglesia, delimitado por bellísimos arcos ojivales, que formaban un círculo perfecto. Justo en su centro, se alzaba un olivo centenario y a su alrededor, en diferentes hileras, se disponían los sepulcros de los miembros de la familia que habían sido enterrados allí, generación tras generación. En el vano entre los arcos se repetía una y otra vez el escudo de armas de la familia: una corona ducal sobre un blasón en el que destacaba un dragón enroscado en un olivo.
El pequeño cementerio era tan hermoso como inquietante. La lluvia y el viento habían ido dejando su huella en las esculturas yacentes que representaban a sus ocupantes, pero aún eran perfectamente reconocibles: fieros guerreros que habían luchado en las Cruzadas, allá en Tierra Santa, severos obispos de la Iglesia, elegantes damas de la corte, ataviadas con sus mejores galas…
Pero ninguna de las estatuas de piedra podía rivalizar con la serena majestuosidad de aquel olivo. El árbol parecía retorcerse como un viejo monstruo a punto de despertar de un profundo letargo, extendiendo sus ramas hacia las estrellas y el infinito. Tan antiguo como el propio castillo, se contaba que el primer duque lo había traído consigo de allende los mares y que había sido la fuente de su inmensa fortuna. Una leyenda aseguraba que se trataba un árbol mágico, con el poder de conceder el más ansiado de los deseos, si se le rogaba al amanecer, tras haber pasado una noche en el castillo, aunque otra afirmaba que era un olivo maldito, capaz de fulminar en el acto a quien osara profanarlo.
Pero aun así, infinita es la fuerza de quien lo ha perdido todo, excepto la esperanza.
Y a Graciela, bien lo sabía ella, nada le quedaba ya, excepto una sombra, lejana, difusa y casi inexistente, de esperanza. Era todo cuanto tenía y a ella se aferró aquella noche, mientras salía del calor de su hogar para enfrentarse al frío viento que soplaba desde el norte. Envuelta en su mejor toquilla y con la única ayuda de su bastón, la anciana comenzó a caminar, segura de que no habría de encontrarse con nadie que pudiera disuadirla de su propósito. Solo la luz de un humilde farol iluminaba su camino en aquella noche sin luna.
Sentía a cada paso el dolor de sus rodillas y tenía que pararse cada pocos minutos para recobrar el aliento. Cuando por fin llegó a su destino, la fortaleza le pareció una gran mole de piedra a punto de engullirla. Se vio a sí misma proyectada en una sombra, una figura oscura y pequeña, encorvada sobre su frágil bastón y no pudo evitar suspirar. Por primera vez desde que salió de la casa, se atrevió a recordarse que aún estaba a tiempo de regresar, de volver a la seguridad de su hogar. Nadie la había visto partir y, por lo tanto, nadie sabría nada de su derrota.
–No —se dijo a sí misma—. Ya no hay marcha atrás. Nada peor de lo que me espera puede ocurrirme esta noche aquí. Seré fuerte.
Fue entonces cuando los vio, franqueando las puertas del castillo. Eran cuatro. Figuras poderosas surgidas de la nada a lomos de unos caballos negros, tan poderosos que no podían ser de este mundo. Los ojos de los caballos eran llamas encendidas, que le recordaron al fuego del infierno, pero las miradas de los jinetes eran profundas y azules, como un inmenso lago en calma. Graciela sintió cómo se le helaba la sangre, de puro terror. Bastaría un solo movimiento de cualquiera de aquellos animales para destrozarla allí mismo, sin poder hacer su petición al árbol de los Argel. Todas sus esperanzas terminarían allí, hechas añicos, junto a su cuerpecillo, hecho añicos también.
No podía permitirlo, no podía conformarse. Haciendo acopio de todo su valor, se obligó a mantener la vista fija en los jinetes y dio un paso hacia ellos. Ellos no se movieron, pero la anciana sintió cómo sus miradas azules se clavaban en la suya.
Justo entonces, el viento del norte, que la había acompañado durante todo su camino, comenzó a ulular con mucha más fuerza, agitando las ramas de los árboles del bosque cercano.
–¡Vete! —parecían susurrarle el viento y las hojas en aquel lenguaje secreto—. Aún estás a tiempo. ¡Huye!
Pero ella se aferró a su bastón una vez más, cerró los ojos con fuerza para protegerlos y dio un paso más, tan pequeño que estaba segura de que los jinetes ni siquiera lo habrían percibido. Al abrirlos de nuevo, temiendo enfrentarse a la furia de aquellas criaturas, comprobó, sorprendida, que habían desaparecido sin dejar rastro, como si nunca hubieran estado allí.
Graciela tuvo que sentarse en el frío suelo, de la impresión. ¿Cómo era posible, dónde habían ido los jinetes? ¿Era posible que lo hubiera imaginado, que nunca hubieran estado realmente allí? Sacudiendo aquellos pensamientos de su mente, se puso de nuevo en pie, dispuesta a continuar con su propósito. Paso a paso, llegó ante las inmensas puertas del castillo que, en otro tiempo, habían estado protegidas por un formidable puente levadizo pero que, desde hacía siglos, siempre estaban abiertas.
Con sus pasitos pequeños, recuperando su postura encorvada, Graciela fue cruzando el umbral, más maravillada por lo que veían sus ojos que atenta a una posible amenaza. Los muros que franqueaban el acceso eran altísimos e inmensos, mucho más altos que los contrafuertes de la iglesia del pueblo y que cualquier otra construcción que ella hubiera visto hasta entonces. Cuando por fin dejó atrás la entrada, el viento dejó de silbar de repente y un silencio profundo y pesado cayó sobre ella.
La anciana alzó su farol para intentar orientarse. La luz se derramó sobre una gran estancia que en otro tiempo había sido magnífica, pero que ahora dormía convertida en polvo y ruinas. Apartó con dificultad las telarañas de la entrada y alzó su mirada hacia la inmensa escalinata central, custodiada por dos bellos dragones de mármol en sus extremos. Colgando del techo, una enorme araña de cristal de varios pisos se balanceaba de manera casi imperceptible. Graciela levantó su farol hacia ella y la luz se reflejó en los diminutos cristales de roca, arrancándole una constelación de luces de colores que se volcó sobre el techo y las paredes.
Como si aquello hubiera sido la señal para que un extraño conjuro obrara su magia, todo a su alrededor comenzó a transformarse, ante los ojos atónitos de la anciana. La gran lámpara se iluminó inundando de luz el gran salón, ahora convertido en la sala más elegante que Graciela había visto jamás. Unos bellísimos paneles de madera tallada se elevaban hacia los altos techos, los dragones de la escalera eran del mármol más brillante y pulido que cualquiera pudiera imaginar y ya no había polvo, telarañas ni humedad, solo lujo y esplendor. En uno de los laterales, una enorme chimenea, sostenida por atlantes de piedra, prendió de repente un fuego alegre y acogedor y justo entonces comenzó la música.
Al principio, Graciela dudó de sí misma. Sin duda, sus cansados ojos de bordadora debían de estar engañándola. ¿De dónde había salido toda aquella grandeza? Pero mientras se preguntaba esto, se encontró sentada junto al fuego, en un enorme sillón de terciopelo azul.
Mientras se arrellanaba para descansar sus doloridos huesos, un elegante criado se acercó hacia ella con una enorme bandeja, que dejó colocada sobre una mesita, justo cuando una joven doncella se le acercaba para servirle un vino delicioso.
—Pero, ¿quiénes son estas personas tan elegantes? —se preguntó, maravillada por tanta amabilidad y por el olor a panecillos recién hechos y a faisanes en salsa de castañas.
Oh, pero la música… La música seguía sonando, ahora allí mismo, a su lado. Era un cuarteto de cuerdas el que tocaba. Los músicos, vestidos con levitas bordadas en seda y oro y brillantes zapatos de charol con hebillas de plata, le sonreían mientras ella se dejaba arrullar por aquella melodía llena de amor, de vida, de fuerza. A veces sonaba con un ritmo frenético, que hacía que su corazón latiera más deprisa, otras se suavizaba y era tan delicada y sutil que casi parecía que iba a desaparecer por completo, para luego volver a resurgir con toda su fiereza.
Pronto el sueño comenzó a vencerla. El vino, el calor del fuego, la música… Todo aquello la había hecho entrar en un estado se sopor tan agradable como no recordaba haber disfrutado en muchos años. Podría quedarse allí para siempre. Sí, solo tenía que cerrar los ojos un momento para dormir y entonces ya no habría más dolor ni más miedo. Todo estaría bien.
—Pero no lo está —le susurró una voz conocida, desde algún lugar recóndito de su alma.
Dando un salto, Graciela se incorporó de golpe, como si alguien hubiera accionado un resorte en su diminuto cuerpecillo. Y entonces, de repente, el hechizo se rompió. El fuego y las luces se apagaron, cesó la música, desapareció la orquesta y todo volvió a ser frío y oscuridad. De nuevo, la única luz de la estancia procedía de su viejo farol.
¿Por qué se había desvanecido todo en la nada? Aún sentía el calor del vino en su cuerpo y sus huesos menos doloridos por el agradable descanso. Pero la melodía iba desapareciendo cada segundo de su memoria, hasta tal punto que ya casi no podía recordarla, por mucho que intentaba retenerla, como cuando intentas atrapar arena en un puño, pero la vas perdiendo poco a poco.
Una vez más aquella noche, la anciana decidió sacudir de su mente aquellas dudas y continuar adelante en su camino. Debía buscar la iglesia y el cementerio. Las horas iban pasando y la luz de su farol casi se había extinguido, así que se obligó a apresurarse.
Cuando por fin encontró el templo, la luz de su farol se extinguió por completo. La anciana se adentró en la oscuridad y tomó asiento en uno de los bancos tapizados de terciopelo, pero cubiertos del polvo de años y años. Olía a cerrado y, de alguna forma, a incienso y a humo de velas, como si en aquellos muros se hubieran quedado atrapados los instantes vividos por los Alger en horas de misas y plegarias. Hacía frío, un frío húmedo e intenso, que le calaba los huesos y del que su toquilla no lograba protegerla. Pensó en dormir y dejar que la luz del alba la despertara, pues hasta entonces no podría hacer su petición al viejo olivo.
Pero enseguida descartó la idea: si la leyenda de la maldición era cierta, aquellas podrían ser sus últimas horas de vida y no quería desperdiciarlas durmiendo. En su lugar, se confortó a sí misma, como lo hacía cada vez que la soledad le pesaba demasiado. Cerró los ojos y vio a sus padres, dejándose arrullar por aquellos primeros recuerdos de infancia. Y luego pensó en él: Martín. Su marido. El amor de su vida. El hombre a cuyo lado había sido inmensamente feliz, hasta que la muerte había acabado arrebatándoselo tantos años atrás.
Con aquello vino el recuerdo del dolor de su pérdida, un dolor inmenso, insoportable, como jamás había pensado que podría existir y con el que, aún no sabía cómo, se había acostumbrado a vivir todos aquellos años de soledad, fingiendo una entereza que no poseía, refugiándose en su trabajo de bordadora, en crear belleza con sus manos, mientras sus ojos se iban apagando poco a poco.
Sus lágrimas se escaparon rodando por sus mejillas, pensando en una vida diferente, si las cosas hubieran sido también diferentes. Si Martín hubiera permanecido a su lado, si hubieran venido los niños, si no se hubiera quedado sola… Luego el llanto vino, fuerte y liberador, sacudiendo sus hombros, mientras se cubría la cara con sus manos ya arrugadas. Martín. Cuánto lo echaba de menos. Si tan solo estuviera allí con ella, si hubieran podido envejecer juntos…
Graciela continuó llorando, desesperada, sintiéndose incapaz de continuar. Su vida había sido dura, había sufrido tanto… ¿Por qué arriesgarse a morir ahora cuando podía apurar su tiempo, aunque solo fuera unos días más? El frío era entonces más intenso que nunca y la oscuridad era total, tan terrible que tuvo que aferrarse al banco para evitar la sensación de estar cayendo al vacío. Quiso marcharse, pero recordó su propósito y se aferró a él una vez más, rezando porque el tiempo pasara más deprisa.
Cuando pensaba que ya no podría aguantar ni un segundo más allí, una luz azulada comenzó a filtrarse a través de las vidrieras de colores: amanecía. Secándose las lágrimas, la anciana se puso en pie y caminó con trabajo, apoyándose en su viejo bastón.
Ante ella se extendía, por fin, el bello cementerio, resguardado por el claustro de arcos, con el gran olivo en el centro. Los viejos sepulcros parecían emerger de la nada, envueltos en hiedra y bruma. Una brisa suave agitaba las ramas del olivo y sus hojas parecían susurrar una canción ancestral, olvidada tiempo atrás.
Pero, de repente, los espíritus de los yacentes comenzaron a levantarse de los sepulcros en los que descansaban, como si despertaran de un sueño profundo. Al principio eran simples sombras, tan tenues que Graciela ni siquiera pudo verlas. Pero, poco a poco, las sombras fueron tomando forma, color, cuerpo… Hasta que, en segundos, ante los ojos de la anciana, surgió una corte espectral de guerreros, damas y obispos, cuyos suaves movimientos se confundían con la brisa y la luz del amanecer. Y era aquel un espectáculo en verdad hermoso, aunque inquietante.
Cuando las miradas de los Alger se posaron en ella no sintió miedo, ni tampoco cuando le hablaron sin palabras, con una voz inaudible, pero atronadora.
—Graciela —le dijo una elegante dama, cuyo rostro se adivinaba muy bello tras el velo de su alto tocado—. Esta noche has sido muy valiente. Pocos hombres superan las pruebas de las que tú has salido airosa: el miedo, la tentación y la tristeza. Como recompensa, puedes pedir un deseo al olivo, él te lo concederá.
Graciela dio unos pasos, adentrándose en el círculo. Los espíritus parecieron aceptarla con agrado.
—Solo quiero —respondió, sin dudar— que la nieta de mi amiga Fabiola se cure. Solo tiene dos añitos, pero el médico ha dicho que no llegará al mes que viene. Deseo que viva, es tan pequeña, no es justo que la muerte se la lleve aún…
Sorprendidos, los espíritus se miraron entre ellos y el árbol se agitó con suavidad.
—El olivo concederá tu deseo —acabó diciendo la dama tras una breve deliberación. Y añadió:— Pero un valor excepcional merece una recompensa excepcional. Pide un segundo deseo, uno que sea para ti. El olivo también lo concederá. —Mientras los espíritus murmuraban entre ellos, en señal de aprobación, Graciela quiso llorar de agradecimiento.
—¿Qué debo hacer? —preguntó, con una sonrisa de niña en su rostro arrugado.
—Pide tu deseo y da tres vueltas alrededor del olivo, rozando la corteza de su tronco con tus dedos. Al finalizar la tercera vuelta, tu deseo será concedido.
Graciela hizo como le indicaban, adentrándose en el círculo, al tiempo que los espíritus le marcaban el camino con una respetuosa reverencia a su paso. Cuando por fin llegó hasta el gran árbol, pudo sentir su fuerza y bondad. Rozó con sus dedos la rugosa superficie del tronco, y comenzó a caminar, bajo la atenta mirada de la corte de los espíritus. No pasó nada en la primera vuelta, pero mientras se iba adentrando en la segunda, todo a su alrededor empezó a desaparecer, la iglesia, los sepulcros, los Alger… Ya solo estaban ella y el olivo; y aquella niebla, que se iba haciendo cada vez más densa y profunda.
Cuando finalizó la tercera vuelta también el árbol desapareció. Ahora estaba ella sola, perdida en la bruma. Graciela extendió las manos ante ella para intentar orientarse y se sorprendió al comprobar que aquellas ya no eran las manos de una anciana, ajadas y cubiertas de arrugas, sino las de una mujer joven, que apenas ha comenzado a vivir. No sentía ningún dolor y su figura ya no estaba encorvada, ni era frágil ni desvalida.
Dio un paso más y entonces otras manos sujetaron las suyas, unas manos suaves y cálidas que habría reconocido una y otra vez, en cualquier lugar y en cualquier tiempo. Mientras la niebla se disipaba y ella se fundía en aquellos ojos y aquella sonrisa que habían sido su vida entera, Graciela supo que nunca más estaría sola.