
185.- Como siempre
Como siempre, Álvaro llegaba tarde. Otra mañana más e iban… La cuadrilla, como siempre, le esperaba a las puertas de la gasolinera aún cerrada porque no eran horas ni para tomar café. Dentro del Land Rover, Paco, Luis y el impaciente de Juan miraban a través de la ventanilla medio bajada buscando el resplandor del foco de la bicicleta de Álvaro. Aquella como la que todos tuvimos de pequeños, con su dinamo anclada sobre el lateral de la rueda delantera para que con su movimiento este se convirtiese en luz. Dentro del Land Rover huele como huele el molino desde noviembre a marzo, a jámila, a aceite prensado, a aceitunas pisadas, a mantones ensuciados por el barro mezclado con el hollejo de las aceitunas pisoteadas el día anterior. Los tocas y desprenden grasa y un olor especial que te impregna las fosas nasales y que te acompañará durante todo el día de aceituna. Entre barro medio seco, espuertas, mantones y varas, ahora de PVC, antaño de buena madera, apenas si va a quedar hueco para que Álvaro meta su barja. Esta se situará en el suelo, entre las botas de Paco y de Luis, roídas por el roce de tantos y tantos padrones subidos y bajados tirando del mantón. Delante, en el Land Rover, como siempre, el impaciente Juan no deja que nadie se monte a su lado porque dice que su barja es lo suficientemente grande como para que vaya por los suelos y termine llena de pizcas de barro seco de sepa usted qué finca.
Apenas son las 7 de la mañana y por lo alto de la calle se atisba, como siempre, la lucecita del faro de la bici de Álvaro que baja a toda pastilla porque a esa hora no solo le esperan los compañeros de cuadrilla sino que nadie, en el pueblo, a esas horas, se levanta para ir a la aceituna. Son más señoritos, como le gusta decir a Paco y aquí nadie va al tajo antes de las 8.
Son ya siete los días seguidos que la cuadrilla espera a Álvaro a que baje en su BH. Como siempre, llega y la abrocha con su vieja cadena y candado a la ventana de atrás de la gasolinera. Total, nadie ha querido durante una semana llevarse semejante trasto por lo que tampoco hoy habrá motivo para ello.
– Vamos, hombre, que no tenemos todo el día – le espetó Juan con media cabeza sacada de la ventanilla.
Álvaro era un joven que no llegaba a los 25 años. Callado e inquieto. De pelo más bien claro y ojos parecidos. De manos y pies grandes. Este año no le había quedado más remedio que buscarse tajo en la aceituna. Sus estudios terminaron de forma traumática y sin nada a la vista no le había quedado más remedio que buscarse la vida en lo primero que había en el pueblo. Gracias a un amigo encontró a Juan, que a regañadientes decidió darle una oportunidad y un hueco en su Land Rover, pero claro, que no fuera en el asiento delantero. Ese estaba ocupado y bien ocupado por su barja de esparto con correas de cuero, tan desgastadas por el tiempo y por los años de aceituna como el propio Juan.
Paco abrió el portón trasero del Land Rover para que Álvaro entrase, como siempre, de un salto. Dejó su pequeña bolsa de comida entre mantones. Sus pies buscaron acomodo entre las espuertas y el manojo de cuerdas que Luis siempre echaba “por si acaso”.
Era el séptimo día que Álvaro llegaba impuntual a la cita prevista. Lo que en los dos primeros días no pasó de una sonrisa y cuatro palabras de Luis, lo de hoy ya barruntaba a bronca. Luis arrancó de mala gana el Land Rover, a trompicones, como si estuviese contrariado por la séptima falta de puntualidad. Mientras, en la parte de atrás ni Paco ni Luis parecían que tenían hoy ganas de echarle un capote al joven. Cabizbajos inconscientemente decidieron que hoy no era el día para favores. El silencio empezó a ser incómodo. Demasiado para un joven que ya no sabía hoy qué excusa buscar para que Luis le dejase tranquilo. Pensó que lo mejor sería callar y aceptar todo lo que viniese después. Empezó a calibrar la posibilidad de que ese fuese el último viaje, el último jornal que echaría en la aceituna este año. Por delante aún quedaba más de media hora de viaje hasta llegar a la finca. Además, hoy iban al Cortijo del Cura. Allí les esperaban más de 2.000 olivas que recoger. A través de los sucios cristales del Land Rover, Álvaro fijó su mirada en lo que podía ser su último amanecer de aceitunero. Ni la suciedad ni el vaho, formado por el contraste de temperatura entre la respiración de los cuatro y el frío exterior de la mañana de diciembre, fueron óbice para que él repasase todas y cada una de las cosas que había hecho antes de llegar a la gasolinera. En su esquema mental no podía fallarle ninguno de los apartados memorizados con cuidado y cariño durante tantos y tantos meses. Como siempre, Álvaro había empezado su repaso mental por donde siempre solía hacerlo y en su particular organigrama mental le gustaba terminar, como siempre, por el mismo punto. Solo así encontraba la paz suficiente para coger la vara y liarse a dar palos a la oliva como Paco y Luis le habían enseñado.
En la vieja radio del Land Rover milagrosamente se escuchaban aún las noticias. Eso sí, solo se escuchaba una emisora. Era lo que había, estaba rota y la rueda para sintonizar otra no lograba moverse de donde estaba. Era como si el destino de los cuatro que iban dentro estuviese marcado por la misma sintonía. Las palabras del locutor se amontonaban sobre la parte de atrás del Land Rover. Tampoco es que se escuchara perfectamente pero hoy daba como un poco igual. Nada bueno se presagiaba, no por lo que se estuviese relatando en las noticias sino porque los cuatro sabían que hoy iba a ser distinto.
–Son las siete y media de la mañana. Escucha Radio Cadena Española.
La voz grave del locutor de matinales despertó del letargo a los tres que iban atrás. Uno seguía con la mirada anclada en el sucio cristal en el que había limpiado el vaho para ver cómo era su último amanecer como aceitunero. Los otros, por fin, alzaron la vista perdida entre mantones manchados de aceitunas pisadas los días anteriores y botas decoradas de barro por sus lados.
–Vamos, tropa, que estamos llegando al Cortijo del Cura –gritó Juan para que se le oyera entre el ruido del motor y la radio.
Hacia el Este, gracias a los primeros rayos del sol, se empezaba a ver la loma que alberga el Cortijo del Cura. Está a poco más de media hora del pueblo y la finca, con más de 2.000 olivas, se la quedó Juan tras repartir la herencia de sus padres entre sus hermanos. Una finca fácil de coger la aceituna, casi llana, con olivas de porte, bien aireadas en la poda y que ahora facilitarían el meterse entre medidas para varearlas. Este año estaban cargadas de aceitunas. Había de todo, olivas con más de 80 kilos, otras con la aceituna más menuda y que apenas si darían 60 kilos. Había buena cosecha.
Paco y Luis era como si conocieran el sitio de otras campañas y trataban de abrir los ojos. Paco limpió con su manga el vaho de su ventanilla y vio que la mañana estaba despejada. Luis se acercó a Paco para cerciorarse del frío que tendría que hacer fuera hasta que no calentase el sol. De pronto, Álvaro gritó como un descosido.
–¡Por Dios, para Luis! ¡Para, para!
Los gritos de Álvaro taladraron los oídos del resto dentro del Land Rover. Tenía los ojos desencajados, y no paraba de gritarle a Luis que parase. Paco y Luis, asombrados, se terminaron de despertar de su particular letargo pero con el corazón en un puño sin saber qué estaba pasado. Luis consiguió por fin detener el Land Rover. Álvaro saltó del pequeño asiento de escay, se avalanzó sobre la manilla interior de la puerta, la giró violentamente hacia abajo hasta conseguir que el portón trasero se abriese. Salió de allí como salen los perros de caza cuando les abren el trasportín. Como alma que se la lleva el diablo, Álvaro comenzó a correr camino abajo, deshaciendo todo lo hecho. Atónitos, ni Luis ni Paco y menos aún Juan fueron capaces de articular palabra ni un “nene, qué te pasa”. Eso les había descompuesto y no daban crédito a lo que sus ojos estaban viendo, un muchacho corriendo como un perseguido por el carril de la finca del Cortijo del Cura. No había dado explicaciones de qué le pasaba, no había dicho nada. Solo corría y corría de vuelta al pueblo. Paco y Luis, que estaban ya fuera del Land Rover, comenzaron a sacar las cosas cuando, de pronto, vieron la bolsa que Álvaro se había dejado. Suponían que era la comida que había echado para el día, pero Luis no se resistió en abrirla. Pero si sorpresiva había sido la reacción de Álvaro más extraño aún sería el contenido de la bolsa. Entre dos magdalenas de las grandes estaba una caja de “Cafinitrina” y otra de “Bisoprolol Teva 2,5 mg”.
Álvaro no paraba de correr. Empezaba a sudar. Gotas que se camuflaban con las lágrimas que salían de sus ojos. Corría y no paraba de hablar en alto.
–¡Papá, aguanta! ¡Mamá, espera, por Dios!
Hace tres años, cuando Álvaro estaba terminando de estudiar Bellas Artes, sonó un teléfono en el piso en el que vivía. Álvaro era un joven como todos, un estudiante con ganas de divertirse y un amante de la belleza en todas sus latitudes. Sin embargo, aquella llamada le cambiaría por completo su vida. Descolgó el teléfono como si se tratase de una cita con una modelo para un posado. Solo pudo saludar amigablemente al descolgar. Los ojos se le desencajaron al escuchar la voz de su madre, llorando, sin capacidad de articular dos palabras seguidas con sentido. Al cabo de unos segundos Álvaro solo pudo escuchar algo claro.
–Papá está en la UCI, le ha dado un infarto. Se me va, hijo, Papá se nos va.
Era martes por la mañana. Nunca a Álvaro se le olvidará aquella voz. Habían pasado ya tres años y cada día, a esa misma hora, los vellos se le encienden al recordar y más aún si el recuerdo coincide con cualquier inoportuna llamada de teléfono. Desde aquel entonces Álvaro se había convertido en el cuidador de su padre. El infarto y una posterior trombosis le habían dejado postrado en una cama. Tuvo que dejarlo todo, sus bellas amantes de joven y sus estudios de Bellas Artes para regresar al pueblo para cuidar de su padre. Además, la vida aún le depararía otra sorpresa cuando en las Navidades pasadas su madre sufrió una angina de pecho. Total, que Álvaro vio como en apenas tres años dejó de ser un proyecto de escultor a ser un cuidador a tiempo completo en su casa, con un padre postrado en la cama y con una madre a la que ahora había que mimar.
Álvaro había decidido este año ir a la aceituna porque necesitaba dinero. La casa de sus padres necesitaba adaptarse a las nuevas realidades asistenciales. Por eso le pidió a un amigo que le buscase sitio en una cuadrilla y fue en la de Juan. Había echado seis días completos en los que antes de irse a la gasolinera con su bici y su dinamo, se había levantado aún más temprano para prepararle a su padre y a su madre sus medicinas. Madrugaba para arreglar la casa para que su madre no tuviese siquiera que molestarse en eso. Como siempre, antes de salir por la puerta se cercioraba de que la caja de Cafinitrina estaba en la mesita de su padre, mientras que la caja de Bisoprolol estaba al alcance de su madre. Sin embargo, aquella séptima mañana no fue como siempre. Álvaro había caído rendido en la cama la noche anterior sin haber dejado las medicinas en su sitio. Sonó el despertador, como siempre, a las cinco y media de la mañana, pero esta vez fue diferente. Lo apagó y siguió durmiendo. Fue su madre la que lo llamó a pocos minutos antes de las siete. Álvaro salió de la casa como alma que se la lleva el diablo sin caer en la cuenta de que las cajas de medicinas las había metido, con las prisas, en la bolsa de la comida del día. Y fue en el Land Rover cuando antes de llegar al Cortijo del Cura vio que ambas estaban en la bolsa y por tanto, no donde tenían que estar como siempre.
Álvaro siguió corriendo. Era joven y capaz de seguir corriendo, máxime cuando una urgencia como esta te hace sacar fuerzas de flaqueza. Llegó poco antes de las ocho y media a la gasolinera. Desabrochó su vieja bicicleta y emprendió camino de forma más urgente aún hasta su casa. Muy nervioso por todo, no acertaba para meter la llave en la cerradura de la casa. Sabía que dentro había una caja de más de cada medicina, pero necesitaba abrir ya la puerta. Era urgente. Tras varios intentos fallidos, propios por el agotamiento del esfuerzo y por el nerviosismo, al fin metió la llave. La giró a derechas, como siempre que quería abrir la puerta.
–¡Mamá, Papá!, ¡ya estoy aquí! –gritó nada más abrir el portón–. Tranquilos, que ya os doy vuestras medicinas. No os preocupéis.
Álvaro fue directo, sin mirar, al mueble del salón, ese en el que se guardan las cajas de medicinas. Buscó las que le habían recetado al padre para el infarto y para la angina de pecho de la madre. Traspapeló todo el cajón sin caer en la cuenta que hoy la casa olía a pan recién tostado, a café caliente.
–Hijo, ¿qué haces aquí? ¿Ha pasado algo en la aceituna? ¿Por qué estás tan alterado? –preguntó la madre –. Hijo, no busques las medicinas, como no estaban en la mesita he cogido las que había de repuesto en el armario. Ya se la he dado a tu padre y yo ya me he tomado la mía. Por cierto, he hecho tostadas. ¿Quieres que te ponga una con aceite?