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190.- El viejo olivo

Óscar Fernández Baquero

 

Se agachó con dificultad sobre la tierra seca y tomó un poco en su mano, dejándola deslizar entre los dedos. Era una buena tierra, siempre lo fue. El sol castigaba su despoblada frente y el sudor resbalaba por su sien. Buscó con paso inestable la sombra del olivo y, con manos inseguras, abrió la tinaja. Aguardó un momento, quizá algo más, quizá toda una vida, quien sabe cuánto tiempo pasó por aquella vieja cabeza y, tomando con los dedos el contenido, lo espolvoreó alrededor suyo, tiñendo de gris ceniciento el suelo terroso.

Aurelio nació y creció en un pueblo jaenés del que huelga conocer el nombre. Su padre, un hombre trabajador hasta la extenuación, había abierto con los ahorros familiares una tienda de comestibles y a ella dedicaba la mayor parte de su tiempo. Su madre, alternaba su actividad entre la tienda y las no pocas atenciones de la casa. Aurelio, podría decirse que tuvo una niñez feliz, aunque también que fue una felicidad muy solitaria. No tuvo hermanos y– el vacío que dejaba la ausencia laboral de sus padres, lo acabó rellenando su abuelo paterno.

Su abuelo tenía una de las casas más grandes de pueblo. Quedaba hacia las afueras y contaba con una gran parcela. Era un hombre de carácter abierto y muy dado a la cháchara. Su semblante ceñudo contrastaba con una impertérrita sonrisa, una mezcla que confería a su rostro un cierto carisma. Era un hombre dotado con el don de la elocuencia, no tanto en cuanto a un verbo fácil, sino en cuanto a la capacidad de atrapar sin escapatoria con sus historias. Tenía en su haber un gran número de tierras, abonadas todas ellas de largas hileras de olivos. Aurelio gozaba en su compañía, y él, liberado ya de cargas profesionales, no escatimaba tiempo en su nieto.

–Mira Aurelio, ¿ves estos árboles? Son olivos picuales.

Aurelio observaba las interminables hiladas que quería abarcar su abuelo con el brazo extendido mientras intentaba memorizar ese nombre. Poco a poco, fue aprendiendo todo lo concerniente a aquellos olivos y sus aceitunas. Además, encontró un nuevo y añadido aliciente para asistir a aquellas enseñanzas. Se llamaba Carmen. Carmen era la hija de uno de los hombres que trabajaba en las tierras de su abuelo. A Aurelio le llamó la atención desde el primer momento. No sólo porque le pareciera guapa, que lo era, sino porque había algo más. Aquella niña le desconcertaba. De aspecto jovial y desenvuelto, le resultaba muy fácil sentirse cómodo con ella. Sin embargo, siempre percibió un recoveco oculto de su personalidad al que le era imposible acceder. Esa combinación resultó ser una magnética e inevitable tentación para él.

Ambos participaban cada otoño en la recogida de la aceituna. Era un trabajo arduo y fatigoso, aunque ellos encontraban siempre sus momentos de entretenimiento. Armados con sus largos palos, agitaban las ramas para que las aceitunas cayeran en el manto, riéndose cuando algunas les llovían encima. De cuando en cuando, se escaqueaban del vareo para armar contienda de lanzas entre ellos. Una de las cosas que más les fascinaba era, una vez recogidas todas las aceitunas, ver en funcionamiento la vieja almazara. Aquella piedra monumental giraba y giraba, aplastando sin piedad todas aquellas pobres aceitunas. Aurelio probó por primera vez el aceite de su abuelo untado sobre pan tostado. Aquel sabor frutado, entre amargo y picante, atravesó sus papilas y viajó directamente hasta el recoveco más duradero de su memoria gustativa, evocando, cada vez que lo probara en el futuro, aquel momento de su niñez.

Pasaron los años y Aurelio y Carmen crecieron. Poco a poco dejaron de ser niños para convertirse en adolescentes. Seguían yendo a la finca de su abuelo, aunque ya no encontraban tanto interés en sus peregrinas charlas, sino más bien en los paseos bajo la sombra de los olivos. De entre todos ellos, tenían su preferido. Era un olivo viejo, de grueso y retorcido tronco, cuya frondosa copa ofrecía la mayor sombra del olivar. Allí, sentados sobre un tupido tapete, hacían merienda muchas tardes y charlaban de sus cosas. Carmen se había convertido en una joven muy atractiva y, Aurelio, aunque ya espigado y flacucho, mantenía la mirada cándida de su niñez. Algunas veces, aprovechando la luz de la luna llena, se adentraban en el olivar y buscaban su olivo entre las sombras, tumbándose allí para contemplar el cielo estrellado. Esperaban pacientemente a las de estela fugaz y cada uno encargaba su deseo. A Aurelio le encantaba observar a Carmen en la negrura. Su rostro palidecía vivamente a la luz de la luna y sus enormes ojos marrones brillaban y titilaban como una estrella más.

– ¿Qué has pedido?

– Ja, si te lo digo no se cumplirá.

– Venga hombre, ¿no me lo vas a decir?

– Si claro, y tú, ¿qué has pedido?

– Si te lo digo no se cumplirá.

Se río, con aquella risa encantadora de almas y aquel día, sucumbiendo a su hechizo, Aurelio se armó de valor y besó aquellos labios que tanto tiempo había deseado. Sorprendido por su gesto, se apartó bruscamente y ambos se miraron durante unos segundos que le parecieron una eternidad. El corazón de Aurelio palpitaba con fuerza y, tomando con su mano la de Carmen, se la llevó a su pecho para que lo sintiera. Volvió a besarla, esta vez no improvisadamente, y Carmen le correspondió.

La dicha de Aurelio durante aquellos días no podía mayor. Contaba los minutos que faltaban para encontrarse con Carmen y deseaba poder detener el reloj cuando estaban juntos. Pero aún no había aprendido que la felicidad puede ser traicionera y efímera. Un día, cuando, regresó a casa, encontró a sus padres sentados en la mesa de la cocina. Su madre se dirigió a él.

– Oh, Aurelio. Y se echó a llorar desconsoladamente. Su padre la abrazaba y, dirigiéndose a su hijo le dio la nefasta noticia.

– Aurelio, tu abuelo ha muerto.

Aquella noticia le arrancó el corazón y lo pisoteó. Aquel mismo corazón que ahora latía con fuerza por Carmen. No lloró, no derramó ni una sola lágrima en ese momento. Abrazó a su madre fuerte y trató de consolarla. Al funeral asistió mucha gente. Su abuelo era un hombre muy conocido y apreciado en el pueblo y alrededores, pues había suministrado aceite a toda la comarca. Ahora, todos quería darle su último adiós. Aurelio tampoco lloró cuando le dieron sepultura, ni lo había hecho en la emotiva misa que había precedido. Se sentía confuso, incluso molesto consigo mismo por ello. Acompañó a sus padres a casa y se tumbó sobre la cama. A medianoche, los gruñidos de su estómago le despertaron y, perezosamente, se acercó hasta la cocina. Tomó una hogaza de pan y la regó con un buen chorro de aceite. Sentado a la mesa, dio el primer mordisco y allí, en la soledad de aquella oscura y fría cocina, realizando un acto tan mundano como aquel, Aurelio se derrumbó y lloró como un niño.

Los siguientes días fueron muy extraños. Todo sucedió demasiado deprisa. Sus padres se mostraban muy nerviosos con el tema de la herencia. La finca y los terrenos les suponían más un problema que una bendición económica. Al fin y al cabo, ¿qué sabían ellos del negocio del aceite? Nunca se habían interesado por ello y la tienda les ocupaba casi todo su tiempo. Echaban cuentas, barajaban alternativas, entre las que estaba venderlo todo. Aurelio había escuchado aquellas conversaciones una y otra vez sin inmiscuirse. Son temas de mayores, pensaba. Sin embargo, un día dijo en voz alta lo que se le pasaba por la cabeza:

– ¿Y si me encargo yo de ella? Sus padres, que no habían reparado en él mientras lo debatían, le miraron sorprendidos. – Casi soy mayor de edad y conozco el negocio. El abuelo me lo enseñó todo. Sus padres no daban crédito a lo que estaban oyendo. – Y Carmen podría ayudarme.

Una semana antes de cumplir los dieciocho, Aurelio se estaba mudando a la casa de su abuelo. Sentía una intensa emoción. Aquella casa cargada de recuerdos pasados, era a la vez un lienzo en blanco para pintar un futuro. Y esta mezcla de sensaciones le embriagaba. Una vez alojado, se hizo cargo del negocio, siendo consciente de la dificultad que entrañaba. Pronto se dio cuenta de que tan sólo conocía aspectos técnicos, como la recogida de la aceituna, elaboración del aceite y almacenaje, pero no tenía idea alguna de contabilidad, gestión del personal o la distribución. Aurelio necesitó madurar precipitadamente. Quizá antes de tiempo. Los padres de Carmen no aceptaron que su hija, que aún no había cumplido los dieciocho, se fuera a vivir con él. Así que mantuvieron su noviazgo un año más y, cuando su documento de identidad lo permitió, se casaron. Fue un día muy especial, un momento único de sus vidas. Carmen estaba radiante y Aurelio se sentía pleno.

– Vamos a llenar la casa de niños. Se dijeron.

El negocio prosperó. Aurelio y Carmen pusieron en él todo su empeño y energía, con la ilusión del iniciado emprendedor. Sin embargo, el tiempo pasaba y los hijos no llegaban. Y no lo harían jamás. Los años se sucedieron y la casa se volvió demasiado grande, demasiado vacía. Carmen se fue sumiendo poco a poco en una profunda pena. Aquel lado oscuro que tanto había atraído a Aurelio en el pasado, afloró y fagocitó gran parte de su personalidad. No era extraño verla caminar sola por el olivar o permanecer horas sentada en una butaca, en la penumbra del salón. Aurelio, volcó toda su frustración en el trabajo. Cada vez eran más las horas que pasaba fuera de casa. Y cada vez más el tiempo que no estaba con su mujer. No pocas veces, después del trabajo, se acercaba con los empleados a la cantina del pueblo y, cuando regresaba a casa, Carmen ya dormía ajena de su presencia. El tiempo pasó, y los dos encontraron un cierto acomodo entre el cariño y la distancia. Se querían, sí, pero a su manera. Aquel día, cuando Aurelio llegó a la casa, sintió cómo el vacío le golpeaba en la cara. Aquel vacío doloroso e intenso que da la pérdida y la ausencia. Parado bajo el umbral de la entrada comprendió y se resignó.

Pasaron los años y Aurelio volcó su soledad de forma obsesiva en el trabajo. Los tiempos cambiaron y con ellos también el negocio. La recogida se mecanizó mediante aparatos vibradores y, aunque nunca se perdió del todo el antiguo sistema de vareo, ahora un tractor hacía la parte más pesada del trabajo. Sus padres habían fallecido hacía unos años, dejándole, además de una gran pena, una casa vacía y un negocio familiar que no quería. Decidir traspasar el negocio de su padre no le costó mucho, pero sí deshacerse de la antigua casa. Muchos recuerdos de su infancia permanecían incólumes entre aquellas viejas paredes. Con el dinero de la venta construyó una nave almacén en la que instaló las prensas hidráulicas que se encargaban de prensado y separación. Nunca prescindió de la vieja almazara, que de vez en cuando ponía en funcionamiento para satisfacer sus anhelos nostálgicos. Jubiló la vieja furgoneta que antaño había servido para suministrar a los pueblos colindantes y compró nuevas y modernas furgonetas de reparto. El negocio creció, mucho. Y Aurelio envejeció, dejando el pasado atrás.

Fue en la primavera de aquel año, cualquiera que fuera, cuando recibió la carta y, aunque no había remitente, supo enseguida quién la había escrito. Sus manos temblaron y su corazón latió con fuerza. Todos aquellos años, todo ese tiempo, y ahora… Abrió el sobre y la leyó. Leyó cada una de aquellas letras, cada una de aquellas palabras y frases, tan suyas, tan duras y hermosas, y Aurelio lloró. Lloró lo que no había llorado en todos aquellos años, lloró desconsoladamente hasta que sus rodillas flaquearon y se desplomaron contra el suelo. Lloró hasta que no pudo llorar más.

La hermana de Carmen, a pesar del paso del tiempo, mantenía un cierto parecido a ella. Nada más verla, cuando le abrió la puerta, evocó vivas e intensas imágenes del pasado.

– Aurelio.

Se abrazaron, un fuerte abrazo, en silencio. Regresó al pueblo con la tinaja que contenían las cenizas de su esposa y, con pesado andar atravesó el olivar hasta el viejo olivo. Se agachó con dificultad sobre la tierra seca y tomó un poco en su mano, curtida y ajada por el trabajo, dejándola deslizar entre los viejos dedos. Abrió la tinaja y espolvoreó el contenido alrededor suyo, tiñendo de gris ceniciento el suelo terroso. El viento meció y mezcló en el aire el tono arcilloso de la tierra con el grisáceo de sus cenizas. Y en aquel contraste de colores sintió Aurelio a su Carmen, despidiéndose, a su manera, como era ella.

Dando media vuelta, volvió sobre sus pasos a través del olivar hacia la vieja casa de su abuelo.

 

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