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191.- Océanos de oro verde

Lázaro Rafael

 

Desde el interior del “Seat 600” se divisaban enormes extensiones de olivos, campos y campos de olivos, océanos de olivares que llegaban hasta el horizonte.

¡Ya se respiraba Andalucía! Aceite, tomate y sal.

Los niños sacaban sus manitas por las ventanillas delanteras del conductor y del acompañante de ese mítico “Seat 600”, ese mismo que verano tras verano, si la economía lo permitía, les invitaba a realizar esa aventura de mil kilómetros, los que separaban Hospitalet de Llobregat de La Línea de la Concepción.

Sus manitas captaban la temperatura de ese aire caliente, esa temperatura que en ocasiones superaba los cuarenta grados Celsius, y que unida a la temperatura que se alcanzaba en el interior del minúsculo coche, obligaba a los cuatro hermanos a irse turnando las plazas que ocupaban en la parte posterior, debido al calor que emanaba del motor del “Seat 600”, dado que era un vehículo de tracción trasera y ahí se situaba su motor. Era obligatorio viajar con las dos ventanillas delanteras abiertas y efectuar paradas regularmente para refrigerar al valiente Seíta (así llamaba María a su querido seiscientos).

Alfonso y María ayudaban a crear ese clima de expectación al atravesar esos pueblos jienenses tapizados de olivares, llamando la atención de sus hijos para que contemplasen esos hermosos paisajes, alternándose las vistas de los olivos con cultivos de girasoles.

El aceite siempre estuvo presente en esos inolvidables viajes de esa niñez, guardada en ese cofrecito de la memoria.

Alfonso, el menor de los Agapito, nunca llegaba con las manos vacías a su pueblo, La Línea de la Concepción. Solía parar en Úbeda (tan nombrada por sus cerros) y aprovisionarse de unas garrafas de ese exquisito oro verde, ese aceite de oliva virgen extra que se consumiría durante los diez u once días que compartirían con la familia de su esposa, María Núñez.

Frente a ese Peñón de Gibraltar, Alfonso Jiménez saldría, a menudo muy temprano, a comprar directamente a los pescadores locales de La Atunara, esas melvas de almadraba, sardinas, jureles, rape…

Dieta mediterránea acompañando esas mesas, ensaladas de tomates y lechugas de esas arenas linenses, bien aderezadas con ese aceite de oliva virgen extra de la aceituna picual, autóctona de esos campos de Jaén; los refrescantes gazpachos, incluso para asombro de su suegro Lázaro esas navajas a la plancha, muy cotizadas en Barcelona y que ahí en La Línea se utilizaban para carnada en los anzuelos.

Encuentro con la familia en ese tiempo estival, primos, abuelos y tíos compartiendo sentimientos, redescubriendo raíces, sintiéndose tan partícipes de una tierra tan lejana que habita en el interior. Tierra mencionada a diario, en boca del padre y la madre, tierra presente en la mesa de unos niños catalanes, que han crecido entre sabores y olores del sur.

Pan, aceite y azúcar en tantísimas meriendas, costumbre muy malagueña de la Fuengirola materna. De tanto en tanto un puchero, con tagarnina y garbanzos; a menudo el gazpachuelo, también traído de Málaga, ese caldo de pescado, patatas, yemas de huevo, claras de huevo duro cortadas a taquitos, pan tostaíto, ese chorro de limón y ese aceite virgen extra…

Sabores de ida y vuelta. Esos churros y esas porras fritas en aceite de oliva, en la Feria de La Línea (la famosa Milagrosa para esos sufridos feriantes).

Esas porras que la abuela Isabel esperaba junto a la mesa, anhelando ese regreso del grueso de la familia, dispuesta para servirles ese cafelito con leche, después que todos los niños disfrutaran con los cacharritos y con el tren de la bruja.

En un tiempo de costumbres, de repetir esos nombres en honor de los abuelos y de escuchar a las abuelas historias de su niñez, de verlas en la cocina o encalando una pared, tatareando una copla o moliendo ese café.

Costumbres que aún perviven hasta tres generaciones, en las fiestas navideñas, tan lejos de Andalucía y apegados a esos recuerdos…

Una familia de Lalos, Ricardos e Isabeles, de Encarnaciones, Marías, Lolas, Rafalitos, Migueles…

En la Línea y Barcelona perpetuando esos nombres, las recetas de la abuela, esa cocina de entonces, de ese mundo fronterizo de La Línea y Gibraltar. Recuerdos de un mundo mestizo, salpicado de aquí y allá.

Los roscos de matalauva de la abuela Isabel Damián, recreados por María, para sus hijos y nietos allí en Hospitalet, en aceite bien caliente, la masa bien compactada con sus huevos y su harina, la pizca de levadura, ralladura de limón, matalauva, zumo de algunas naranjas, bien fritos y después regados con aguamiel y con amor. Roscos que su nieta Lidia demandaría en Navidad, con su delantal y dispuesta para ayudar a su yaya y a sus titas Isa y Encar.

¡Ese aceite siempre presente!, ese aceite de la unción, de sacerdotes y reyes. Ese zumo de aceituna, esa bendición divina, bandera de Andalucía, estandarte de esta tierra, de esta nuestra piel de toro.

Paseándose en un maletero de un diminuto seiscientos, amenizando esos viajes las campanas de Linares del maestro Rafael Farina. Aceite en una vasija, quien sabe si la de esa morena, la del billete de cien pesetas, esa morena inmortal de Julio Romero de Torres.

Ese aceite de Jaén, ese aceite para el mundo, aceite de una niñez que habita en nuestras memorias, tan presente en nuestras mesas.

Aceite en una rebaná, mientras cantaban los grillos en el barrio San Bernardo sus hipnóticos nocturnos, o en esos atardeceres de pavanas en el cielo frente a la Roca.

Aceite que cruzó el mar, ese antiguo Mare Nostrum, viajando en ánforas fenicias y arribando a nuestras costas, desde Biblos a Gadir, desde Belén hasta Creta…

Aceite que iluminó el candil de nuestra abuela, ese aceite que labró un altivo aceitunero con el sudor de su frente, y que un poeta inmortal dignificó con sus versos.

Ese aceite que acompaña nuestros días, nuestras noches…

Un aceite con matices, tantos como palos tiene el flamenco, en esas barras de bar repletas de tapas de pajaritos fritos, ajillo, romero, perejil…

En ese bar Sevilla de la plaza de la Explanada, frente a la parada de taxis, muy cerca de la frontera de Gibraltar. Allí todo un personaje, muy conocido en La Línea, mi tío Cecilio el Lóteri, vacilándole a su sobrino culé.

—¿Qué le pasó al Barsa Ricardito?

—Nada tito, que no le dejaron jugar con Cruyff y Sotil en la Copa. Pero en la Liga os ganamos por cero a cinco en el Bernabéu.

—Sin extranjeros el Barsa se jiñó en los pantalones.

Merengue y de su Balona, su cervecita, sus aceitunas, sus pescaítos fritos, sus papas con chocos, un auténtico sibarita y hablando un perfecto inglés, que le permitió de muy joven, ganarse la vida como traductor para ingleses y americanos.

—Fonso, vámonos pal Círculo Mercantil a comernos unas morunas con un vasito de fino.

Mi padre Alfonso, siempre fue y será el niño chico, el que emigró a Barcelona, el que no olvida su tierra.

¡Gracias a tanta añoranza!, de esos padres a esa tierra, tan mestiza y marinera, esa tierra entre dos aguas, donde canta un Camarón y se explaya la guitarra de Paco el de la Lucía. ¡Gracias a tanta añoranza a la familia!, a sus gentes, a sus risas, sus recetas, al jamoncito y al queso, el domingo rociero, a la Feria y la Virgen del Carmen, el aceite en la cocina, volaores en la mesa. ¡Gracias al Mediterráneo!, donde nació ese Serrat, de Algeciras a Estambul…

¡Gracias por tantos momentos vividos!, por esas puestas de sol, por esos campos de olivos, de infinitos horizontes de ojos intensos y verdes.

¡Gracias por tantas historias oídas de ese tiempo de estraperlo!, donde el pan, el aceite y el vino escaseó en los hogares; donde el abuelo Agapito frecuentaba esa carrera de La Línea a Gibraltar con su coche de caballo; donde crecían los conejos en esas cocheras, donde el tabaco, el café, y la penicilina de Fleming cruzaban ocultos esa frontera.

¡Gracias abuela Isabel!, tú le decías a tus nietos que éramos descendientes de Cosme Damián Churruca, y que murió en Trafalgar, en una famosa batalla.

¡Gracias!, por tu guasa y tus torrijas.

¡Gracias abuela Encarnación!, naciste en el Tánger internacional y serviste en casa del gobernador de la Roca, ¡la mejor planchadora de brillo del Campo de Gibraltar!, planchándole sus camisas de cuellos almidonados.

Solías traerles a tus hijos, las típicas tortas llanitas, hechas de harina de garbanzos y aceite de oliva virgen.

Sacaste adelante a cinco hijos varones, la vida te arrebató en un inocente accidente a Miguel, el menor de todos. ¡Qué mujer más abnegada!

Particular fue el idilio de Lázaro Núñez, mi abuelo Lalo, con el aceite de oliva. Le encantaba comer carne, pero frita, muy refrita, ¡cómo suela de zapato! Excelente maestro albañil, ¡todo un capataz de obra!

¡Qué tesoro la memoria!, que te transporta a esa niñez, recreando esos sabores y esos momentos vividos.

Ni unos, ni otros, ni los paternos, ni los maternos, ¡ningún abuelo nos dejó parné!

Nos dejaron un gran legado, de educación y respeto; nos dejaron sus recetas, de mar y montaña, dulces y saladas.

¡Qué bagaje cultural!, castellano y catalán y ese linense mestizo, con matices del llanito. Isa, Encarni, Lalo y Ricardo, vivieron intensamente una niñez a caballo entre dos mundos.

Ese tiempo que pervivirá guardado ya para siempre, y que saldrá a pasear amenizando un café o un té con hierbabuena.

Tiempo de peleas de gallos y de antiguos reñideros, y de patios de vecinos, jazmín, claveles, hierbaluisa…

De final de una contienda, donde se prohibía el cante y estaba vivo el flamenco; donde no había dinero y había fútbol, baile y toros.

¡Gracias, por mostrarnos vuestra tierra!, por mostrarnos ese mar, mecido por esas brisas de Levante y de Poniente; donde duermen esos pecios de aquella Hispania romana, de aquellos que nos plantaron el olivo en nuestros campos, y levantando almazaras, extrajeron ese aceite que hoy es signo identitario de esta España tan plural.

¡Ese óleo de faraones!, que maduró junto al Nilo y que hoy tapiza Jaén de benditos olivares, desde Baeza a Mancha Real, desde Úbeda a Cazorla…

 

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