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196.- Relato de un olivo

Néstor José Pereira Sánchez

 

Para muchos, solo soy un árbol, un árbol sin conciencia ni sentimientos, un árbol que no tiene historia; pero les digo, no soy cualquier árbol: ¡Soy un olivo, el rey de los arboles!, no porque a mí se me ocurriera o me haya autodenominado rey; pues según cuenta una antigua parábola bíblica, los árboles del bosque una vez se reunieron para ungir entre ellos un monarca y escogieron el olivo; esta elección no fue caprichosa, se basó en nuestras cualidades como la resistencia a las inclemencias del clima, la longevidad y los diversos servicios que se obtienen con nuestro fruto, ramas y hojas.

Lo que hoy quiero, es contar una parte de mi historia, la cual se ha impregnado tan profundamente, que no he podido borrarla de mi memoria, a pesar que al día de hoy cuento con más de tres mil años de vida, en fin, son tantos años que ya no recuerdo si son muchos más.

Nací en la ladera de una montaña, entre muchos de mi especie, eso sí, es un cerro especial; en la tradición judía se conoce como el “Monte de la Unción” porque reyes y sumos sacerdotes eran ungidos con nuestro aceite. Los cristianos, lo denominan “El Monte de los Olivos” lo llamaron así por la cantidad de olivos que allí habitábamos, el cerro estaba totalmente cubierto; pero hoy tristemente con el pasar de los años, quedamos muy pocos, esparcidos por aquí y por allá. Me siento privilegiado, pues donde estoy plantado tengo la más hermosa y espléndida vista de Jerusalén Ciudad Santa.

En lo que he vivido, he podido contemplar cómo creció la ciudad y cómo emergieron las imponentes murallas que la rodeaban y pretendía proteger el hermoso y majestuoso templo erigido por el rey Salomón. Con tristeza pude ver como los ejércitos del rey Nabucodonosor lo derribaban y así mismo escuché los gritos de dolor que se confundían con las exclamaciones de auxilio de un pueblo que era masacrado y esclavizado; el eco de sus gritos y lamentos llegó hasta nosotros los olivos como el bramar de la tórrida tormenta; observé oscurecerse el cielo con el humo de la desolación y destrucción; el templo fue arrasado…

Después de algunos años, extasiado escuché los cánticos, himnos y salmos con los que el pueblo de Israel alaba a Dios, mientras llenos de inmensa fe reconstruían el templo y las murallas; vi el humo de los sacrificios elevarse junto con las alabazas y oraciones hacia el azul infinito del cielo.

Más mi dolor y tristeza regresaron; presencié la destrucción del templo por segunda vez; nuevamente el llanto, la desesperación y las cadenas agobiaron al pueblo elegido y esta vez el verdugo esclavista acampaba entre nosotros, es decir, en nuestro monte; nos mutilaban cortando nuestras ramas para encender sus hogueras, se precipitaban con ansiedad sórdida sobre nuestros frutos, en fin, trataron de arrasar con todos los olivos del cerro, pero al igual que la muralla y el templo de Jerusalén renacíamos; por más que nos podaron, cortaron y quemaron, nuestras raíces se mantuvieron siempre vivas; podrán incendiar la colina, amputar nuestras ramas, privarnos por años del agua, no importa, siempre volveremos a resurgir una y otra vez.

Me siento apesadumbrado porque hace ya casi dos siglos el templo de Jerusalén aun hoy no lo han reconstruido.

No puedo olvidar que en ese tiempo, al caer la noche podía observar cómo el sol se refugiaba en el horizonte, no sin antes regalarnos el eterno y hermosísimo acto del atardecer, donde conjugando los últimos rayos de luz con las nubes en efímera danza, presentaban uno de los mejores espectáculos de la creación; una vez concluido y dando paso a la noche, en todas las casas, desde la morada más humilde hasta el más suntuoso palacio de aquella época, se encendían las lámparas con aceite obtenido de nuestro fruto, la aceituna, con él se iluminaba la fría oscuridad de la noche; en el templo de Jerusalén, las lámparas permanecían encendidas alimentadas con aceite de oliva de la mayor pureza y virginidad… ¡Se adoraba a Dios!

Un día escuchamos de un nacimiento muy especial, el de un niño cándido y amoroso; nos entusiasmamos con la noticia, había nacido “El Mesías, el Redentor” el que sería ungido con aceite, no con cualquier aceite, sino el más excelso y virginal producto de nuestra savia gloriosa y nuestra misma esencia. Esta buena nueva se propagó como una ola inmensa, recorrió los valles, montañas, el viento la llevo por los desiertos, la lluvia la esparció regando cada rincón de la tierra prometida, en fin, todo el mundo se alegró. Se escuchó aquella noche a lo lejos un canto celestial, flautas y cítaras, que acompañaban a un coro de ángeles que no cesaban de alabar aquel niño, el cual redimiría al mundo de sus pecados.

La noticia de los reyes magos, que incansables atravesaron el desierto siguiendo una estrella que les indicó el camino al pesebre, para presentar sus ofrendas de oro, mirra e incienso al Ungido, al Mesías, al Salvador recién nacido, confirmaba su naturaleza divina. Todos vimos en el cielo brillar la estrella de belén, todos nos enteramos y nadie dudaba del aquel prodigioso nacimiento.

Con el tiempo lo conocí, nunca he podido olvidar la imagen del Mesías, aún recuerdo esa primera vez, era radiante, imponente, su grandeza lo precedía; era único como persona, era Dios hecho carne, “Toda la integridad de la divinidad residía en aquel hombre, Jesucristo” pero a pesar de esto la humildad era su mejor prenda.

Llegó al atardecer, el viento cálido que se alzaba desde el valle del Cedrón, esparcía con suavidad sus cabellos, su túnica que le cubría hasta los pies, se mecía con tal sutileza que daba la impresión de no estar tocando el suelo, todo el olivar presenció su majestuosidad. Ese día estaba solo y por designio divino se arrodilló bajo mi sombra y oró incesantemente por toda la humanidad, hasta que el cansancio le cerró los ojos y durmió recostado en mi tronco. Era sublime, no lo podía creer, el mismo Dios descansaba bajo mi follaje, era feliz, muy feliz; guardé silencio y toda la noche velé su sueño.

Esa fue la primera vez que el bosque de olivos, sintió la verdadera magia del creador, escuchamos sus oraciones y ruegos y logramos percibir en nuestro interior, cómo estos se mezclaban con nuestra sabia. Nos sentimos mil veces bendecidos, la gracia divina habitaba entre nosotros, recorría cada olivo, cada palmo de nuestro ser; la savia transportaba las bendiciones y oraciones a las ramas, a las hojas. Nuestro fruto se hizo celestial.

Al llegar la aurora que presurosa luchaba con los últimos resquicios de la noche, se sorprendió al iluminar con su suave luz el rostro de Jesús; se detuvo y permaneció allí contemplándolo desvaneciéndose a medida que el sol vertía sus primeros rayos. Cuando el sol besó nuestro follaje este resplandeció y las gotas de roció se evaporaron de las hojas con la mayor suavidad y gracia, no queríamos despertar a nuestro creador hecho hombre; al fin Jesús despertó abrió sus ojos y la luz que se reflejaba en ellos cual plegaria divina se elevó al cielo. Luego partió por el camino que lleva a Betel. El olivar y el monte a partir de ese día, no serían lo mismo, se llenó de la gracia divina.

Poco tiempo después regresó no una, sino muchas veces más, su presencia era anunciada por todos, las aves cantaban sin parar, el viento amainaba su fuerza, los insectos volando de olivo en olivo como Hermes mensajeros, anunciaban a todos los árboles del monte de los olivos y a cuantas criaturas lo habitaban que se acercaba el redentor; unas veces llegaba con los apóstoles otras seguido del algunos pobladores, predicaba protegido del sol bajo nuestros follaje, dormía entre las hojas secas; en fin solo recuerdo que el olivar en el que vivo se colmó de bendiciones.

Un día Jesús decidió realizar su entrada mesiánica a la ciudad santa de Jerusalén a lomo de un pollino, fue acogido por las aclamaciones y vítores de la muchedumbre, se entonaban salmos, se cantaban con gran pasión himnos y aleluyas, se batían palmas. Lo pude ver, bajando por el camino, en verdad, era El Rey de Reyes; mi alma, al igual que la de todos los árboles del olivar, se estremecieron nuevamente de alegría.

Era una gran multitud la que lo esperaba, algunos extendían sus mantos en el camino, otros cortaban de nuestras ramas para hacer una alfombra de hojas de olivos que tendían a su paso y la gente que lo seguía, lo aclamaba diciendo: ¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Hosanna en las alturas!… Nunca podré olvidar, aún retumba en mis oídos el estribillo de aquel canto que decía: ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor, paz en el cielo, y gloria en las alturas! Les aseguro que aunque viva plantado aquí otros mil años o toda una eternidad, cada vez que una brisa se enrede entre mi follaje mis hojas y ramas tararearán el estribillo.

La última vez que lo observé con vida, fue cuando salió del cenáculo con sus discípulos una vez terminada su predicación y sin dudarlo se dirigieron como muchas otras veces hacia el Monte de los Olivos. En esta ocasión no sólo se veía distinto, su rostro, su silencio, su paso vacilante e inseguro reflejaban el dolor y la incertidumbre que invadían su alma. La angustia se apropiaba de su cuerpo y espíritu; todos iban en silencio, el crepúsculo se extiende con su acostumbrado acto de color y belleza para dar paso a la oscuridad, nadie se fija, la tristeza y desazón rondan en cada uno de ellos.

Al caer la noche llegan al Huerto de Getsemaní, y separándose de los apóstoles Jesús se retira a orar, se dirige hacia una roca y en medio de su soledad inicia su tribulación, allí Jesús comenzó su dura batalla, elevó al padre una oración dejando ver su agonía, sintió el peso de su carga, de su misión, la de salvar al hombre de su condena, el corazón se le contrajo, sintió en su cuerpo el dolor de la muerte en la cruz, es el padecimiento que había de sufrir para salvar al hombre, sería la prueba máxima de amor; cayó de rodillas y con voz suplicante y los ojos llenos de lágrimas rogó a Dios diciendo: Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya. El padre se compadeció y envió un ángel del cielo para que lo reconfortara. Lleno de angustia, oraba con más fervor mientras por su frente sudaba gruesas gotas de sangre que bañaron su rostro.

Pocas horas después, vi las antorchas, una muchedumbre de soldados, fariseos y esclavos llegaron para arrestarlo; los habían enviado los sacerdotes, los maestros de la ley y los ancianos. El traidor, Judas lo saludó con un beso en la mejilla, esa era la señal, el beso de la traición, el beso que enviaría a Jesús al padecimiento de la cruz, el beso que daba inicio a la cruel y penosa pasión de Jesucristo.

Todos lo abandonaron, sus discípulos huyeron otros lo negaron.

Lo volví a ver cuarenta días después de su muerte, cuando sus discípulos se reunieron de nuevo en el Mote de los Olivos y allí el Jesucristo, radiante, diáfano como la luz del amanecer se les presentó y les pidió a los apóstoles que se quedaran en la ciudad de Jerusalén hasta que llegara el Espíritu Santo para habitar en ellos; una vez terminó, Cristo se elevó hacia el cielo, perdiéndose entre las nubes, para de esta forma vivir por siempre a la diestra de Dios Padre.

No sobra decirles que el día que Cristo fue crucificado, en el Monte de los Olivos, todos lo lloramos, nuestras raíces percibieron el temblor que sacudió los cimientos de la tierra, nos asustamos cuando los cielos se oscurecieron y nuestros cuerpos se sobresaltaron al percibir un rayo fulminante caer en el templo.

Hoy ya somos pocos los olivos que vivimos esos acontecimientos, nuestros hermanos han sido arrasados para dar lugar a cementerios, caminos y templos, hoy los olivos que aun sobrevivimos nos sentimos sagrados y orgullosos de vivir en el mote santo del Señor, el Monte de los Olivos.

 

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