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201.- Inmigrantes y olivos de la Madre Tierra

Matías Dionisio Saeta

 

Dicen en nuestras provincias que la tierra nos cuenta siempre las mismas historias, pero que nosotros, en nuestra finitud, tarde nos damos cuenta de ello. Vivimos nuestras pequeñas o medianas vidas creyendo que la tierra nos cuenta un sinfín de historias plagadas de las más diversas moralejas, cuando en realidad, esta madre-nutricia parece insistir con las mismas lecciones, las mismas fundamentales lecciones, una y otra vez. Y, como buena y sabia madre que es, se las ingenia de manera admirable para hacernos creer que las lecciones son muchas y diversas y siempre nuevas y distintas y etc… justo como a nuestras mentes les encanta hacer con casi todo, es decir, buscar la novedad, interesarse por lo distinto, lo no-visto, lo “aún desconocido”, lo ignorado, lo inconsciente, cuando en realidad la verdad parece ser otra, por supuesto más simple, más llana, y eso sí, más rotunda e inmensa en el espacio de nuestros breves corazones.

También ocurre así con los pueblos de mi provincia, con los pueblos de nuestras provincias. Están cargados de historias y de anécdotas por aquí y por allá, y “todas ellas verídicas”; le ocurrieron a “alguien”, o hubo “un otro” que conoció a “no sé quién” que a su vez “viajó a no sé dónde”, y al final pasó lo que pasó y ahí sólo resta recoger el precioso fruto de la enseñanza, de la lección-para-la-vida.

Y no podía ser de otra manera con los quehaceres culinarios. En mi país tenemos una inmensa variedad de cocinas, de recetarios de las más variadas latitudes. De Argentina se suelen decir muchas cosas (y unas cuantas no tan felices), y quizás con razón. Tal vez otras tantas sean algo discutibles o relativas. Pero hay una que no es ni polémica, ni relativa, ni subjetiva. Es un hecho que salta a la vista de cualquiera que se detenga a observar un poco el pintoresco panorama de este vasto territorio que, entre otras bondades, tiene la de poseer todos los relieves, todos los paisajes, y casi todos los climas del mundo. Creo que podríamos decir que este sector al sur del Cono Sur, es como un intento de miniatura del mundo.

“Argentina, crisol de razas”, solemos escuchar. Y sin dudas que es así. Además de las ya de por sí variadas etnias locales con sus riquísimas culturas absolutamente naturales de cada región, nuestro país ha tenido un sinnúmero de aportes migratorios a través de los siglos. Solo por nombrar los más recientes, aquellos correspondientes a la primera mitad del siglo pasado, diremos que la gran mayoría de los argentinos somos descendientes más o menos directos de los inmigrantes españoles e italianos, y, en medida algo menor, de los alemanes, los árabes y los judíos. También los hay que descienden de los rusos y de los armenios, y de algunos otros también, pero son grupos minoritarios.

Esto, claro está, se refleja también en los quehaceres domésticos, hogareños, y en las costumbres, las tradiciones familiares que, aunque suelen ser bastante silenciosas, traen consigo el sello fuerte de la sangre de otras latitudes –mayormente del viejo continente del cual todos en alguna medida somos hijos lejanos. Y también se da el caso “contrario”, por llamarlo de algún modo: el de las creencias y celebraciones autóctonas que son abrazadas por los más ajenos a ellas, en otro vívido ejemplo de cierta forma de transculturación –fenómeno omnipresente en las américas.

Como ejemplos simples de ambos casos, recuerdo particularmente un par.

Hace poco un conocido tuvo que iniciar su pequeño emprendimiento luego de mucho tiempo de pensarlo y repensarlo, de reunir medios e ideas para lograrlo, hasta que finalmente se le dio. Cuando llegó el momento y en medio del desconcierto de algunos, el nombre que eligió para su empresa fue el del pueblo alemán del que eran oriundos sus ancestros. Lo más llamativo fue que, hasta ese momento, pocos imaginaban que “la sangre, las raíces” iban a imponerse tanto en aquella elección, más si consideramos que este sujeto poco y nada solía hablar de ello. Pero, sin duda, esa inclinación, esa preferencia de su alma, no solamente era silenciosa, sino además, lo bastante fuerte como para bautizar a su empresa con el nombre que al mismo tiempo sería un homenaje a sus esforzados antepasados.

La segunda ocasión que rememoro, me viene de más atrás. En el norte de mi país las tradiciones andinas, bien “telúricas”, tienen hoy la misma fuerza que hace 100 ó 200 años, y hasta a veces pareciera que van creciendo con el tiempo. En aquellas regiones altas, las más altas del país, la cultura remanente del viejo imperio incaico, ese que tuvo sede en el Alto Perú y del cual se desgajaron otros tantos pueblos aborígenes, subsiste con enorme potencia e identidad. Y es así que cada agosto se celebra el mes de la Pachamama, de la tan conocida “Madre Tierra”, venerada a lo largo y ancho de aquellos países del vasto altiplano de la América indígena. Pero ocurre que quienes hoy festejan ese momento anual, no son solamente los habitantes nativos; también se suman a ellos los hijos de los hijos de los hijos de muchos inmigrantes europeos que recalaron en nuestras costas cuando los tiempos (y los horrores) de las grandes guerras los despojaron de casi todo. Así, hoy, en ciudades ni tan norteñas ni tan autóctonas, el ritual de la Pachamama se sigue cumpliendo con hermosa solemnidad. Hoy, en ciudades centrales y muy “modernas” del centro argentino tales como Córdoba o Rosario de Santa Fe (y por qué no mencionar los municipios aledaños a Buenos Aires), muchos habitantes con raíces andinas indirectas y bastante sangre europea, recuerdan y veneran a la Madre Tierra cada agosto. Sahúman sus casas, cavan un pequeño agujero en un suelo terroso, colocan en él frutos y flores (con las infaltables hojas de coca), y finalmente vierten alguna bebida fermentada completando de ese modo el rito de singular belleza.

Y así podríamos seguir, en este complejo crisol de costumbres y tradiciones que se funden y recombinan en el profundo entramado de una mente colectiva que se gesta y nutre en esta fuente inagotable de la “América europeizada”.

Acá volvemos a dar paso al muy particular eslabón de las prácticas culinarias. Las muchas y muy variadas “cocinas” que tenemos los argentinos: tenemos las empanadas árabes, las impronunciables recetas judías, las pastas italianas (que la familia de mi esposa tan bien conoce), los embutidos españoles, las tortas galesas, las torres alemanas. Y en todas ellas, el aceite –indispensable catalizador de sabores, texturas y olores- es la pieza que articula como un eje la totalidad de los componentes, incluso en muchas recetas de sabor dulce.

Y de todos los aceites, el de oliva, es el que sin duda protagoniza muchas de las postales de vida que hoy citamos en estas líneas plenas de sentimiento.

En Argentina les decimos “aceitunas” al fruto del olivo, y son un ingrediente infaltable de muchas recetas provenientes de orígenes muy dispares. No puedo decir cuáles son más célebres y codiciadas. Muchos dirán “¡Las negras, claro! ¡Bien condimentadas y maceradas durante algunas semanas!”. Otros, “Las verdes…Las clásicas son las verdes”, y también tendrán su cuota de razón.

En mi caso, recuerdo a mi padre comiendo, según la época, más las verdes que las negras, pero luego lo recuerdo condimentando un agua aceitada y metiendo en ella una generosa bolsa de aceitunas negras aun faltas de maduración, para, semanas después, regalárselas a alguien. Mi padre, hijo directo de españoles, recordaba siempre las recetas de su padre y la presencia constante de las aceitunas. Mi abuelo paterno, partiendo de Valladolid y llegando al sur de la provincia de Buenos Aires con apenas 15 años, dedicado a la cocina de modo exclusivo durante su mocedad y aun después. El sí que sabría de aceitunas y de olivares, de aceite de oliva, de recetas fuertes de aroma intenso, y de la obligatoria sopa de pollo o pescado antes de cada comida.

Y también aquí, en el sur de la provincia portuaria, tenemos los grandes olivares, más tardíos que en otras regiones cordilleranas y muy propicias para su cultivo, pero no por ello menos fértiles. También en estos cercanos pueblitos por los cuales “ya no pasa el tren” (como suele decirse para referir el triste abandono de muchos lugares otrora poseedores de una muy respetable economía regional), crecen silenciosos e infalibles los olivos, y con ellos vuelven, otra vez, a reaparecer los relatos, los cuentos.

“Doña Edelmira cocinaba todo con aceite de oliva, y hasta le curaba las heridas a los niños y a los animales domésticos con plastas embebidas en aceite”.

“La tía de mi mamá curaba el mal de ojo usando una bandeja con aceite. Según ella, era mucho más efectivo si el aceite era de oliva”

Hace poco supimos que algún productor local se emocionó al anunciar la creación de una marca propia de helados sin lactosa…a base de aceite de oliva. Llegué a probar uno. Una real innovación saludable como pocas.

Recuerdo cuando uno de los primeros chefs españoles de esta “Era de los chefs” llegó a mi país y supo ganarse un lugar en los hogares y corazones con sus recetas simples pero sabrosas. Además, le agregaba mucho buen humor y tomaba mate. Y a todo le ponía litros de aceite de oliva. Mi madre, al mirarlo en la televisión, decía: “¡Cómo le pone aceite de oliva este hombre a todo…!”. Mucha gente lo seguía porque daba recetas fáciles, rápidas y nutritivas para cuando los chicos llegaban hambrientos de la escuela. Todas con abundante aceite verde-dorado, de oliva.

Años después y retomando la vía del recuerdo y la emoción por las raíces, mi madre –aunque también de antepasados galeses– viajó a España y la recorrió durante un mes, junto con una de mis hermanas. Volvieron maravilladas por la España mora, el palacio de La Alhambra en Granada, las tradiciones del flamenco, las playas de Alicante, los bocadillos, y las infaltables “olivas” que en cada lugar y rincón les ofrecían en pequeños platos. “En España las aceitunas son enormes”, me comentó un día.

Europa y América, España y Argentina, las olivas allá, las aceitunas aquí…Y la Madre Tierra conectando todo, dando vida a todo. Y la Madre Tierra bajo el inmenso cielo de un Dios Todopoderoso que muchos llaman Padre. Y con esto, también la América devota, nostálgica de la cristiandad europea de la que siempre quiso sentirse parte.

Y en este juego de vínculos invisibles pero innegables, un Papa actual de Sudamérica instalado en uno de los centros culturales más tradicionales de la vieja Europa.

Y acá la última anécdota.

Otro productor y dueño de un olivar cercano a mi ciudad, hace unos años tomó una pequeña planta de sus cultivos, la preparó muy especialmente y se la envió a Francisco. Se la hicieron llegar, de eso se tiene certeza. Un olivo que seguirá creciendo en las regiones de las históricas gestas cristianas, de las grandiosas órdenes monásticas, de las rutas y encomiendas templarias, de las catedrales góticas, de peregrinaciones a sacros lugares, de las fraternidades de constructores, o del martirio de grandes santos. Y como si todo esto no fuera ya trascendente, a algunos les gusta pensar que allá, en Europa, el pequeño olivo argentino está un poco más cerca del Huerto de los Olivos donde Jesús oró con Su corazón agónico, en las horas finales.

Y es la misma Madre Tierra la que en los distintos continentes y bajo un mismo cielo hace crecer los olivos, produce sus frutos y alimenta a sus hijos que transitan los siglos, abandonan sus tierras, pueblan otras, y se reencuentran por la gracia de las tradiciones, las costumbres y los sueños sin edad.

 

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