202.- Él en España, y yo en Canadá
Era la primera vez que salía de mi casa. Me refiero a la primera vez por meses. A medida que se acercaba el día, me parecía más descabellada la decisión que había tomado. Solo tenía 20 años. Tampoco había contado con mis padres para tomar la decisión, simplemente llegué un día y les dije.
– Mamá, me han cogido en la Royal– Como si ya supiera de lo que hablo, para quitarle hierro al asunto.
–¿Qué “royal”, hija?
– La Royal Academy of Dance and performance…
–Mmm… ¿dónde está eso Ana?
–En Canadá…
–A ver Ana, en serio. No es la primera vez que hemos hablado esto y no vamos a hablarlo infinitas veces, pero tu padre y yo ya te advertimos que no dejaras la carrera. Y que cuando la terminaras, si tu trabajo te permite continuar con tu formación de interpretación y de baile pues fenomenal – Se dio media vuelta y se fue de la cocina, probablemente para no hablar más del tema.
Me quedé parada, sola, en la cocina. Me quedé pensando probablemente más de lo que debería. Fui al salón.
–Papá, mamá ya lo sabe. Pero para que tú lo sepas, porque igual ella ni te lo dice. Me han cogido en la Royal Academy of Dance de Canadá– Me quedé mirándolo un rato mientras él levantaba la vista de su libro. –Tengo una semana para confirmar mi plaza y enviar toda la documentación para la beca.
No es que fuera una niña desobediente, es que tenía mucho carácter. Y si yo me había propuesto el ir a esa escuela y formarme como actriz y bailarina, más tarde o más temprano tendrían que ceder.
Mis padres tampoco es que se opusieran rotundamente. En el fondo los entendía, tenían miedo de que al final terminara mi carrera sin éxito alguno y que me tuviera que volver a casa sin nada. Y yo tenía el mismo miedo, nadie quiere acabar en una oficina repleta de papeles como administrativa trabajando para otros, o al menos yo no. Pero mis estudios en terapia ocupacional tampoco es que me entusiasmaran. Había elegido estudiar esto porque no me gustaban las letras y en la selectividad era para lo que me dio la nota. Después de todo, es que ni lo elegí yo.
Al final, muy a su pesar me dieron el visto bueno para aceptar la beca. Los convencí con la premisa de que si no era lo suficientemente buena siempre podría volver y terminar mis estudios en terapia. Por eso, y por pesada. Pero después de todo, ellos sabían que era mi sueño desde que comencé en la danza con 5 años, y que sería muy cruel el cortarme las alas de esa manera.
Creía que mi mayor problema en esto iban a ser mis padres, pero lo que no me esperaba es que iba a ser Pablo. Supongo que porque él no se esperaba que mis padres me dejaran ir, ni que me atreviera a irme sola a la otra punta del mundo simplemente por entrar en una escuela de baile e interpretación. Pero como ya decía, voy a todas con lo que me propongo. Y quería llegar hasta el final con esta oportunidad.
Pablo y yo nos conocimos en las actividades de teatro que se organizan todos los años en nuestro pueblo, Melicena. Nos preparamos una obra durante todo el invierno y siempre la representábamos al comienzo y final de verano. Él y yo éramos los protagonistas de la obra de ese año. Y no fue que nos enamoramos hasta después de hacer la representación. Pasábamos horas ensayando juntos en aquella salita con más trastos que un taller. Él era muy tímido, y aunque sabíamos que nos gustábamos no fue hasta después que empezamos a salir solos.
Aquellos años en los que podía compartir con él mi mayor ilusión en la vida, fueron los mejores. Siempre se quedaba sorprendido de lo fácil y natural que lo hacía todo, no entendía cómo podía con solo una pasada de texto interpretar con tantas emociones diferentes. Ese brillo que se le quedaba en los ojos cuando acababa mi escena, para mí ya era suficiente. Alguna vez vi caer por su mejilla una lágrima mientras sonreía y luego disimuladamente me cogía en brazos, me vitoreaba y me decía.
–Si quisieras, podrías ser la reina del mundo–Aquello era más que música para mis oídos.
– Confía en lo que te digo, algún día llegarás lejos si te lo propones– En aquella salita de ensayo lo tenía todo. A él, a mis amigos y a al teatro. Por eso acostumbraba a pasar horas allí metida.
Pero llegó el día. Yo tenía sentimientos encontrados, por un lado, iba a poder hacer realidad mi sueño y tenía la oportunidad delante de mí. Pero por otro lado había tenido alguna pelea con Pablo desde que supo que me marcharía, y aunque me apoyaba en mi decisión por continuar mi formación, no quería que me fuese durante un año a Canadá. Al final hablamos y lo arreglamos. Sabíamos que nos queríamos de verdad y que nos tendríamos el uno al otro incondicionalmente, y eso no iba a cambiar.
Habíamos quedado en que él vendría a visitarme a los 3 meses para conocer Canadá y que yo vendría después en Navidades a los pocos meses, así que después de todo, no era tanto tiempo sin vernos.
Tengo grabado a fuego aquella despedida en el aeropuerto. Mis padres no paraban de llorar, al igual que yo. Pero ellos no sabían que lloraba porque Pablo me había prometido despedirme en el aeropuerto, pero no aparecía. Esperé hasta última hora para pasar el control, ¡y menos mal! Pablo apareció corriendo por el pasillo y enseguida vino a abrazarme.
–Perdóname amor, mi padre ha llegado muy tarde con el coche y no he podido venir antes.
Recuerdo que nos abrazamos como si fuésemos a fundirnos en uno. Mis padres lloraban más aún. Así que antes de que la cosa fuese a peor, decidí terminar con la despedida.
El mes siguiente fue todo un caos. Mi nivel de inglés era pésimo y apenas si podía mantener una conversación con alguien. Así que no tenía amigos, y en mis ratos libres lo único que hacía era llamar a Pablo por videollamada. Los siguientes meses la cosa empezó a mejorar cuando en mis clases de ballet una chica que también venía de fuera se me acercó. Ella venía de Japón y tampoco tenía mucho nivel de inglés, así que fuimos el refugio perfecto durante aquellos fríos días de invierno en Canadá, nosotras quedábamos en casa de alguna para pasar el rato viendo Netflix, comiendo palomitas y haciendo el tonto mientras nos grabábamos.
Los días siguieron pasando… yo iba mejorando en mis clases, en el idioma, me iba acostumbrando al clima. Pero lo que por una parte iba mejorando, por otra iba empeorando. Pablo dejaba de cogerme el teléfono, cada vez hablábamos menos tiempo, y nuestras conversaciones– o mejor dicho, sus conversaciones– eran con monosílabos y siempre tenía una excusa para colgarme.
No le quise dar demasiada importancia a todo aquel distanciamiento por su parte. La semana próxima era nuestro aniversario. Hacíamos 3 años, y habíamos hablado en una de nuestras reconciliaciones antes de mi viaje que en nuestro aniversario nos tatuaríamos nuestro símbolo. Él en España, y yo en Canadá. Así cuando él viniera a visitarme nos lo enseñaríamos.
Yo no lo dudé ni un momento, y la semana de antes pedí cita para el tatuaje. El día 5 estaba allí plantada a primera hora para hacérmelo. Shiori y yo salimos muy emocionadas, incluso ella que no entendía que significaba le parecía precioso. En cuanto llegué a casa, llamé a Pablo por videollamada para que lo viera. Tenía una sonrisa rara, parecía que estaba contento al verlo, pero cada vez que le decía que me enseñara el suyo me decía que no, ya me lo enseñaría cuando cicatrizara.
Pasaron varias semanas, pero él nunca me lo enseñó. Tampoco vino nunca a visitarme a Canadá, ni estaba cuando volví por Navidades. Después de aquél aniversario, todo se esfumó…
Los siguientes meses, fueron realmente duros. Mis padres intentaban animarme desde la distancia, me enviaban cajas con comida y cosas de España: Jamón, queso, mi colonia preferida, aceite de oliva…Lo que no sabían mis padres es que me habían hecho un flaco favor enviándome esto. En lugar de oler mi colonia favorita, me pasaba los días abriendo la botella de aceite de oliva para olerlo. Cada vez que lo olía me tocaba el dedo anular, donde tenía el tatuaje con nuestro símbolo. Inevitablemente se me escapan las lágrimas. Era la única forma de mantener conmigo el recuerdo de Pablo. Acariciar nuestro símbolo, la rama de olivo, que para nosotros significaba la victoria que tanto buscábamos los dos por nuestro sueño en ser actores. El olor me hacía recordar también a mi casa, mi hogar con mi familia, donde me sentía arropada y en paz.
Acabé aquel curso académico por mi propio orgullo y por agradecimiento a mis padres por aquella oportunidad. Pero después de intentarlo durante años, nunca conseguí ser actriz, tan solo me tenía que conformar con salir en algún anuncio publicitario que al final terminaba por no emitirse nunca. Así que terminé mi carrera en terapia.
En cambio, Pablo, se mudó a Madrid a los pocos meses de irme a Canadá y es hoy el protagonista de muchas películas y series. Ha sabido brillar con luz propia, aunque a mí al principio me dolía reconocerlo y lo quitaba nada más aparecer.
Con el tiempo ha dejado de doler. Yo siento mi propia victoria cada vez que atiendo a mis pequeños y me esperan con los brazos abiertos. O cuando salgo llorando de la emoción por que me han dicho que me quieren como a su madre.
A veces me preguntan qué es lo que llevo tatuado en el dedo. Puede que algún día se lo cuente.