204.- Aceite en el alma
Sentado en el porche de piedra de su casa, Manuel, miró hacia el campo. El sol de media tarde de septiembre aun tornaba dorada la tierra. El olor de sus olivos lo envolvió; a sus casi cincuenta años aun cerraba los ojos para aspirar su aroma, nunca se cansaba. Su vida estaba allí, en su campo. Y su alma en el olivar.
Se levantó. La mano como visera le ayudó a distinguir la figura que subía por el camino de tierra hacia la casa. Sonrió. Sus hermosas caderas se movían al vaivén de cada paso. Y su pelo negro ondulado, al que le gustaba enredar entre sus manos cuando la besaba, revoloteaba con el aire. Ella, al verlo, sonrió más.
Sin darse cuenta, su hijo Tomás, había aparecido en escena.
-¿Otra vez esta mujer por la casa?
-No hables así. También trabaja aquí.
-No, papá. Es a ti a quien quiere trabajarse.
Furioso, su hijo se giró y volvió hacia el interior de la vivienda cerrando de un portazo. Manuel suspiró. En cuanto Rosa estuvo a escasos centímetros de él la cogió de la mano y se la llevó hacia el granero.
Dentro se besaron suavemente como si el tiempo no fuera a acabarse jamás.
-¿Qué has pensado acerca del olivar? -preguntó ella mientras se deshacía delicadamente de sus abrazos. -Para. Sabes que no…
-En serio… ¿no te veré desnuda hasta la boda?
-Eso si tu hijo quiere.
-¿Qué te vea desnuda?
Una medio sonrisa se dibujó en sus labios…
-Que nos casemos, ya lo sabes, Manuel.
-Yo creo que me escondes algo…
-¿Perdón?
-Sí, debajo de esa falda… Y, por eso, te esperas hasta el día de la boda.
Ella, finalmente, soltó una sonora carcajada, dulce pero franca.
-Siempre puedes pedirme el divorcio- contestó Rosa, aunque al momento, dudó si había sido buena idea.
-Ya sabes que no. Hasta que la muerte nos separe.
Manuel se acercó a la ventana. La vista solo cubría parte de las hectáreas del campo de olivos que, desde hacía más de un siglo, pertenecía a la familia de Manuel. Miró al horizonte y allí plantado, en la cima de la colina estaba el olivo. El Olivo. La tumba natural de la que había sido su vida, su compañía, su camino… su mujer. Cuando ella murió, él lo hizo también. Atrapado en un bumerán de sentimientos (rabia, frustración, miedo…) se hundió en la más mísera de las tristezas y en la oscuridad más honda del alma. Todo lo era indiferente. Nada tenía sentido. Nada sentía, excepto dolor. Vivir le dolía. Entonces, un día, Rosa llegó, como una furia, a rehacer su vida. Lo levantó y le sacudió el alma. Hizo que, desde el hoyo donde se encontraba saliera a la superficie del mundo. Lo encarriló a que tomara las riendas de su vida y volviese a dirigirla. Tenía una empresa que dirigir y ella se lo recordó fehacientemente. Tenía un hijo al que cuidar y ella ahí estuvo para que no se derrumbara. No solo era su empleada, fiel de su plantilla, si no que acabó siendo su amiga, su consejera y, al final, su nuevo amor. Él se agarró de nuevo a la vida y Rosa fue el pilar donde apoyarse. Le enseñó a caminar de nuevo, solo, a respirar sin dolor, a intentar vivir aceptando lo corrido.
Cuando le aconsejó comprar las tierras adyacentes a su terreno fue la convicción de ella la que lo empujó a hacerlo. Tras la firma de la compra, y durante aquella cena, dos años atrás, algo cambió. En la puerta del restaurante y, mientras se abrazaban como despedida, una electricidad antes desconocida recorrió sus cuerpos. Se miraron. La luz de las estrellas iluminó el momento y se besaron. Besos dulces, besos de amor que fueron el inicio de una historia y de una desazón para él: su hijo Tomás.
Manuel suspiró. No sabía como avanzar. No quería hacerlo si su hijo no le apoyaba. Y en aquello no lo hacía. Quizá no estaba preparado o quizá no lo entendía.
-Hablaré con Tomás -sentenció Manuel.
-Has hablado mucho con él. Deja que vaya aceptando a su ritmo las cosas, sin presiones. Obligándole no conseguirás nada.
-Te quiero, Rosa.
-Lo sé.
Tomás, mientras tanto, intentaba estudiar. La concentración era nula. Los números de su libro de matemáticas bailaban ante sus ojos anegados de unas lágrimas que no conseguía ocultar; lloraba de rabia. Echaba de menos a su madre y, aunque ya habían pasado diez años, era aun el día en que no pensaba en ella; mientras miraba esa foto de ellos dos apoyada en su mesa de la habitación, lloraba en silencio. Un lloro de rencor y recuerdo. No, Rosa jamás viviría en esa casa. La odiaba.
Manuel llamó a su asesor. La compraventa de otro terreno para ampliar la zona de olivar estaba en curso. Era una buenísima noticia. Subió a la habitación de su hijo para comentarlo.
-¿Tienes un segundo?
Manuel se asomó a la habitación de su hijo.
-Estoy estudiando, pero pasa.
Entró en la habitación y se sentó en el borde de la cama.
-Hay buenas noticias respecto al terreno. Han aceptado la oferta y creo que la semana que viene podremos formalizar la compra.
-Es una gran noticia, papá. Te vas a hacer con todos los olivos de Jaén, a este paso.
-Qué exagerado eres, hijo -contestó sonriendo.
Mantuvieron el silencio durante unos segundos. La tarde avanzaba y el sol anunciaba que iba a ocultarse en breve.
-Rosa me ha dicho que…
-Me da igual lo que diga Rosa. Ya lo sabes.
-Hijo…
-No quiero a esa señora en la casa. No la quiero en mi vida. Es…
-¡Por favor! Sabes que me ha ayudado muchísimo. Sabes en el pozo que estuve… Ella…
-Ella ¿qué? Aprovechó el momento y ahora mírate… ¡Es vergonzoso! Deberías escuchar lo que dicen de ti…
-¿De mí? Sarta de tonterías supongo. Hijo…
-Se acabó. No quiero escuchar nada más. Tengo que estudiar, papá.
Las palabras salían escupidas de la boca de su hijo. Jamás podría hacerle cambiar de opinión. La cabezonería la había heredado, sin duda, de su madre. No le reprochaba nada, pero debía entrar en razón, aunque ¿cómo?
Manuel se encerró en su habitación. Se avecinaba otra larga noche de pesadillas, sin tregua, de la que despertaría cansado y ojeroso. Abrió el cajón de su mesilla. Junto a su diario, una muestra de lo que más odiaba en el mundo. Por su cabeza un fugaz recuerdo… Por suerte ya no las necesitaba. Las pastillas que habían ocupado espacio en ese cajón ya habían desaparecido de su vida y, en parte, gracias a Rosa. Ella le ayudó a quitarse la neblina que envolvía su cabeza, su cuerpo, su cabeza. Hizo que volviera a la realidad, que luchara por su vida, que aceptara la situación. Un día, las tiró a la basura. Todas menos una. La definitiva, la que hubiera acabado con su vida aquella fatídica mañana si Rosa no hubiera entrado en su casa harta de que el jefe no fuera a trabajar su preciado campo. Lo salvó. Y aquella pastilla se quedó en el cajón, justo para recodarle eso: que vivía.
Tomás necesitaba respirar. Necesitaba huir de la angosta sensación de ahogo que era estar en aquella situación. No poder ni mirar a su padre que, aunque intentaba entenderle, no podía. Entró en su habitación. Iba a dejarle una nota a su padre para explicarle que necesitaba unos días de soledad. A la mierda las clases, a la mierda todo. Miró alrededor de aquel cuarto decorado de la manera más clásica, pero no se decidía donde dejarla. Pensó que lo típico era hacerlo encima de la almohada. Se dio un golpe en la rodilla con el cajón mal cerrado de la mesilla. Al empujarlo vio el diario. Se lo pensó durante dos segundos y lo cogió. Empezó a ojearlo. Rollos de su padre. Entonces una frase… Leyó con atención “sé que mi hijo no me lo perdonará, pero yo no puedo más…” Y Tomás empezó a llorar. Después, al devolver el diario al cajón, vio la pastilla dentro…
Rosa escuchó los pasos rápidos por el pasillo. Continuó sentada en la silla de su despacho. Algún día tenía que ocurrir. Pero no fue lo que pasó lo que esperaba que ocurriera.
–¡¿Por qué no me has dicho nada?! ¿Quién crees que eres?
Rosa quedó paralizada. No sabía a santo de qué venía aquello. Pensó rápido.
–Quieres dejar de gritar, Tomás –dijo de la manera más calmada que pudo–. Y cierra la puerta, por favor.
Tomás dudó si obedecer, pero tras cerrar la puerta se sentó en una de las dos sillas para visitas que había en el despacho y suspiró esperando alguna respuesta. Una decoración básica ambientaba aquella sala en las que pocas veces Rosa estaba allí. Ella era más de pasar el tiempo en el campo, ver como todo evolucionaba desde allí; no perdiendo el tiempo encerrada en un despacho…. Tomás carraspeó y volvió a hablar:
–He encontrado el diario de mi padre. He visto la pastilla.
–No está bien fisgonear en cajones ajenos– le riñó Rosa, aunque le esbozó una tímida media sonrisa–. Se que lo habéis pasado muy mal. Y, en un fugaz instante, tu padre pensó que todo acabaría si… bueno, si desaparecía.
–¡Dios mío! Es un suicida… –soltó Tomás.
–No, por favor. Estaba cansado, no veía nada con claridad. Supo que fue un error al instante, pero ya se había tomado casi todo el bote de barbitúricos… Lo encontré de milagro. Cansada ya de esperarle cada mañana para hacer frente al negocio, entré en la casa y muy cabreada lo busqué para echarle la bronca. Lo que encontré, en cambio…
–Madre mía…
–Nadie, ¿me oyes?, nadie sabe nada. No lo contaría jamás…
–¿Ni a mi?
–Tu padre está yendo al psicólogo y hoy en día, está bien.
–Lo siento.
–Tomás, no has de sentir nada. Cualquiera hubiera hecho lo mismo. Ya lamento yo no haberte dicho nada, pero es a tu padre a quien le corresponde y creo que él aun no está preparado. Habla con él. Pero… sé delicado, por favor. Todo lo que tiene eres tú y este maravilloso campo de olivos.
–Y, a ti Rosa. Tú también ocupas parte de su vida… Y no voy a ser yo quien me interponga. Lo haces feliz. Le salvaste la vida. Me salvaste a mí también. No sé que hubiera echo sin él.
Rosa se enjugó las lágrimas. Se levantó y fue a abrazar al chiquillo. Estuvieron así, llorando abrazados, varios minutos.
Juan, que había encontrado la nota y, sin poder localizar a su hijo en ningún rincón de la finca, fue en busca de Rosa a pedirle ayuda. Al ver la escena quedó inmóvil, dudando de la situación.
Entró en el despacho y, sin mediar ni media palabra, se abrazó a ellos.
–Bueno, pues al final vamos de boda, ¿no?