208.- El Ronquio
Nadie elige el lugar donde nacer ni la cultura a la que desea pertenecer. Aunque las vivencias que de niño vivimos marcan el resto de la vida, de los deseos y anhelos insatisfechos que, al no poder ser, nunca se podrían hacer realidad. Todo eso que se vive de niño y adolescente si es grato y bueno queda en nuestra memoria como un tesoro que se guarda para ser recordados con la misma alegría con la que se vivieron, que en cierta forma satisfacen esos deseos imposibles, como si se hubieran hecho realidad.
Días estivales en periodos vacacionales, viví entre olivares y aceitunas. Con pan y aceite me crie en esa cultura crecí, conservo y guardo para el resto de mi vida pues disfruto de ella de forma muy especial.
Todo comienzo tiene un porqué, y ello da lugar a tomar decisiones que no por gusto se toman sino que, obligados por las circunstancias no queda más remedio y a disgusto son tomadas, pues a la fuerza ahorcan. La negativa continua a dar trabajo a aquellos que nacieron en aquel lugar, pese a la falta de mano de obra que provocó la emigración del ámbito rural a las ciudades, fue motivo suficiente para abandonar el lugar de nacimiento, y del por qué uno nace en un lugar que para nada quería haber nacido, pero las circunstancias mandaban y en tierra de olivares no nací. A mediados de los años cincuenta mi padre y sus hermanos encontraron trabajo en un pueblo de Madrid primero, en labores agrícolas y al terminar estas mi padre encontró un trabajo fijo en una fábrica de cerámica y ladrillos en aquel pueblo que los acogió, por lo que decidió ir a buscar a mi madre, alquiló una casa y se establecieron en el pueblo donde nací. Al poco de nacer mi hermana pequeña se vino mi abuela paterna a vivir con nosotros y mis padres decidieron mudarse a la capital.
Tan solo se regresaba al pueblo en verano, el motivo unas merecidas vacaciones, intención de volver a vivir al lugar de su procedencia ya no tenían. Demasiado se callaba y en silencio durante muchos años se mantuvo de aquel “por qué” de los sucesos y las circunstancias ocurridas que motivaron en abandono del lugar de nacimiento, que en el más absoluto de los silencios durante años guardaron en su interior. Ese verano de nuevo pregunté y cuál fue mi sorpresa que, por fin respuesta obtuve a todas ellas, eran tiempos de transición con libertad ya se podía hablar. Empezó a hablar de su padre y justo en ese momento pasaba un anciano encorvado de pelo cano, sin apartar la vista en él me dijo; ves a ese anciano que cruza frente a nosotros pues, fíjate bien en él y luego olvídalo para siempre. Continuo con su explicación: era el Manijero de una finca conocida como la del “Cortijo Marqués” buena persona querida y respetada por todo el pueblo, conducía el ganado bravo a caballo y se encargaba de dirigir las cuadrillas de trabajadores en la recogida de la aceituna en los olivares de la finca, uno de los mejores bailarines de la comarca capaz de bailar en una losa del suelo sin salirse de ella, se tomó su tiempo mientras miraba a aquel anciano encorvado de pelo cano: “Mira a ese hombre al que nadie saluda, que deambula sin saber muy bien dónde ir, ese fue uno de los que impedía que aquí nadie nos diera trabajo, por eso nos fuimos, éramos los hijos de un guerrillero que luchó después de terminar la guerra, se refugió en la sierra y fue perseguido por la guardia civil y los falangistas, tan solo por estar afiliado al partido socialista y figurar su nombre en una lista. Aún puedo verlo con su camisa azul y sus largas botas negras relucientes, aquí se les conocía como “los patas negras” sembraron el terror en este pueblo que duró muchos años. Éramos niños aun cuando irrumpieron por la fuerza en la casa de mis padres, agresivos y llenos de ira torturaron a mi madre para que delatase a su marido con la intención fusilarlo en la tapia del cementerio. Eso nunca ocurrió, ella tan solo abrió su boca para gritar de dolor por las torturas a la que fue sometida por varios hombres a una sola mujer indefensa, en presencia de sus cuatro hijos menores que, asustados lloraban al contemplar dicha aberración. La purgaron con aceite de ricino, la raparon al cero y luego fue paseada casi desnuda por todo el pueblo, el jefe de esa cuadrilla era ese hombre encorvado de pelo cano que acaba de desaparecer de mi vista mis pensamientos y mi vida.” En ese momento supe que él cerraba una herida que durante muchos años estuvo abierta en lo más profundo de su ser.
Toda primera experiencia queda grabada en nosotros y si se producen en la niñez mayor importancia tienen en nosotros y si los sentidos intervienen son difíciles de olvidar. Las vacaciones estaban llena de ellas, pues todo era distinto y nuevo en aquellos paisajes repleto de olivares de la primera aceituna machaca o alcaparra que uno se lleva a la boca de ese primer mollete que se come recién salido del horno, y se regresa con la intención de volver de nuevo a saborear todo eso que te sorprende y te gusta por primera vez, a la vez que se recuerda como sucedió. Cogido de la mano de su abuelo, un niño con atención escucha lo que su abuelo le dice: “Vamos a ver si ya han salido del horno los molletes, te van a gustar ya verás que sí pues son más ricos que los bollos que comes en la ciudad pero no es solo bollo sino pan, por la mañana es lo mejor que uno se puede llevar a la boca y si con aceite te lo comes, mejor te van a saber, compro varios, toma cómete uno que están calientes, cuando lleguemos a casa te comes otro con un aceite, son sabores que nunca se olvidan”. Todo eso hace entender que sin haber nacido allí formas parte de aquel lugar.
El viaje es una aventura que puede parecer interminable por el tiempo que conlleva atravesar la inmensidad de las llanuras manchegas, repletas de viñedos a ambos lados de la carretera, hasta llegar a Despeñaperros frontera natural que dejaba tras de sí la rutina diaria, la cotidianeidad de una forma de vida y sus obligaciones, pues al otro lado todo es diferente y el paisaje cambiaba su color a un verde intenso sobrio de un mar inagotable de olivos en hileras meticulosamente alineadas, el olor era diferente agradable y para quienes acostumbrados a vivirlo de nuevo en una estación concreta del año; familiar. Se respira alegría al sentir comenzar, a vivir esa forma de vida ya conocida con el deseo de hacerla de nuevo realidad. Sentimiento que en tierras propias se está y que ya no había vuelta atrás. A partir de ese momento no cabe pregunta alguna, guiados por ese olor que desprende la aceituna al ser convertido en aceite el cual, se percibe tenue que desaparece por momentos y regresa cuando por alguna almazara se pasa, hasta que ese olor se intensifica se hace más fuerte, las ventanillas del coche se bajan se respira en profundidad buscando ese aroma de almazara única e inconfundible para todos con carácter e identidad y matices propios, esa almazara estaba a las afueras del pueblo frente al cementerio que a su paso era contemplado en el más absoluto de los silencios, clavando la mirada al final de una valla donde tumbas sin nombre albergaba en su interior.
Todo viaje tiene una meta un final, este se hacía realidad al llegar al interior del pueblo que con nuevos olores nos recibía, todo a su paso invadía, formaba parte de aquel lugar y nuevas sensaciones nacían aun por vivir. Jazmín, dama de noche y azahar eran olores predominantes por calles y rincones que en noches despejadas, tranquilas y estrelladas se intensificaban quedando éstos colores, sabores y olores impregnados en uno como seña de identidad en uno, semejante a la raíces de un olivo centenario fuertemente arraigadas en la profundidad de esa tierra que lo mantiene en vida con majestuosidad, asentado expandiendo sus ramas sujetas a su grueso tronco abierto, en oquedades por el paso de los años, para ser alberge y abrigo de aves nocturnas y otras especies de la fauna autóctona.
Los primeros días eran de ritos y tradiciones de presentar respeto a los que no marcharon y visita obligada a lugares que en la intimidad le vieron a uno crecer, beber agua de un manantial que a las faldas de la sierra manaba y brotaba a ras del suelo, aguas frescas que saciaban la sed de tan largo viaje, dicho lugar era conocido como la “fuente los perros”. Despacio y con calma bebía tales aguas y renovado sentía su cuerpo y alma para buscar palmitos, cardos borriqueros y cardillos para saciar el deseo de los sabores que te transportan a tiempos pasados, que antaño calmaban el hambre y en esos momentos como manjares lo degustaban. Conocedor de los productos que da esta tierra, era un experto en la elaboración de un plato típico de la zona, visitaba el Acebuche por las de huertas que lindaban a su alrededor, elegía los mejores tomates, pimientos verdes y ajos a continuación pasaba por el “Ronquio” un edificio adosado a la Almazara donde se catalogaba los aceites y se certificaba su calidad, los expertos catadores de aceite de oliva eran los encargados de tal responsabilidad, para ello realizaban una serie de aspiraciones y expiraciones de aire con una pequeña porción de aceite en sus bocas sin llegar a ingerir cantidad alguna con ello dejaban que todo el aroma desprendido quedara acumulado en la fosa nasal posterior, todo eso producía una especie de ronquido y así se le dio nombre a tal lugar. De allí salía con la elección del aceite que iba a utilizar, a continuación se dirigía a la tahona donde compraba varias hogazas de pan, al llegar a la casa desempolvaba un antiguo mortero echo en mármol blanco con mano de madera que lavaba cuidadosamente y todo eso lo dejaba preparado para el día siguiente pues el pan para hacer un buen salmorejo mejor de un día para otro. A la mañana siguiente y bien temprano comenzaba su elaboración pues para que algo salga bien no hay que tener prisas y menos éste que requiere de un buen majado de todos sus ingredientes, la incorporación de cada ingrediente a su tiempo justo, hasta obtener la masa adecuada ni muy espesa ni muy liquida pues sino gazpacho podía salir, lo último que incorporaba era el aceite que majaba con paciencia hasta obtener una crema suave y sin tropezones, lo dejaba reposar para intensificar el sabor de un buen salmorejo.
Días de feria bailes y alegría de amazonas y jinetes con trajes típicos de paseo por las calles, de noches trasnochadas y saltos de muros por encontrar la puerta cerrada, al no acudir a la hora señalada, de amaneceres a mediodía con el estómago vacío, en uno de esos amaneceres donde por fin reinaba la paz y el silencio en la casa de mis abuelos maternos, con un gran patio que al fondo contaba con cuadra y el sobrado, que se convirtieron en habitaciones para poder alojar en verano a la numerosa familia compuesta de hijos y nietos, por lo que siempre había alguien en casa y no utilizábamos llaves para acceder a ella, la vida giraba en torno al patio y una majestuosa higuera que aparte de sus frutos, daba una agradable y refrescante sombra en los caluroso días del periodo estival. El abuelo sentado en su hamaca frente a la higuera contemplaba en silencio el transcurrir del día con cierta satisfacción al observar como todos disfrutaban en torno a ella, se recogían los primeros higos y se compartían, entonces era cuando el abuelo pronunciaba su célebre frase: “Esa higuera la planté yo, hace ya más de treinta años”, luego callaba y solo la volvía a pronunciar si alguna disputa sobre ella se producía; “recordar que esa higuera la plante yo”, sentenciando pronunciaba. En aquel mediodía de paz y tranquilidad con la cual me levanté, tan solo a la abuela escuchaba refunfuñar en soledad, “que paz hay menos mal que por fin se acaba el bullicio” decía para sí misma, al verme con rin tintín dijo, qué ¿ya ha amanecido? Anoche saltaste la valla para poder entrar ¡eh! Gachón, bueno esta noche no cerraré la puerta la dejaré atrancada con una silla, luego cuando entres no te olvides de echar la llave que la dejaré puesta por dentro. Que aquí la gente es muy guasona y no quiero que a ningún nieto mío apodo alguno le pongan y tu llevas el camino de que te llamen como a tu abuelo, el “salta vallas” ya que vallas saltaba el muy picaflor. Siéntate ahí, que te pondré un poco de aceite y pan para que desayunes, con reproche respondí otra vez aceite, con una sonrisa dijo, este es un aceite especial y te va a gustar tú pruébalo y ya verás que tu abuela quiere lo mejor para ti. Dos tinajas había apoyadas en la pared del patio de una de ellas echó en un plato un aceite con un color dorado, mojé pan y comí, en ese momento una sensación recorrió todo mi cuerpo de sorpresa al descubrir un sabor nuevo que saciaba el apetito que al querer comparar no encontré con qué, tan solo pensaba en esos momento que; si el oro tuviera sabor era ese y no otro, con atención mi abuela observaba mi reacción y le dije razón que aceite tienes este aceite no es como el resto, que aceite era ese que guardaba tan en secreto, su respuesta fue muy corta, éste es el aceite del abuelo.
Las vacaciones llegaban a su fin, y dulces brevas comenzaba a dar la higuera, uno de mis tíos se fabricó una pértiga con una caña y seleccionaba cuidadosamente los higos y brevas que estaban más maduros y advertía al resto sobre todo a los más jóvenes, que eran suyos que nadie los cogiera, eso lo contemplaba el abuelo sentado en su hamaca y advertía, que sepas que esa higuera la planté yo hace muchos años. Los nietos en secreto planeaban como y cuando hacerse con tan preciado botín y cuando éste salió de paseo, entre todos aprovechaban su ausencia para coger su caña y dar buena cuenta de los higos y brevas que había seleccionado y apropiado sin derecho alguno, a la mañana siguiente cogió su caña y al ir a coger su cuidada selección se dio cuenta que habían desaparecido esa mañana todos los nietos a primera hora se levantaron con el fin de ver la cara que ponía, enfurecido comenzó a quejarse, quien le había robado sus higos y brevas repetía chillando y tremendamente enojado, acusaba a los más jóvenes de habérselos quitado, mientras estos reían a carcajadas, alertado por tal alboroto el abuelo salió al patio y dijo; que pasa a que viene tanto chillido, con la caña en mano dijo, estos roba higos que tan alegremente ríen y mofan se han comido mis higos que ayer con esmero seleccioné, el abuelo le respondió; que sepas que aquí no hay higo de nadie que la higuera es mía pues yo la plante, así qué nada de gritos ni quejas y que el primero que las cojas de ellos son y aquí acaba esta disputa, pues la higuera es mía y con ella haré lo que me venga en gana, os habéis enterado todos bien. Con ese discurso se puso fin a aquel verano.
Cual sorpresa fue que al llegar al patio al año siguiente la higuera, ya no estaba y todos sorprendidos preguntamos por ella, que ha pasado con la higuera, de nuevo salió el abuelo al patio y dijo; la higuera mande arrancar, y ¿eso por qué? todos le preguntaron, su respuesta no fue otra que, ya os advertí que la higuera era mía que yo la plante hace muchos años y con las mismas la mande a arrancar, para que ninguna disputa por ella se diera nunca más, dirigiéndose al fabricante de pértigas de caña le dijo, mira hay tienes tu caña ya puedes ir a buscar higos a otro sitio que aquí no los vas a encontrar ni higos ni disputa alguna por ellos, se dio media vuelta y en silencio se marchó. Nadie replico la decisión que tomó el abuelo y en silencio todos la respetaron, más cabe decir que el patio ya no volvió a ser el mismo sin la higuera del abuelo.