210.- El llanto de los olivos
El resplandor de la luna es lo único que ilumina el campo, como un manto de luz fría y gibosa que traza sombras en la tierra. Los rayos que atraviesan los olivos forman bordados en el suelo, intrincados patrones de troncos y hojas que se enredan en el terreno y se curvan sobre los matojos secos. El viento mece las ramas y estas susurran suavemente, las hojas duras y alargadas sacudiéndose a su merced. Cantan acompañando a los grillos, una melodía nocturna y nostálgica que siempre me hizo sentir a salvo; excepto hoy. Hoy a la música se le suman dos sonidos que la corrompen, dos sonidos que perturban la noche y la envenenan de terror. Pasos. Respiración acelerada.
Mi marido corre con la niña en brazos, medio dormida, que se abraza a su padre con la cabeza reposando sobre sus hombros. Mira al suelo con los ojos entrecerrados y de vez en cuando susurra, preguntándonos que a dónde vamos. Él la mece y le pide que guarde silencio. Yo voy detrás, caminando con los pies desnudos y mordiéndome los labios para soportar el dolor de las heridas. El campo no es misericordioso y las piedras se recogen allá donde no hay caminos, pues la naturaleza solo nos cede aquello que decide otorgarnos. El resto se lo guarda, lo protege como puede en un intento de conservar su integridad. Y aunque ahora me arañe los pies, aunque mi sangre se derrame sobre la tierra, sé que ella también me protegerá a mí. Por eso corremos. Lo que nos amenaza no es natural.
Y detrás de mí va el niño, al que arrastro a duras penas y que sigue mis pasos a zancadas agigantadas. Él no quiere huir y sé que si le suelto la mano se quedará atrás, así que se la sujeto con tanta fuerza que noto mis uñas hundirse en su piel. Y aunque lo llame niño la verdad es que ya es todo un hombre; de ojos oscuros y pelo rebelde como su padre cuando era joven, pero nariz aguileña como la mía. Corre mirando al suelo y con la cabeza gacha. Cree que si se entrega nos salvará a todos, pero no entiende que no podríamos vivir sin él. Como si una madre pudiera soportar la muerte de su hijo, o como si a nosotros nos fueran a perdonar la vida si no oponemos resistencia. La bondad le ciega, la culpabilidad que brota en su alma y no le permite ver la crueldad del mundo. «No te sueltes, hijo. No te preocupes. Sé que saldremos de esta».
— Aquí. —Manuel se detiene de pronto y pone el dedo sobre los labios—. Tenemos que quedarnos aquí, en silencio.
— ¿Por qué? Sigamos un poco más, la carretera está justo ahí. Podríamos llegar al pueblo.
— Alguien nos verá por el camino, y todos en el pueblo lo saben —dice Antoñito, zafándose de mi mano con aspereza—. Primero, no sabemos quién me ha traicionado. Y segundo, si pillan a alguien dándonos cobijo también les fusilarán. No me voy a llevar por delante más vidas.
Habla de una forma tan calmada que casi parece aterradora, pues intuyo las conclusiones a las que quiere llegar con su discurso. Por eso no le quito la vista de encima. Veo que se recuesta contra uno de los últimos olivos del terreno y suspira, con la mirada perdida entre ramas y estrellas. Manuel deja a la niña a los pies del árbol y ella se acurruca en el relieve del tronco grueso, tan agotada que casi no puede moverse. Él le coloca los pies y las manos para que encaje mejor en la oquedad del tronco. Entonces me mira, pensativo. Y yo sacudo la cabeza.
— Ni se te ocurra, Manuel. ¿Qué crees que pasará cuando despierte?
— Que estará asustada, hambrienta y dolorida —replica, tomando con firmeza mis hombros —. Pero también estará viva.
— Tiene que haber otra manera.
— La hay —alza la voz Antoñito desde el otro lado del tronco—. Si tan solo me dejarais…
— ¡Ni se te ocurra! No voy a dejar que te maten.
La voz se me quiebra y de pronto siento que algo se encoge en mi garganta, como si todo mi cuerpo temblara al unísono. Caigo al suelo de rodillas, pies sangrantes y ojos vidriosos, y más que derrumbarme siento que es el mundo el que se hunde a mi alrededor. De pronto todo parece extraño, amenazador y sofocante. El viento en los árboles, las sombras cambiantes, los grillos, los pasos… eso es, escucho pasos a los lejos, ladridos de sabuesos y gritos vociferantes. ¿Se acercan? ¿Se alejan? ¿Acaso ya es demasiado tarde?
— El olivar es grande, María. —Manuel se arrodilla a mi lado y me besa con cariño la frente—. Tardarán un tiempo en encontrarnos.
— Pero nos encontrarán de todas formas. Tenemos que seguir corriendo.
Aspiro el aire entre los dientes y una ráfaga de brisa fría y seca sacude las ramas del olivo, repletas de frutos que se agitan y entrechocan con un sordo tintineo. La oliva está casi madura, pero aún es de un color pálido y firme. Queda un mes o dos para recogerlas, para que el olor de aceite recién prensado inunde el ambiente y el jabón fresco repose en las estanterías…
— Podríamos ir a Bailén.
— ¿Qué se nos ha perdido en Bailén?
— Allí hay trabajo, Manuel. Podrías conseguir un puesto en la fábrica de ladrillos, y el niño podría esconderse en la casa hasta que las cosas se calmen.
— No pienso hacer eso. —Antoñito sale de detrás del olivo con una mirada llena de determinación firme y cruel—. ¿Pretendes que me esconda como una rata entre las paredes? ¿Que envejezca de rodillas y atemorizado? ¿¡Acaso sabes lo egoísta que suena eso!?
— ¡Egoísta eres tú, hijo mío! Que te empeñas en resignarte a la muerte, en abandonarte a tiranos y patrañas dementes por el supuesto crimen de querer amar. Yo no he criado a un humilde vasallo, ¡te crié libre para que alzaras el vuelo! ¿Y ahora escoges morir sin más? ¡Cobarde, eres un cobarde!
— Madre —responde él con voz suave, y solo entonces advierto las lágrimas que le brotan de los ojos—. Ángel ya está muerto y su familia en prisión; a saber si alguna vez saldrán de allí. Ya he perdido un amor, ¿por qué iba querer perder más? Hablas del dolor de velar a un hijo, ¿pero y el de un hijo al saber que condena a muerte a sus padres? No hay pecado en amar, es cierto, pero sí lo habría si dejo que otros sufran por un amor que ya no está.
»Deja que me quede, madre. Huid vosotros a Bailén, y yo me quedaré de rodillas bajo el olivo. Cuando me encuentren guardaré silencio y cerraré los ojos, pues entonces ya estaré muerto. Y vosotros estaréis lejos.
Las lágrimas que se deslizan por su rostro son frías y serenas, pero las mías arden de rabia contenida. Le abrazo y lloro, ahogando gritos de dolor en su camisa y buscando palabras que no encuentran salida. No puedo decirle lo mucho que le quiero, lo orgullosa que estoy de él; pero sé que lo siente a través del silencio. Me abraza con firmeza durante un instante que desearía que fuera eterno, pero que acaba de golpe cuando él se separa de mí. Le tomo las manos y él las desliza, alejándose, mis uñas clavándose suavemente en su piel.
— Yo también me quedo —susurra Manuel, que ha sacado a la niña del hueco del árbol y se frota los ojos con disgusto, ajena a lo que sucede a su alrededor—. Este campo lo cuida mi familia desde hace generaciones; y este olivo —dice mientras posa la mano sobre el tronco— lleva más años aquí de los que yo jamás podré vivir. Es por honor, María. Podrán quitarme la vida, pero al menos descansaré en mi tierra, y con mi hijo. Se quedarán más contentos si cogen a dos.
Ya no me quedan fuerzas. Tomo la mano de la niña y me derrumbo sobre Manuel, que sostiene todo mi peso entre sus brazos. No quiero marchar, pero las voces se acercan más y más y los grillos ya empiezan a guardar silencio. Me hundo en su abrazo y en sus besos amargos, en la cálida pasión de una despedida que se deshilacha lentamente hasta que, de pronto, dejamos de estar unidos. Manuel retrocede y se sienta al pie del olivo, ojos cerrados y manos que acarician suavemente la madera. Antoñito se arrodilla en el suelo y reza, entre lágrimas, una plegaria por nuestras almas.
Y entonces tomo a la niña en brazos. Pesa más de lo que yo creía y mis pies, magullados, protestan en forma de dolor agudo y lacerante. Camino sin mirar atrás, sin pensar en lo que dejo a mis espaldas; porque en este momento solo he de concentrarme en mantenerla a salvo. Se aferra a mi ropa y frota sus rizos ligeros sobre mis mejillas, y en ese momento siento que ya no voy pisando piedras.
— Mamá, mira.
— No mires atrás, corazón. Guarda silencio.
— Pero mamá, mira, el olivo. Se muere.
Deslizo su cabeza hacia mi pecho para cubrir sus ojos, pues no me perdonaría si llegara a presenciar una escena tan atroz. Pero ya estamos bastante lejos, y aunque me prometí no mirar atrás no puedo evitar girar la cabeza por última vez.
Y entonces lo veo. A la lejana luz de las linternas el árbol se ve enfermo, con las ramas gachas y las hojas cubiertas de tizne oscura y sombría.
— Tienes razón, amor mío. Se está muriendo. Por eso nos vamos, ¿vale? Porque la tierra se está muriendo. Iremos a un sitio nuevo, tú y yo solas; a cualquier sitio en donde los árboles no se puedan morir. ¿Está bien, corazón? ¿Le harás caso a tu madre? —La niña asiente y se acurruca de nuevo en mis hombros—. Y ahora duerme, que ya es tarde. Mañana despertaremos muy lejos de aquí.
La melodía nocturna retoma, pero esta vez el viento danza entre árboles que no son olivos y los grillos se escuchan distantes, aletargados. Y aunque la música sea nueva también resulta familiar e inquietante, como el preámbulo de un estallido que nunca llega. A la orquesta se le une un nuevo instrumento, que solo suena dos veces pero perturba la noche y la envenena de terror.
Un disparo.
Dos disparos.