212.- Historias arrancadas
A los 12 años, en el mes de marzo, cuando las yemas del olivo comienzan a crecer y se convierten en brotes, me di cuenta de que no me gustaban las niñas, sino los niños. Fue el día que vi a Horacio por primera vez, contratado por mi padre para quitar las varetas; no me llevaba muchos años. pero él parecía un hombre a mi lado. Recuerdo en otoño cuando llegaban las cuadrillas de aceituneros armados de lienzos y varas, y entre ellos Horacio que saltaba con agilidad de la furgoneta y me saludaba siempre con la mano. Sentía una mezcla de excitación y miedo porque sabía bien lo que mi padre pensaba de “los maricones”. Lo observaba vareando los olivos y luego fantaseaba con su cuerpo bajo las sábanas. Con él, también entre olivos, perdí mi virginidad. Me dio una bonita flor de olivo después de hacer el amor a la vera de uno y en su tronco arrugado escribimos nuestros nombres y un forever.
Estuvimos juntos unos años hasta que Horacio me dejó. Él quería presumir de mí por las calles del pueblo. Ser tildado de marica, maricón, afeminado, mariquita, sarasa, urraca, puto, lombriz, invertido; o recibir continuamente miradas de desprecio y repulsa no le afectaban en absoluto, indomable como era, o al menos de eso presumía. “Si nos adaptamos a la mirada de los demás, dejamos de ser libres”, me decía, “la libertad tiene un precio”. Yo, sin embargo, no soportaba la humillación del insulto ni las miradas de desaprobación, así que solo le mostraba mi amor entre los únicos testigos que no nos juzgaban: los olivos. Cuando salíamos del pueblo por la carretera de Mengíbar, el paisaje de olivos interminable me despertaba un sentimiento extraño de soledad. Los veía muy solos, separados los unos de los otros por esa distancia tan cercana. El paisaje tórrido y seco junto con la visión de sus troncos rugosos en el yermo paisaje me producía una extraña quemazón en las entrañas y el corazón.
En verano, cuando los pétalos cayeron dando paso a la aceituna y las olivas habían crecido hasta su tamaño final adquiriendo su tono más oscuro, mi padre me echó de casa dejándome claro que allí no había espacio para los de mi clase. Alguien me vio morreándome con Horacio en una de nuestras continuas despedidas y se lo hizo saber. “En mi casa no quiero maricones”, me dijo sin regodeos clavándome la frase en el pecho como si me hubiera asestado una puñalada. Se me quedó grabada la mirada de mi madre en estado de shock, de pie a su lado sin decir nada como era habitual en ella por el pavor que les tenía a los ataques de ira del viejo; pues lo mío ella lo sabía desde siempre y me quería como yo era. Nunca la vi sufrir tanto sin mostrarlo. No soltó ni una lágrima conteniéndose como pudo mientras me metía en el bolsillo un fajo de billetes arrugados, comprimidos con una gomilla sin que la viera mi padre. Me miró con amor y con dolor de madre a sabiendas de que sería la última. Vagabundeé por las calles del pueblo con las pocas cosas que me dio tiempo a coger y terminé recostado a la vera de un olivo en las afueras recogido sobre mí mismo, llorando de rabia y desolación. Al día siguiente era otro. Endurecido súbitamente me largué del pueblo y ese mismo día encontré un trabajo cutre en un hostal de carretera sin salir de la provincia. Recibía alojamiento y comida a cambio de limpiar, cargar maletas, hacer pequeños arreglos, fregar platos y suelos y mamársela al dueño esporádicamente. Un día un guiri de dos metros de alto que pasaba por allí me enamoró. “Me exportó” a Dinamarca con cientos de litros de aceite de oliva que vendía por todo el mundo. Di un salto cuántico: Mengíbar – Copenhague. Le ayudé con su empresa y aprendí tanto que al final monté la mía propia. El rubio y yo duramos juntos unos años hasta que me dejó, pero siempre le agradecí el impulso que le dio a mi vida. Si no hubiera sido por él, no sé dónde hubiera acabado.
Copenhague fue mi hogar durante media vida, y allí me sentí libre por fin: viví mi sexualidad plenamente, retomé los estudios y aprendí un danés que pese a que me servía para comunicarme, nunca llegó a desprenderse del fuerte acento andaluz que hacía que los daneses tuvieran que afinar el oído para entenderme. Con frecuencia me preguntaban si no echaba de menos el calor, y yo me reía, pues los inviernos de Jaén en un caserón en mitad del campo eran más fríos que los largos meses fríos nórdicos bajo cero. Meterte en la cama en invierno en Jaén era entrar en una cámara frigorífica donde el cuerpo se ponía tieso al instante. Solo pasados unos minutos empezaban a soltarse los músculos con la ayuda del peso aplastante de las gruesas mantas que mi madre remetía por los lados hasta que por fin el calor traspasaba los huesos. Sin embargo la falta de ese sol seco de mi tierra y su paisaje olivar me producían un desarraigo infinito. Cuando me enteré que mi madre había muerto, fue como si me cortaran las únicas raíces que me quedaban. Su indolencia me dejó una herida en la psique y en los genes; me costaba la vida levantar la voz, ponerme en mi sitio, negociar un precio justo para mis productos, encarar a los empresarios abusones; menos mal que Dinamarca era un país dócil y amable, si no, hubiera sucumbido nada más llegar.
Con 54 años me vi obligado a volver. En todos esos años no había pisado Andalucía a pesar de estar succionándole su aceite. Ahora volaba a Madrid y de allí un tren a Linares-Jaén. Mi padre estaba ingresado a punto de morir y había recibido la notificación de que con su muerte heredaría la casa y el terreno. Desde los 17 años nada había sabido de él, así que en la vida imaginé –después de nuestro último encuentro– que mi padre me nombraría único heredero. Desde el tren disfrutaba de mi paisaje preferido, el olivar, y un hormigueo empezaba a despertarme los huesos dormidos, como si hubiera estado fuera de mí todos esos años.
Lo primero que hice al entrar en la casa fue soltar mi maleta y ponerme a andar entre los olivares en busca de aquel olivo donde Horacio y yo firmamos nuestro amor, pero ante mi sorpresa no estaba, me habían arrancado ese árbol que me había visto crecer, el primero que había aceptado mi homosexualidad, el que me vio marchar desolado. ¿Quién se había llevado un olivo centenario? Sentí una terrible indignación, como si me hubieran arrancando una pierna. No había visto a mi padre en 30 años, moribundo como se encontraba en un hospital, y yo sólo pensaba en un olivo.
Una vez en el hospital me acerqué al viejo que prácticamente estaba en el otro mundo. Lo miraba intentando encontrar alguna emoción dentro de mí, pero no sentía nada hacia él, ni siquiera odio. La enfermera se marchó y nos dejó a solas. Me miró y dijo algo bajito que no oí. Me acerqué aún más y puse mi oído cerca de su boca, “¿qué dices, padre?”, teniendo miedo de que me gritara en la oreja “maricón” y salir vapuleado una vez más. Sin embargo, en lugar de maricón dijo “perdón” y soltó algunas lágrimas que caían por sus mejillas mojando la almohada, sollozando con el último aire que le quedaba. Las cogí con mis dedos sin saber qué decir. Por un lado me aliviaba su arrepentimiento, pero por otro me molestaba enormemente tener que consolar al hombre que me había arrancado mis raíces. Puse mi mano en su frente y le dije “Perdonado, viejo, perdonado”, aunque por dentro mi corazón estaba aún gélido y todavía no latía como debía.
Dos días estuve a su lado. Lo acompañé como pude cogiéndole de la mano, acariciando su cara, pidiéndole que le dijera a la vieja que la quería cuando llegara allí arriba, contándole sobre mi vida en Copenhague y mis negocios con el aceite. Él se dejaba querer, el muy cabrón, uf, ¡qué revoltijo emocional sentía! Después murió aprovechando un momento en el que fui a tomarme un café en el bar frío de la primera planta. Fue incinerado y desparramé sus cenizas en su campo, donde se dejó la piel trabajando. Ya no tenía padres y a pesar de que siempre había sido huérfano, mi desgracia ahora se hacía aún más evidente.
En el camino a casa vi un vivero. En la entrada un cartel: “ARRANCAMOS OLIVOS, le pagamos por olivo y le dejamos la finca limpia para nueva plantación” Al ver eso me recorrió una rabia de enormes proporciones. ¿Quién podía dedicarse a algo tan vil como arrancar árboles centenarios y luego venderlos? ¿Serían ellos los que habían robado mi olivo? Me parecía tan cruel como sacar a los chimpancés de la selva y meterlos en zoológicos o venderlos como animales domésticos; o emplear elefantes, leones, u osos en los circos; el ser humano y su afán de sacarlo todo de su hábitat para venderlo hasta que nos destruyamos a nosotros mismos. Entré. Los árboles estaban muy cerca los unos de los otros, amontonados prácticamente. Despojados de su dignidad y su orgullo como zombis, creía poder percibir su dolor, o ¿era sólo el mío y ellos estaban felices de estar en un lugar seguro, protegidos de las inundaciones, de la sequía y de las plagas? Anduve un buen rato entre los pasillos con la esperanza de que al encontrar ese olivo me encontrara a mí mismo, hasta que alguien vino a preguntarme si necesitaba ayuda y salí despavorido sin decir nada. Me azuzaban unas ganas terribles de pegarle una hostia a quien fuera. El sonido de mi móvil me sacó de mi estado. “¿Hola?”, “Hola, soy Horacio, me han dicho que estabas por aquí. ¿Te gustaría que nos viéramos?” Eso sí que no me lo esperaba.
Al día siguiente me encontré con un Horacio que parecía mucho más joven que yo. Enérgico, maduro e interesante con sus casi 60 años. Nos dimos un largo abrazo y me hizo pasar a su casa. Me contó que se dedicaba a la exportación de aceite ecológico, se le veía contento. Salimos a un amplio patio andaluz, lleno de plantas y macetas, bañado por la luminosidad de la luz de septiembre sobre sus blancas paredes de cal, y en el centro, un precioso olivo de tronco rugoso y serpenteante. Al acercarme, ante mi asombro, vi que era el nuestro, con los nombres marcados toscamente en su tronco con la navajilla que me dio mi abuelo. Me contó que mi padre empezó a venderlos a raíz de las inundaciones y la mala racha para el olivar, y se lo vendió a él a regañadientes. También que proliferaban las empresas que se dedicaban a arrancarlos y enviarlos a rotondas, campos de golf, empresas, o a caserones de bolsillos pudientes en Alemania y Francia. Entonces cambió de tema: “¿Por qué no te despediste de mí cuando te fuiste?” Hubo un silencio largo pero no incómodo; “No me fui en realidad, me fui sin mí, por eso”, le contesté. Nos sentamos bajo el olivo y nos abrazamos como si ese paréntesis de 30 años nunca hubiera existido. En ese momento donde el tiempo se paró recordé un poema que mi madre canturreaba cuando era niño:
“Olivo, no me dejes
que el campo se hace huérfano
si me arrancan infancias,
si me extirpan tu suelo”*