214.- Los pies en las ascuas
Mi segunda madre llevaba el nombre del campo. El campo lo llevaba dentro y ahora el campo la tiene dentro a ella. Vivíamos en un pueblo pequeño, que es tan uno con el campo que la mayoría de las mujeres, empezando por la patrona en su iglesia, llevan ese nombre. Y somos morenitas y pequeñitas, lo mismo que una aceituna, aunque eso se le cante a otra Virgen.
Mi segunda madre me enseñó a trabajar la aceituna como la han trabajado siempre las mujeres, dobladas hacia la tierra. Así recuerdo también ver trabajar a mi abuela, cuando el campo en invierno solo sonaba a madera contra madera, con los índices y los pulgares moviéndose ágiles enfundados en sus cascabitos de bellota y un gran delantal que se había fabricado con unos pantalones de pana viejos. Mi abuela fue, en realidad, la que me dio las primeras lecciones, y una propinilla de quinientas pesetas si me portaba bien. Con ella aprendí a llevar mi espuerta siempre delante y a recoger las aceitunas a uñate desde fuera hacia el tronco del olivo, retorcido y cubierto de nudos como las manos de mi abuela, sin pisar ninguna y siempre de rodillas porque sentarse, decía, amarga la pringue.
Antes de las máquinas nos escuchábamos mejor. Recuerdo oír el sorteo del gordo de la lotería en la radio del coche mientras trabajábamos, y a mi tío gritando “mañana no vengo”, o a mi padre “es el mío” cada vez que un niño de San Idelfonso subía el tono para anunciar un premio de los grandes. Casi todos los números se llevaban compartidos entre toda la familia, lo que dividía el posible premio pero multiplicaba el contento. Al final de la mañana seguíamos siendo pobres, pero al menos teníamos salud. Además, sentíamos alegría si algún premio había caído en un pueblo cercano, como ejercitando una especie de patriotismo de andar por casa. En la pausa de la comida hablábamos de la posibilidad de que le hubiera tocado a alguien que conociéramos en el pueblo agraciado. Imaginábamos cómo, al oír su número, nuestro conocido habría soltado los aperos y bajado corriendo a la administración de loterías sin acordarse ni de apagar la lumbre.
Las botas de mi segunda madre siempre estaban quemadas. Casi todas las mañanas la tierra nos recibía cubierta de escarcha, que nos aleccionaban a gritos para que no pisásemos. Copié su costumbre de calentarse los pies arrimándolos al fuego hasta pisar las ascuas, aunque me quedaba muy atenta para no llegar a oler la goma quemarse. En el almuerzo, eso me parecía mucho más reconfortante que la propia comida, porque yo era una niña que no entraba en calor tan rápido como los adultos con su ritmo de trabajo y porque antes de salir me habían dado de desayunar mucho más que un café. Las primeras horas eran las más duras, hasta que la línea del sol asomaba por el tajo. La gente de fuera no se lo cree. Dudan que en Jaén pueda hacer el frío que hace en invierno y mucho menos que, a pesar de eso, a las pocas horas de trabajo los jornaleros, a la intemperie de enero o diciembre, terminen en manga corta. Cuando lo cuentas responden, casi indignados, que cómo va a ser, si estamos en el sur, como si nosotros tuviéramos interés en contar mentiras que disuadan a la gente de venir a la provincia. Como si necesitáramos contener a las turbas de viajeros ansiosas por venir a dejarse el dinero en nuestras comarcas.
La pena, sin embargo, no es que no crean en el frío, que no es fruto del trabajo de nadie. La pena es que no crean tampoco que el aceite es un líquido denso, casi del color del oro, que rasca al bajar por la garganta, porque están acostumbrados a esas botellas de contenido semitransparente y del todo insípido que venden en los supermercados. Líquido anónimo, sin personalidad, sin origen, sin historia.
En los días de mucho frío mi abuelo cargaba con un cubo de lata en el que mantenía viva una lumbre, para que siempre la tuviéramos cerca en caso de enfriarnos. También es cierto que mi abuelo había heredado de su padre el oficio de herrero y con éste iba aparejada la costumbre de arrimarse al fuego incluso en verano. Me gustaban los días que venía mi abuelo, que eran pocos porque ya estaba mayor, porque cantaba. Cuando se veía la estela de un avión sobre nuestras cabezas, no podía evitar comparar nuestras pintas con las de la gente que él se figuraba que componía el pasaje, aunque nunca había montado en uno. Nuestras ropas, remendadas y manchadas de barro, y nuestras caras cubiertas de polvo frente a señores de traje y señoras maquilladas y enjoyadas que iban en asientos confortables y calefaccionados a algún sitio sin duda importante. Qué guapa irá ahí la gente, decía mirando al cielo.
Cuando las olivas de mis abuelos quedaban recogidas aún quedaba temporada. Mi madre, sus hermanas y hermanos buscaban jornal con algún amo. Cada invierno eran más o menos los mismos, y las criaturas de la familia comíamos con mi abuela o íbamos a la guardería del pueblo. La guardería de mi pueblo solo se abre durante la temporada de aceituna, porque el resto del año ninguna familia está tan ocupada como para no poder hacerse cargo de su prole. A las cinco se daba de mano, y comenzaba el desfile de madres, todas con su ropa de trabajo, su pelo desbaratado y la suciedad que se habían traído del campo. Recuerdo abrazar a mi madre y aspirar ese aroma a polvo y sudor, agrio de aceitunas negras, que aún puedo traer a mi nariz recordando mi infancia. Es curioso como hay olores desagradables que se vuelven deliciosos para quien los asocia a un recuerdo feliz. Cuando mi madre trabajaba en casa, recuerdo que el olor a lejía nunca desaparecía de sus manos, aunque se mezclara con el de la crema que usaba para que no se le picaran ni se le endurecieran los cayos.
Las madres iguales, que pasaban a recogernos con iguales preocupaciones: que si habíamos comido, que cómo nos habíamos comportado. Mi madre, pensaba yo, hacía la primera pregunta por protocolo, porque ya sabía ella que lo nuestro era un comer de esos que alegran la vista de cualquier cocinera, de todo lo que haya en el plato y por favor se puede repetir. Lo de mi hermano ya era cosa de otro mundo, como una lija. Una lija eléctrica. Cuando comíamos en casa de mi abuela, mi madre únicamente preguntaba si nos habíamos portado bien, porque mi abuela ya explicaba, cada vez que podía y sin que nadie le preguntase, que habíamos salido de mala raza, como los gorrinos que no engordan por más que les eches de comer.
El sonido del trabajo cambió. Ahora la sintonía del campo en invierno es un ritmo monótono de motores a gasoil, que no hacen música pero hacen bailar a los olivos.
Mi segunda madre me enseñó a mover los lienzos, que en el pueblo de mi padre se llaman mantones, siguiendo los hilos para que los vareadores no se queden nunca sin tajo, ni tengan que andar más allá de la primera oliva que tengan al lado sin recoger. Me aleccionó primero para sujetarlos bien por atrás, para que las aceitunas no se fueran rodando mientras ella tiraba, de nuevo doblada por los riñones, buscando la tierra con el entrecejo. Si un reguero de aceitunas se escapaba del mantón, tenía que recogerlas una a una para aprender a estar más pendiente la próxima vez. No había jornal que mi maestra y yo terminásemos sin alguna pelea porque yo era una adolescente que, como todas, creía que había venido a la vida con todo aprendido, y ella una veterana tan acostumbrada a trabajar junto a sus hermanas que yo estaba convencida de que se comunicaban con el pensamiento. A ratos incluso pensaba que el parecido la llevaba a creer que yo era mi madre y que debía saber trabajar tal y como lo hacía ella, incluyendo lo de la telepatía. Cuando conseguía llevar a cabo una actividad sin protestas ni accidentes durante todo el día, como la de aguantar el lienzo desde la parte posterior, pasábamos a otro aprendizaje. Así aprendí a tirar de los lienzos y a asegurarlos alrededor de la oliva, y también a manejarme yo sola con ellos si se daba el caso, a vaciarlos en sacos y en espuertas, limpios de ramas, y a hacer montones y recogerlos con una gaveta, limpios de piedras.
Mi hermano, con sus ritmos de ingesta que una familia más pobre no habría podido sostener, no tardó en hacerse, por mucho, el más grande de la familia. Hasta tal punto que hay quien piensa que es adoptado, o eso le decía yo para hacerle enfadar, como buena hermana mayor. Después de todo, antes mis padres me contaron a mí que me habían encontrado en un contenedor, a pesar de la fortaleza de los genes femeninos de mi familia materna que se evidencia en mi cara desde el día que nací. Puede que a muchos les sorprenda, pero conozco a más personas, nacidas en los ochenta por todo el país, a las que sus padres les contaban la historia del contenedor, sin que hayamos encontrado una explicación medianamente razonable. Pero sigamos con mi hermano. A él le enseñaron a varear y pronto le colgaron la máquina vibradora. A mí me cuesta levantarla pero él aguanta su peso moviéndose sobre sus costillas durante todo un jornal. La aceituna antes la recogía cualquiera. Cualquiera que supiera, quiero decir. Como en el rugby, había trabajos para gente más grande y lenta, y más menuda y ágil. Hoy se parece más al baloncesto. Las máquinas facilitaron y aceleraron el trabajo, pero declararon prescindible a todo el que no es joven, grande y fuerte.
El trabajo de las mujeres se concentra ahora en el contenido de la fiambrera que llenan, bien temprano, para sus hijos y maridos. Por eso, en mi pueblo la guardería no abre todos los años. Por eso, somos las mujeres las que más esfuerzo ponemos en los estudios, porque nos hemos quedado sin plan de contingencia.
Ya casi nadie deja caer el fruto al suelo, aunque haya que arrancarlo verde del árbol. Para algo están las máquinas. Si no podemos evitar que el viento, traicionero, tire parte de la cosecha al suelo, también tenemos máquinas que la soplan y amontonan. Algunas cuadrillas tiran de los mantones con quads y las grandes fincas tienen máquinas que estrangulan a la oliva desde el tronco y la dejan en pocos minutos lista para la próxima floración.
Las fincas pequeñas como las nuestras se han quedado atrás. Nuestro olivar de montaña, con nuestros árboles pequeños en cuestas pronunciadas, que no reciben más agua que la que quiere caer del cielo. Qué futuro tienen nuestros siglos de tradición al lado de plantaciones de regadío, en zonas llanas de fácil acceso y tan grandes como para que merezca la pena comprar las mejores máquinas. Cómo va a valer tan poco, cómo va a valer lo mismo. Qué futuro tiene nuestro aceite, orgullo de la provincia, superalimento antes de que existiese la palabra superalimento, si solo lo valoramos nosotros. Qué futuro tienen, me pregunto sin atreverme a responder yo, que trabajo en otra cosa, las próximas hornadas de serranos y serranas, que conocerán el orgullo de aprender un oficio, pero quizá no la felicidad de aprenderlo de la familia, con tiempo para pararte a pisar las ascuas, en una tierra a la que podamos llamar nuestra.