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215.- Eterno Inmortal

Jesús González Cieza

 

[4 octubre 1930]

“Mi adorada Montse, no puedo asumir que nunca serás mi mujer. Te amaré siempre. Sabes que no podrá haber otra en mi corazón. Que siempre seré tuyo, tu Lluís”.

Me preguntaba si tenía derecho a haber leído aquellas palabras. A penetrar en los sentimientos de mi padre, a quien no conocí, expresados en las cuatro hojas sueltas que ahora tenía entre mis manos. Destilaban amor. También amargura, mucha amargura.

 

[finales de junio de 1966]

Como cada inicio del verano, mi ritual me llevó al patio de entrada de la casa grande del mas de mi abuelo en las cercanías de Valls. Al mediodía, aparqué en él mi nuevo Opel Kadett Coupe de un ostentoso color rojo brillante. El primero, y el único, en acudir a recibirme fue Edison, mi entrañable pointer negro de pelo largo, mi compañero insustituible en todas mis correrías por aquella hermosa finca.

Recogí del asiento trasero mi bolsa de viaje y entrando a la casa, me dirigí a la cocina. Allí, a esas horas, sabía que encontraría a mi madre y a mi abuela Júlia. Era su lugar preferido en el estío. Escondidas del calor del verano en su frescor propiciado por lo grueso de sus muros, seguro estarían preparando el almuerzo. Podían contar con alguna sirvienta que las cuidase y ayudase, pero siempre habían sido de faenar y de ocuparse ellas de las tareas domésticas. Solo tenían a Carmeta, una casi ahijada de mi abuela bastante mayor que siendo niña había perdido a su madre y desde entonces vivía con nosotras. A mí me había visto crecer desde que mi madre me trajo al mundo. Una familia corta, muy corta. Solo cuatro mujeres. Y yo era el último eslabón de nuestra dinastía y, por ahora, sin perspectivas de ampliarla.

Allí fueron besos, abrazos, incluso alguna lágrima por volver a vernos. Mis recién acabados estudios de ingeniería agrónoma en Barcelona me habían tenido alejada. La Ciudad Condal se encontraba lo bastante lejos como para no poder venir a menudo aunque el teléfono suplía esa limitación. Además, me gustaba mi independencia y eso hacía que me hiciese más de rogar para ir a verlas.

Me acerqué a mi habitación a vaciar la poca ropa que contenía la bolsa de viaje y algunos libros que había traído en su interior. Abrí el armario y contemplé, toda ordenada y limpia, mi ropa de campo, “de faena”. Incluso mis gastadas botas de montar estaban lustrosas en una de sus esquinas.

Al cerrar su puerta para volver a la cocina miré al fondo del pasillo. Allí estaba el que fue despacho de mi abuelo. No solía entrar en él. Era un silencioso lugar, con una mesa de despacho enorme de pulida madera de caoba, delicados sillones y magníficos libros en sus delicadas estanterías, pero me alteraban los recuerdos que me traían las fotos que albergaba. Demasiadas fotografías de mi padre antes de su muerte. Instantes de una vida hasta los veintisiete años. A partir de entonces, la nada.

El destino había sido cruel. Cruel con sus padres, mis abuelos, Lluís y Júlia, con mi madre, Meri, y conmigo, su hija Anna. El ocho de octubre de 1938 se acercó desde la finca hasta la estación de ferrocarril de Sant Vicenç de Calders a coger el tren que debía llevarle hasta Barcelona. Justo ese día uno de los generales sublevados ordenó al grupo de aviación fascista italiana “Legionaria” que les prestaba apoyo aéreo bombardear dicha estación. Allí fallecieron más de cuarenta personas, entre ellas mi padre. En ese momento mi madre estaba embarazada de siete meses y esa es la razón por la cual nunca conocí a mi padre. Y daría tanto por haberle conocido. Cada vez que pensaba en ello, la tristeza asolaba mi corazón.

Por eso me he preocupado mucho de preguntar, sobre todo a mi abuela, cómo era, si me deseaba, si pensaba que me quería. Y le pregunto porque es la única capaz de poder hablarme de él. Con mi madre es casi imposible. A pesar del tiempo transcurrido rompe a llorar de inmediato. Y sus recuerdos se vuelven incongruentes. Pienso la afecta la llamada en psicología “amnesia postraumática”. Por eso no entro en el despacho de mi abuelo. Demasiado duelo para mí.

Hace tres años empecé a traer alguno de los libros de mi carrera (diré que mi padre fue también ingeniero agrónomo) y busqué y me acomodé una sala abuhardillada que hay en la planta superior que, estaba convencida, en algún momento había sido usada también como zona de trabajo por mi progenitor. No es tan cómoda como el despacho de abajo pero en ella me encuentro muy a gusto. Amplia y con una pequeña biblioteca de diversos libros sobre agricultura que para mí suponían un inapreciable legado suyo.

Así que antes de comer subí a mi sala de trabajo. Tras dejar los libros que portaba sobre la mesa me acerqué a los anaqueles a observar los volúmenes que entendía él había leído. Allí estaban “Cultivo práctico del olivo”, “Tratado del cultivo del olivo en España y modo de mejorarlo” y otros cuantos. Pensé “Como yo, amaba el mundo del olivo”. Pasé mi dedo índice por sus lomos granates ya un tanto agrietados. Ese acto me acercó a él al suponer que sus manos eran las únicas que los habían tocado, quizás alguno pocos días antes de su muerte. Me hicieron sentir una conexión especial. Nos unía no solo la sangre, también el cariño por el olivo, por cuidar de su conservación, por mejorar su cultivo, incluso por conseguir una mejor alimentación con un producto de la tierra tan natural.

Cogí al azar uno de ellos. Su título era “El olivo y el aceite. Cultivo del olivo. Extracción, purificación y conservación del aceite”. Una traducción del año 1899 de la reconocida obra del autor italiano Antonio Aloi.

Ojeaba los dibujos de la maquinaria que se describía en sus páginas cuando unas hojas sueltas cayeron al suelo. Las recogí. Estaban escritas en una letra que no conocía. Cuatro cartas. Las cuatro juntas y dobladas al medio. Lo primero en lo que me fijé fue en sus fechas. A la derecha, arriba de las hojas. Meses de septiembre y octubre de 1930. Y todas con la misma firma. “Lluís”.

Muy intrigada empecé a leerlas. Hubo párrafos que conmovieron mi ánimo.

15 de septiembre de 1930: “(…) Hoy subí de nuevo hasta nuestro Eterno Inmortal. No pude dejar de llorar. (…) Necesito sentirte de nuevo a mi lado, mi amadísima Montse.”

17 de septiembre: “Hoy fui a buscarte a vuestra casona pero ya no estás. Tu padre me ha dicho que ya no volverás, que no vuelva más. (…) No podré vivir sin ti. No es posible vivir con esta desolación. (…).”

25 de septiembre: “He decidido que nunca me casaré. Moriré siendo un ser solitario. ¿Si no te tengo, para que vivir?”

4 de octubre: “Mi adorada Montse, no puedo asumir que nunca serás mi mujer. Te amaré siempre. Sabes que no podrá haber otra en mi corazón. Que siempre seré tuyo, tu Lluís”.

Aquel Lluis no podía ser otro que mi padre. Ese padre que no había conocido. ¿Y quién era Montse? ¿Por qué aquellas cartas de amor? Me preguntaba si tenía derecho a haber leído aquellas palabras. A penetrar en sus sentimientos expresados en las cuatro hojas sueltas que ahora tenía entre mis manos. Destilaban amor. También amargura, mucha amargura.

Bajé intranquila. Lo más plausible era que mi madre no supiese nada de esas cartas por lo que estaba claro con quién debía hablar.

–Hola, abuela ¿Cómo estás? – la pregunté al verla sola en la cocina mientras descansaba sus setenta y ocho años en una silla de madera y mimbre vigilando la lumbre sobre la que se cocinaba nuestro almuerzo. Una liviana corriente de aire, provocada por una zona de sol y sombra cercana a la puerta, aligeraba el calor del mediodía.

–Con mis achaques, reina. Y tú ¿Qué tal? ¿Instalada ya en la habitación?, me respondió mientras su agradable sonrisa me trasmitía la tranquilidad que siempre me hacía sentir.

–Abuela, necesito preguntarte una cosa que no sé si es delicada, pero necesito hacértela.

Mi abuela me miró a los ojos.

–Dime ¿Qué te inquieta, pequeña?

Y le alargué las hojas que había encontrado en la buhardilla.

–Revisando unos libros de agricultura que supongo son de papá, he descubierto estas cartas. Creo que son suyas pero hablan sobre algo que desconozco y que me gustaría conocer. Y he pensado que eres la única que me lo puedes explicar.

Extrañada mi abuela cogió las hojas. Nada más ver la letra y creo que la firma su semblante cambió. Hizo un amago de arrugarlas pero se volvió hacia mí diciéndome

–Anna, hay cosas que no se deben remover. Por favor, deja esas cartas donde las has encontrado y olvídalas. Solo nos pueden traer sufrimiento. A tu madre. A nosotros. Y también –y me miró con frialdad a los ojos– enfrentamientos con otras personas.

Y en tono imperativo casi me ordenó: “Hazlo”.

Me quede sorprendida. Imaginaba alguna historia un poco oscura pero nunca algo tan afectivo, algo que obligase a mi abuela a querer esconderlas.

–No abuela, eso no lo haré nunca. Son cosas de mi padre y no voy a ocultarlas de nuevo. Si guardan algo que no quieres que vuelva a la luz lo comprendo, pero tú también debes reconocer que estoy en mi derecho de investigarlo. ¿Quién era Montse? ¿Qué significó en la vida de papá? ¿Dónde vivía?

–Nunca te diré nada. Y te prohíbo que hables con tu madre de esas cartas. Prométemelo. Para tu madre ese nombre solo puede suponer un doloroso disgusto. Ni le menciones esas cartas.

–No abuela. Eso no quiero hacerlo. Te prometo no hablarla de ellas.

Abrumada por la reacción de mi abuela y por la extraña trascendencia de mi descubrimiento, recogí las cuatro hojas y dobladas se fueron al bolsillo trasero de mi pantalón. Debía buscar otro camino. ¿Quién podría saber alguna cosa sobre esa persona? ¿Y quién o qué sería el “Eterno Inmortal”?

Resolví entonces probar suerte con Carmeta. No podía enseñarla las cartas pero quizás le sonase alguien de ese nombre. Después del almuerzo y haciéndome la despistada me acerqué.

–Carmeta ¿a ti te suena alguien cercano de nombre Montse?

Su rostro se ensombreció y comprendí de inmediato que había pisado mal terreno.

–No menciones nunca ese nombre en esta casa– me dijo con una sequedad en las palabras que no la había oído jamás.

Se alejó silenciosa dejándome perpleja y molesta. Solo quedaba una persona a la que preguntar, pero había prometido no hacerlo.

Decidí airearme. Ensillé a Elsa, mi yegua castaña que era, junto a Edison, mi otra compañera de paseos, y me dirigí hacia la casona de los guardeses. Éstos siempre habían rendido cuentas para todos los asuntos de la finca con mi abuela, aunque esa relación tendría que cambiar a partir de ahora. Yo tenía cierta confianza con el señor Pere, el guardés actual, pero reconozco que no demasiada. Tampoco él conmigo.

La casona distaba unos quince minutos al trote de un caballo. Estaba situada en lo alto de una ladera, en un lugar ideal para el control y vigilancia de los campos de labor.

Próximas a la casa había varias edificaciones. En una de ellas, la más grande, estaba el antiguo molino del aceite, nuestra almazara. Mi lugar favorito de la finca. Disfrutaba tanto cuando entraba en su interior.

Y allí me encaminé. Vi la solera con sus dos enormes rulos cónicos de granito tumbados, preparados para rodar y moler nuestras aceitunas arbequinas. Esas que veía madurar en los olivos y que llegado noviembre o diciembre recolectábamos al vareo o a la delicadeza del “ordeño” a mano.

Oía los sonidos de la moltura, de la molienda. Olía la pasta de aceite obtenida y recordaba cómo era esparcida a mano sobre los capachos que se iban colocando de forma sucesiva en la prensa. Y como la presión hacía destilar ese líquido maravilloso que terminaría transformándose en un aceite fluido, untuoso, de cierto dulzor, nada picante, con aromas de campo y reflejos del sol mediterráneo. El aceite, para mí, más exquisito que existía en el mundo.

La almazara tendría una antigüedad centenaria pero los buenos cuidados hacían de ella una de las mejor conservadas de la comarca. Todavía la utilizábamos para nuestro aceite más artesanal.

Mi ilusión profesional era, sobre todo, innovar nuestra producción. Me había propuesto (siempre hay que fijarse objetivos a cumplir y es bueno que sean de no fácil consecución) elaborar el mejor aceite de Cataluña.

Me acerqué andando a la casona de los guardeses. Allí me encontré al señor Pere. Su familia, desde su abuelo, ejercían en nuestro mas las tareas de cuidado y explotación de los extensos olivares pero también de un pequeño viñedo, de algunos árboles frutales y de una pequeña piara de cerdos, ésta casi en exclusiva para nuestro, y suyo, consumo particular.

Era un hombre adusto, no mal encarado pero si áspero en el trato. Me saludó cortés que lo uno no quitaba lo otro. Siempre habían sido cumplidores. Charlamos sobre cómo habían ido las cosas desde las navidades pasadas y me comentó que hasta entonces bien. La primavera había sido lluviosa y eso había contribuido a una estupenda floración de los olivos pero también constató que faltaba mucho tiempo hasta noviembre para opinar sobre la futura cosecha.

Estando conversando oímos el ruido de una puerta al abrirse y un joven surgió al exterior de la casa.

–Joan, acércate. Quiero presentarte a la señorita Anna, la hija de Don Lluís y Doña Meri.

–Un placer– y mientras me saludaba sentí la calidez de sus dedos al cruzar con él un breve apretón de manos, no demasiado fuerte pero sí lo suficiente para revelar su reciedumbre.

–Ha estudiado medicina en Barcelona. A Joan no le va esto del campo– me explicó el señor Pere.

–Anda, ve a ver a tu madre y dile que ponga unas salchichas y unas butifarras en una bolsa para que se las lleve a su casa. Les gustarán. Están estupendas.

Se alejó y cuando volvía para entregarme el envoltorio que llevaba en su mano el señor Pere gritó:

–Montserrat, ven a saludar a la señorita Anna que hace muchísimo tiempo que no la ves.

Oír decir ese nombre me impactó. Y vi salir de la casa a una mujer de unos cincuenta años agraciada y hermosa. ¿podría ser ella la Montse de la carta de mi padre? La verdad es que la conocía muy poco pues gustaba más de pasar los días en la casa heredada de sus padres en el cercano pueblo de Fontscaldes que en la finca.

Se acercó, le agradecí un tanto nerviosa las viandas y Elsa, sola casi, me retornó a la casa grande. Durante todo el camino pensaba en ella, en mi padre y en los tiempos pasados. La edad de mi padre al escribir las cartas era de 20 años y en ese caso Montse debía tener los mismos o uno o dos menos. La existencia de Joan y la mía venía a demostrar que cada uno, después de su amor, siguieron un camino distinto. Pero ahora tenía algo más con lo que interrogar a mi abuela. Conocía parte del secreto de mi padre.

Ya solo me quedaba por averiguar, si es que era capaz, que significaba “Eterno Inmortal”. ¿a qué se podía referir?

Al volver a la casa subí directa a mi buhardilla. Allí revolví el resto de libros de mi padre para ver si me facilitaban alguna nueva pista. Y cuando ya estaba desalentada, casi al borde del abandono, descubrí al fondo de un cajón una colección de fotografías. No las había visto nunca. Había una de mi padre con su escopeta al brazo y unos cuantos conejos y perdices colocados en el suelo como trofeos. Había también otras de ese mismo día junto a sus padres en el frontal de la casa. Y apareció de pronto otra. Era solo de un árbol, de un olivo. Ancestral. Grueso. Retorcido. Domado por el viento. Avejentado por tantos años pero incólume. Esos tantos años le hacían “Eterno e Inmortal”. Así estaba escrito por detrás. Y yo sabía dónde estaba ese olivo. Acababa de cerrar el círculo. Nunca antes me había sentido tan cercana a mi padre.

A la mañana siguiente muy temprano bajé a desayunar un simple tazón de café con leche. Cogí mi zurrón de cuero, metí dentro un trozo de pan de payés y una de las butifarras blancas regalada por el señor Pere y me fui a ensillar a Elsa. A mi pointer no hizo falta irlo a buscar. Estaba entre mis piernas. Salimos en dirección norte. Sabía muy bien dónde ir.

A los veinte minutos, en una pequeña loma desde la que en días claros se veía el mar Mediterráneo bañando las playas de Comarruga, llegué ante “Eterno Inmortal”. Un olivo de cinco metros de altura, quien sabe si milenario, de copa muy ancha, separado de manera llamativa del resto como si alguien le hubiese reconocido su importancia y su singularidad. En aquellos momentos comenzaba a mostrar sus frutos, sus incipientes aceitunas que nos darían su mejor aceite.

Dejé a Elsa suelta y me acerqué hacia su sinuoso tronco. Su diámetro de cuatro metros presentaba múltiples dobleces. Lo rodeé y encontré una pequeña zona aplanada. Alguien, a mano, con un cuchillo, había rebajado la corteza hasta conseguir una pequeña parte lisa y pulida. Y en ella se distinguían de forma clara dos iniciales grabadas. Tan solo una “M” y una “L”.

No necesité más. Había encontrado lo que buscaba. Solo me faltaba que mi abuela me contase los entresijos de aquel amor amargo que no cuajó, propósito difícil visto su enojo cuando la pregunté. Pero en aquel momento yo era feliz. Había conseguido unirme a mi padre con un lazo que ya nada podría romper en el mundo.

 

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