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216.- Un día y una nota de servilleta en El Olivar

Carlos Enne

 

Antonela trabaja en El Olivar, una estancia de cinco hectáreas a las orillas del Río Leiva, junto al Desierto La Candelaria en el departamento de Boyacá. Es, en principio, la encargada de hacer recorridos a los turistas y quien planea las numerosas bodas que todos los años se realizan en esta propiedad. La arquitectura colonial y el paisaje mediterráneo de la hacienda inspira a algunos visitantes de la capital del país y de otras regiones de Colombia a unir sus vidas para siempre. El idilio de una boda al estilo de las películas románticas italianas se puede cumplir a unos pocos kilómetros de Bogotá.

–Yo también sueño con casarme aquí –Dice entusiasmada Antonela, – pero no se me dio la oportunidad.

Todos los días, ella recorre en su bicicleta los cuatro mil metros que hay desde su casa hasta la estancia. Es un trayecto plano y que no implica mayor esfuerzo para sus piernas; por lo cual puede darse la libertad de imaginar cada detalle de la boda que debe planear y también puede memorizar toda la historia del Olivar.

“Desde los remotos tiempos en que reinaba Felipe II, los peninsulares que vinieron al Virreinato de la Nueva Granada sembraron olivos en varias partes de Boyacá, entre ellas Sáchica, Villa de Leiva y Sutamarchán; pues estas regiones, según su criterio práctico, les indicaba ser propicias para el cultivo que en la Madre Patria les proporcionaba bienestar” –repite en su mente uno de los fragmentos que expone a los turistas.

Al llegar a la quinta, saluda a todos sus compañeros y se hace paso para instalarse en su oficina: un menudo escritorio, a un lado del pasillo, que conduce de la cocina del restaurante al salón de los comensales. En ocasiones, ella también atiende las mesas.

–Doy todo por El Olivar –exclama: –soy camarera, mesera, lavaplatos; atiendo el bar y pongo música en ciertos eventos. Es lo que hago desde hace más de diez años. Casi la mitad de mi vida.

Doña Oliva, su madre, es parte del equipo de la cocina del restaurante desde que tiene memoria, puesto que fue acogida siendo niña por una de las empleadas de la hacienda en esos tiempos, hace más de sesenta años. En su vida, no ha salido más de diez veces de la estancia.

–Nunca conocí a mis padres. Me considero hija de todos estos olivos –revela la madre, al tiempo que se ocupa de unas ollas hirviendo.

Entre tanto, Antonela recoge una de las bandejas con el desayuno de un par de turistas que se hospedan en la hacienda. No es la temporada más concurrida del año, por lo cual debe ocuparse de lo que sea necesario para que el negocio funcione.

–Después del desayuno, realizaré el recorrido por la hacienda con esta pareja de franceses –afirma mientras regresa a su escritorio. –Vienen recorriendo el país en bus desde Santa Marta.

Además de castellano, Antonela habla francés, italiano e inglés. Estudió en la universidad de la capital del departamento para ser profesora de idiomas modernos; pero, por unas malas experiencias laborales en colegios de pago donde laboró por un breve periodo, decidió regresar para acompañar a su madre.

–Ser guía es como ser docente, pues debes transmitir amor por todo el conocimiento que tienes sobre los olivos –explica. –En todos los años que estuve en la universidad, siempre regresé a El Olivar. Esta tierra me daba inspiración para continuar con la carrera.

En la agenda donde anota las actividades del trabajo puso una marca especial sobre un evento. Toda la información la registra con esfero negro, pero ésta la anotó en rojo.

–Es la boda de Pablo. Fue mi novio durante el colegio –comenta, mientras hojea la agenda. – Una vez juramos que nos casaríamos aquí.

Los franceses se acercan a ella y le indican que ya quieren iniciar el recorrido.

Caminar por los olivos es como recorrer su memoria. Se entusiasma con cada palabra que pronuncia para hablar sobre los procesos de producción de aceitunas, del curado seco en sal y del curado húmedo; de los abonos foliares y cómo estos se aplican sobre las hojas; de la historia de la estancia en la época de la Colonia y cómo durante la Independencia fueron perseguidos sus dueños originales. Toda esta información le sale como si brotaran perlas de su boca.

–Respecto a las variedades –expone, –no es desacertado suponer que los árboles más antiguos que hay en Sáchica y en Villa de Leiva pertenecen a una variedad que fue introducida en la época colonial. Esta variedad parece muy semejante a la variedad Misión de California, introducida de México en el siglo XVIII, y que por algunos años fue forzada a competir con muchas otras variedades, y cuya consistencia la hacía ocupar primer puesto en los olivares del suroeste de los Estados Unidos.

Los turistas se contagian de la emoción con que la guía impregna su discurso. Asienten, se asombran, ríen, observan, tocan, prueban… se sienten muy complacidos. El recorrido termina con un gran aplauso.

Antonela termina exhausta del recorrido, pero sabe que no puede sentarse a descansar. Debe regresar a las mesas, pues se acerca el almuerzo y después debe dar tiempo a la planeación de bodas.

Sus días parecen más ajetreados en temporada baja, puesto que la finca dispone de menos personal. Para los dueños, Antonela y su madre son imprescindibles en el negocio, ya que nadie conoce con tanto detalle la mayoría de los asuntos de El Olivar.

–Con los señores tenemos una relación casi familiar –relata doña Oliva. –Cuando yo llegué a la hacienda siendo un bebé, ellos no se opusieron ni le dijeron nada a mi mamá. En esa época por aquí no había leyes. A los niños los pasaban de una mano a otra. Había mucha hambre. A mí me recogieron y no se tuvo que firmar ningún papel. ¡Hoy todo son firmas y papeles!

Antonela piensa poco en su ascendencia familiar. Durante un tiempo le intrigó saber de dónde y cómo había llegado su mamá a esta tierra. Nadie jamás vio a las personas que dejaron a la niña hace tantos años. No encontró nada.

–Yo me aferro al pasado del Olivar. –Antonela confiesa –Ese es mi origen.

El ajetreo del restaurante es mayor a la hora del almuerzo que a la del desayuno. No sólo los huéspedes comen en este momento, sino también algunos viajantes que transitan la carretera que desfila por el frente de la propiedad. Es una vía que comunica a la capital del departamento con la ciudad de Medellín.

Antonela presta atención especial a una de las mesas. Ahí están Pablo y su prometida, acompañados de sus padres.

–Mis suegros quisieron venir a conocer el sitio donde nos vamos a casar. Ellos son de Bogotá y conocen poco la región –apunta Pablo. –Aprovecharemos para hacer un poquito de turismo.

Antonela disimula una sonrisa mientras toma la orden. Les ofrece el servicio del recorrido por la estancia. Pero Pablo le hace saber que solo vienen a tomar el almuerzo y que quieren comenzar a organizar algunos detalles de la boda. Realmente, la visita es más de negocios que de turismo.

–Por eso le pido que nos reunamos después del almuerzo y continuemos con la planeación –finaliza Pablo.

Antonela regresa a su escritorio y agarra su agenda con una carpeta. Tiene fotografías, cotizaciones, facturas, inventarios, tarjetas empresariales y una servilleta con un mensaje que no deja ver. Parece absorta entre todo este mamotreto; pero su madre la regresa al mundo real.

–Dos almuerzos para la cuatro –Dice doña Oliva en tanto que pone las bandejas sobre la mesa.

En la reunión, todos se concentran con la carpeta de Antonela desparramada sobre una mesa, menos ella y Pablo. Los dos, de pie, están uno junto del otro, pero tensos.

–Nunca me respondiste –susurra Pablo.

Antonela le muestra la servilleta a Pablo y disimula mientras se la pasa. Este la guarda en el bolsillo de su pantalón.

–¡Amor, ven, tienes que ver! –Exclama su prometida –No me caso si esto no está en la boda.

Pablo apresurado se acerca a la mesa y parece como si se integrara a otro mundo. Antonela pasa las hojas de la agenda y comienza a reescribir con tinta negra donde antes había escrito con tinta roja.

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Anotación en la servilleta:

“Antonela, tienes que escapar conmigo. No quiero casarme.” Dijiste.

Todos los días esta propuesta se atraviesa en mi mente. A veces no duermo pensándolo. Me altera un poco. Pero ya sabes que caminar por estos olivares me despeja la mente y me hace ver las cosas con mayor claridad. En ellos encuentro sosiego, inspiración y muchas veces me dan consejo. A ellos acudo como si fueran mis abuelos. Quiero que quede claro que todavía tengo muchos sentimientos por ti. En los mejores recuerdos de mi infancia apareces tú primero. Sonríes, te enfureces y lloras en cada remembranza. Pero realmente no puedo tomar una decisión ligera. Quiero tomar el ejemplo de integridad y permanencia que encuentro en los olivos. No puedo ir contigo, Pablo.

 

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