220.- Reencuentro
Marco se pasaba el curso fantaseando sobre el verano. Era su estación preferida del año: el frío se iba, los días se alargaban, y las responsabilidades eran menos. Nada de deberes, nada de madrugar. Para aquel verano tenía, además, muchos planes con sus amigos: excursiones en bici, partidos de fútbol y otro sinfín de aventuras. Esperaba ir a algún campamento o pasar unos días en la playa, donde las olas y la arena serían testigo de sus juegos. Por eso, cuando su padre le dijo que se marcharía al pueblo con los abuelos, lo miró mohíno y refunfuñó, para después elevar su queja entre gritos:
—¡No quiero!
Daniel, su padre, suspiró agotado. Las cosas no estaban siendo fáciles con Marco desde que su madre murió. A pesar de que siempre había sido un niño obediente, ahora protestaba por todo. Solo pensaba en estar con sus amigos y en hacer lo contrario de lo que se esperaba de él. Entendía que su hijo acusara la pérdida e intentaba manejarlo de la mejor forma, pero nadie le había avisado de que tendría que ser padre y madre a la vez. Lidia era el pilar de la casa, sus suelos y sus muros; era el sostén y la fuerza; la luz y las sonrisas del hogar. Lo habría hecho mucho mejor que él y se preguntaba por qué la muerte no se lo había llevado en vez de a ella. Sin embargo, intentar dialogar con la muerte es una batalla perdida: no entiende de sueños e ilusiones, tampoco de planes de futuro. Llega con su mano fría y se lleva lo que más quieres sin preguntar. Aunque Daniel también sentía ganas de gritar y de mandarlo todo lejos, se contuvo y se armó de paciencia, por el bien de su hijo.
—Cariño —dijo, con voz suave, poniéndose de rodillas para estar a su altura. El niño se quedó muy serio, dispuesto a no claudicar por más que su padre rogase—. En el trabajo están haciendo algunos cambios y no puedo tomarme vacaciones de verano. Ya sabes que eres muy pequeño como para quedarte en casa solo. Tienes que ir con los abuelos.
Marco apretó los labios, con disgusto.
—No me gusta el pueblo de los abuelos.
—No puedes decir eso. Nunca has estado allí.
—He visto fotos, y no hay playa.
—Se pueden hacer cosas divertidas aunque no haya playa. Mamá se crio allí y lo pasó muy bien de niña.
Aquello llamó la atención de Marco.
—¿Sí? ¿Haciendo qué?
—Pues… —Daniel lo miró pensativo, buscando algo que pudiera interesarlo— bañándose en la alberca de los abuelos —dijo al fin, sabiendo la afición de su hijo al agua.
La palabra alberca era nueva para él, y como le recordaba a alpargata, pues la había leído en un cuento, la imaginó como un zapato grande y se sintió atraído por la idea de bañarse en una piscina así. Sin embargo, no dijo nada, porque eso habría sido vencer la resistencia demasiado pronto.
—Te prometo que te compensaré y que en invierno iremos donde tú quieras.
—¿A Disneylandia?
Su padre tendría que hacer muchas horas y números para cumplir tales expectativas Sin embargo pensó que si su hijo hacía el esfuerzo de renunciar a su verano ideal, él podría privarse de otras cosas.
—De acuerdo —concedió.
Marco dio un salto de alegría y lo abrazó feliz. Después se alejó cantarín a su dormitorio, mientras Daniel lo observaba con gesto nostálgico. Le gustaba pensar que algún día conseguirían superarlo, tornar el dolor en un sentimiento agradecido y colmado de felicidad por los días que habían pasado juntos. Volviendo a suspirar, se levantó y llevó a cabo los preparativos del viaje para que Marco pudiera hacerlo solo.
Vivían muy lejos del pueblo, pues habían emigrado por cuestiones de trabajo, pero por suerte, tanto la compañía de aerolíneas como la de tren, tenían servicio de acompañamiento, así que no fue difícil planear un viaje seguro y cómodo para su hijo. Llamó a sus suegros y les dijo cuándo y dónde debían esperar al pequeño. Desde la muerte de Lidia no había hablado demasiado con ellos, así que la conversación fue breve y directa. La voz de Carmen, su suegra, le recordaba demasiado a la de su esposa, y escucharla hablar era como clavarse un puñal. Les agradeció una vez más que fueran a quedarse con él y colgó. Daniel se sintió aliviado y esperó que su pequeño afrontase aquello como una aventura. Esperaba que fuera tan valiente como lo había sido su madre.
El día de la partida por fin llegó y Marco, con su maleta de superhéroes, embarcó en el avión diciendo adiós con la mano a su padre. Nunca pensó que viajaría solo y se sentía mayor e importante. Aunque el pueblo de sus abuelos no podría competir con los destinos de sus amigos, el hecho de haber montado en avión a solas le otorgaría cierta reputación en su círculo. No era un niño miedoso, así que disfrutó del viaje y, sobre todo, de las muchas películas que pudo ver. Cuando aterrizó, lo llevaron hasta la estación de tren, donde ya lo esperaba una asistente, igual de amable que la primera. Una vez llegaron a su destino, esta lo dejó en manos de sus abuelos.
Marco tenía un vago recuerdo de ellos, pero en su memoria había dos cosas: su abuela siempre olía bien, a flores, como su madre; y su abuelo tenía una sonrisa muy bonita que se quitaba por las noches. Todo un misterio eso de poder quitarse la sonrisa. Él lo había intentado y había sido en vano, así que debía de ser un superpoder del abuelo. Se preguntó si seguía teniéndolo o lo habría perdido con los años, a medida que se acercaba a su encuentro.
Su abuela lo abrazó con lágrimas en los ojos. Marco se sintió arropado por un peluche gigante, pues Carmen era una mujer entrada en carnes y se le antojaba muy mullida. Le pellizcó las mejillas y le plantó un montón de besos sonoros que casi lo dejaron sordo. El carmín de la mujer se le quedó en los mofletes cual pintura de guerra. Pedro, el abuelo, sonrió y Marco se alegró al ver que su sonrisa con superpoderes seguía allí. Se fijó en que sus brazos eran grandes y musculosos, para nada enclenques, y eso reforzó la teoría de que estaba cerca de ser un superhéroe. Lo abrazó con tanta fuerza que el niño se quejó, y Carmen también.
—Pedro, que lo vas a romper —dijo, y cogió a Marco de la mano, echando a andar hacia la salida.
El abuelo los siguió de cerca, cargando con la maleta del niño.
—Mucha ropa llevas tú aquí —comentó—. Te sobrará la mitad. ¿No te ha contado tu padre que en Jaén hace mucho calor?
—Mamá lo decía. Que hacía tanto calor que se podía freír un huevo en la calle.
—Y es verdad —confirmando las palabras de su abuelo, abandonaron la estación y una ráfaga de aire caliente les golpeó en la cara. A Marco le pareció que alguien había abierto la puerta del horno. La abuela le quitó el jersey y lo dejó en manga corta, asegurando que si no lo hacía «le saldrían chinches». Marco no sabía qué eran las chinches, pero por su tono no debían de ser nada bueno. Montaron por fin en el coche de los abuelos y el paisaje de la ciudad fue cambiando poco a poco, llenándose de hileras e hileras de árboles chatos cuyas hojas brillaban, a veces verdes, a veces de color plata. Eran tan perfectos y estaban ordenados con tal precisión, que a Marco se le antojó que los habría puesto allí un gigante con sus propias manos.
—¿Qué son esos árboles? —preguntó el niño.
La abuela, que conducía, respondió:
—Olivos.
—Olivos —repitió el niño, como si la palabra entrañase un misterio—. ¿Y por qué hay tantos?
—Aquí en Jaén son algo muy importante —indicó el abuelo.
—¿Importantes? ¿Por qué?
—En los olivos crecen las aceitunas y de estas se saca el aceite.
Marco rememoró el sabor de las mismas en su boca.
—Me gustan. Papá las pone en la pizza.
—Donde esté un buen pan con aceite… —se quejó el abuelo.
El niño esperó que en aquella tierra extraña donde los árboles eran colocados por gigantes, conocieran la pizza y no tuviera que comer solo pan con aceite. Pegó la cara al cristal y observó el ir y venir del paisaje, fijándose con atención en las casonas grandes que se emplazaban como bastiones en aquel mar de olivos. De vez en cuando se colaba también algún pueblo, y el pequeño contemplaba las torres de sus iglesias y se imaginaba subido en ellas oteando el horizonte, recortado por las montañas de la sierra. Se preguntó cómo sería el de sus abuelos, y si tendría también alguna torre, y cuando llegaron a él encontró, fascinado, que no solo había una torre, sino que además, coronando la parte más alta del pueblo, tenían un castillo. Uno de los de verdad, como los que había leído en sus cuentos de caballeros. Aquello encendió la imaginación del muchacho y se perdió en ella mientras enfilaban el camino estrecho de tierra que conducía a su destino.
Cuando el coche se detuvo, Marco bajó de él, con ganas de curiosear.
No había ninguna casa más. Solo estaba la de sus abuelos, allí, en mitad de esos árboles que ya consideraba privilegiados. Animales que había visto solo en la televisión, campaban a sus anchas por el terreno: gallinas, patos, y un montón de perros corrieron a saludarles. Marco adivinó también los ojos entreabiertos de perezosos gatos que dormitaban a la sombra. Esquivó a los perros mientras su abuelo les regañaba, y consiguió llegar a la casa, no sin antes recibir unos cuantos lametones a modo de saludo. Había una huerta a la derecha, llena de matas de tomates y pepinos grandes como calabazas. La entrada de la casa estaba custodiada por una gran higuera, según la llamó su abuelo, y en su porche había una parra de la que colgaban bolsas de plástico llenas de agua, que le explicaron estaban allí para ahuyentar a las avispas.
—Se reflejan en el agua y se ven tan grandes que eso las asusta —dijo el abuelo, con cierto halo de misterio.
Marco se sintió hechizado. ¿Acaso había algo en aquel lugar que no entrañase magia?
La casa era pequeña y no tenía tantas cosas como la de su padre. Había algunos muebles un tanto viejos, una mesa redonda frente a los sofás, adornada con unas faldillas de croché, y una pequeña tele que en nada tenía que ver con la de su casa. Olía a leña, y el interior estaba fresco y oscuro. Se sintió turbado por ello hasta que la abuela le explicó que así se mantenía alejado el calor. Marco se instaló en un dormitorio desde el que podía ver toda la huerta. Durante un rato, mientras la abuela sacaba la ropa de su maleta, se dedicó a observar el exterior y aunque no vio aquella piscina prometida por ninguna parte, se preguntó si después de comer podría salir a darse un chapuzón.
—Abuela, me quiero bañar en la alpargata.
Esta se detuvo por un momento y lo miró extrañado.
—¿La alpargata?
—Sí. La piscina con forma de zapato.
Carmen no pudo aguantar la risa.
—Es una alberca, Marco. Y sí, te podrás bañar, pero por la tarde.
—Vale… —dijo él, esperando que llegase el momento, ansioso.
A la hora de comer, en la mesa había un plato de lentejas para cada uno y una fuente de tomates del huerto, a los que el abuelo regó bien con aceite de oliva. Marco nunca había visto nada tan brillante. Casi parecía oro. Y cuando los comió, se le antojó que no había nada que estuviera más rico. Las lentejas no le gustaban tanto, pero estaba hambriento después de un viaje tan largo.
—¿Te has quedado con hambre? —le preguntó la abuela cuando hubieron terminado— ¿Quieres que te fría un huevo o que te haga un canto?
El niño arrugó la nariz, sin saber a qué se refería.
—¿Un canto?
—Mira. A tu madre le gustaba así —la abuela cogió uno de los moños del gran pan que había en la mesa y le sacó la miga de dentro. Después le echó aceite, un poco de tomate, un pellizco de sal, y se lo tendió. El niño lo cogió y le dio un bocado, con algo de recelo. Entretanto, el abuelo puso un plato de aceitunas, que en nada se parecían a la de los botes que compraba su padre. Estaban partidas por la mitad y tenían un verde precioso. Olían tan bien que daban ganas de comérselas todas.
—Coge una aceituna y la comes con el pan.
El niño hizo caso a sus abuelos y pronto supo que aquella sería su nueva comida favorita.
—Tu madre ponía esa misma cara de felicidad cuando era niña.
Tras las palabras de su abuela, Marco sonrió y contempló la foto de su madre, que presidía el salón. Casi parecía que lo estuviera mirando y deseando cosas buenas para él. No obstante, aquella no fue la única vez que se reencontró con su madre, porque cada vez que hacían algo nuevo, el abuelo o la abuela siempre decían:
«A tu madre le gustaba…»
Y Marco se sentía muy feliz, porque era como volver a estar con ella.
Después de la comida, decidieron que era hora de dormir la siesta. Nunca la había dormido y no sabía cómo se hacía, pero pronto lo dejaron a solas en su cuarto, y dio vueltas y vueltas, mientras oía los ronquidos del abuelo, que dormitaba en el sofá. Aburrido, se levantó y fue a la habitación de Carmen. Ella, en el duermevela, se sobresaltó al ver al nieto en la puerta.
—¿Qué pasa, Marco? —preguntó.
—Abuela, ¿puedo dormir la siesta contigo? —preguntó, con voz tímida.
Ella sonrió y palmeó la cama, indicándole que se tumbase. El niño ocupó el lugar en esa cama grande y abrazó a su abuela. Estaba blandita y olía bien. Una vez más, fue como estar con su madre de nuevo, y durmió como hacía tiempo que no dormía.
Por la tarde, el abuelo le dio a Marco un viejo barco con el que Lidia solía jugar. Abrió el paso del riego y por las acequias corrió el agua. El niño dejó su navío preparado para ser arrastrado por la corriente y después lo siguió, divertido, hasta perderlo de vista y pudo, por fin, bañarse en la alberca. También jugó con los perros y los gatos, y persiguió a las gallinas. Y, a la caída de la noche, cuando los grillos tomaron el relevo a las cigarras, cenó con sus abuelos en el porche pan con aceite, unas patatas aliñadas, gazpacho y una cosa a la que llamaron pipirrana y a la que imaginó croar, como a las ranas de los canales cercanos.
Los días siguientes no fueron menos divertidos: visitaron el castillo, recogieron tomates de la huerta, compraron dulces en el pueblo, montó a caballo en una finca cercana e hizo rosquillas con su abuela, y conoció a algunos de los muchachos del pueblo con los que pasó ratos de juegos. Los abuelos, incluso, lo llevaron a ver dónde se molían las aceitunas para sacar el aceite que cada día alegraba su vida y sus tostadas. Comprobó, con gran felicidad, que su abuelo seguía teniendo el superpoder de quitarse la sonrisa y que, por algún motivo extraño, la abuela ahora también lo hacía. Pensó que echaría de menos la televisión y a sus amigos; que a la vuelta sus vacaciones serían aburridas en comparación a las de ellos; y se había equivocado. Nunca lo había pasado tan bien y cada vez que su padre lo llamaba, tenía cientos de cosas nuevas que contarle.
Una tarde el abuelo montó a Marco en el tractor para darle un paseo entre los olivos. El niño se sentía invencible subido en aquella máquina. Le gustaba ese traqueteo y esa perspectiva del terreno. Era como volar. De repente, atisbó un grupo de personas entre los árboles, que miraban con atención a un hombre que no dejaba de hablar.
—¿Por qué hay gente entre los olivos escuchando a un señor?
—Son turistas, Marco. Han venido a conocerlos. Ya te dije que en Jaén son algo muy importante.
—Ojalá pudiera serlo yo también. Todo el mundo los quiere.
—Lo eres. Para papá y para tus abuelos; y también para mamá, aunque ya no esté.
—¿Quieres que te cuente una cosa, abuelo? Creo que mamá no se ha ido al cielo, como dice papá.
Aquello preocupó a Pedro.
—Ah, ¿no?
El niño sonrió entonces, alejando su inquietud.
—Creo que está aquí, con vosotros. Jugando otra vez como cuando era pequeña. Estar aquí ha sido como estar con ella otra vez.
Al abuelo Pedro se le hizo un nudo en la garganta y las lágrimas afloraron a sus ojos. Le pasaba algo parecido: sentía más cerca a su hija cuando Marco estaba allí. Estiró la mano y la puso en el hombro de su nieto.
—Ojalá papá y yo pudiéramos venir a vivir aquí —dijo Marco, cogiendo la mano de su abuelo y apretándola con cariño. Los días de verano pronto acabarían y volver a casa lo entristecía. El abuelo se sentía igual.
—Ojalá. Aunque me temo que eso no será posible, puedes venir siempre que quieras.
—Todos los veranos —declaró Marco, convencido de ello.
—Todos los veranos —repitió su abuelo, con una gran sonrisa en el rostro—. ¿Volvemos a casa?
—Sí. La abuela me ha prometido pan con aceite y azúcar para merendar.
—Sabes más que los ratones coloraos—le dijo el abuelo, con un guiño que fue correspondido.
Aquel fue el mejor verano de sus vidas; aunque no el único, pues compartirían muchos más.