226.- Eslabones
I
Dos hombres de unos sesenta años, trabajan desvaretando olivos. Cada cual en una parcela diferente pero próxima. Es finales de agosto, hace calor y los golpes de sus escardillas contra los retorcidos troncos se oyen desde lejos. Ambos saben que el otro está ya cerca y tienen el acuerdo tácito de que cuando lleguen a la linde harán una paradita. Un buche de agua y una charla sobre lo que toque.
El primero que termina es alto, delgado, con el cansancio escrito en grandes ojeras y una mirada perdida. Se sienta despacio, dolorido y apoya su espalda sobre el tronco de un olivo. Con destreza coge la garrafilla de agua forrada de poliuretano amarillento y lanza un chorro a su boca. Cuando oye que el otro está llegando le dice en voz alta:
— ¡Que los vende!
Éste, un poco más bajo pero fuerte, se para a unos metros, lo mira con extrañeza y le pregunta:
— ¿Que vende qué Pepe?
— ¿Qué va a ser Luis? Mis olivos —se hace un silencio tras el cual prosigue en voz más baja: —Hoy no he podido dormir solo pensando en ese…, “sin nombre…”, y he llegado a la conclusión de que mi familia arrastra una maldición. Y ahora me toca a mí pagar.
— ¿Una… maldición? —pregunta Luis que muy extrañado se vuelve a mover, bebe agua y se sienta a su lado.
— Sí. Una maldición…, de familia — responde al tiempo que se da unos golpes en la nuca contra el tronco.
— A ver…, explícame esto. —le pregunta Luis preocupado por el daño que se está haciendo su amigo al golpearse.
— Sí. Como no he pegado ojo en toda la noche, he tenido tiempo para repasar la historia de mi familia. Y he llegado a la conclusión que la clave está en el padre de mi abuelo. Mi bisabuelo, Pepito el viejo. Que como bien sabes, vivió casi cien años. Igual que mi abuelo y mi padre. Pues bien, este personaje estuvo toda la vida peleando con su hijo, mi abuelo, y sembró un odio tan retorcido hacia él, que terminó cultivando una maldición en el seno de nuestra familia.
— Odio, maldición… ¿no exageras? — le interrumpe su amigo
— En absoluto. Este personaje se voló obsesionado por el miedo y la desconfianza hacia su hijo. Miedo a “pasar hambre”, decía, pero lo que no quería era darle nada a su hijo antes de tiempo. Al final, como sabía que se iba y no podía llevarse los olivos a la tumba, terminó donándoselos a su nieto, mi padre, sin pasar por su legítimo heredero, mi abuelo. Luego, ya sabes, mi padre intentó hacer lo mismo conmigo. Pero no pudo. Se fue antes. — Para un momento el relato y suspira pesadamente para continuar—Y ahora, justo ahora, me toca a mí con mi hijo…, es algo heredado…, — se queda en silencio, se acaricia la nuca dolorida y ante la expectación de sus amigo que sabe lo escucha con atención, prosigue hablando más lento pero levantando un poco la voz: — ¿Qué te crees que me ha dicho ese… “bandido”…, anoche antes de irse de juerga con los amigos?— Luis no le responde. Pepe le mira a los ojos y tras dejar pasar otro breve silencio, continúa aún más exaltado: — ¡Que no quiere saber nada de estos olivos! Que en el momento en que se los dé en herencia…, los vende. Así de sencillo. ¿Será mequetrefe? Lo dijo, a voz en grito, para que lo oyeran todos en el pueblo…, será…, ¡alcornoque! y luego, para darme a entender que su desafío iba en serio y sabiendo que me hervía la sangre al oírle, con mucha parsimonia añadió que “más me convendría que los vendiera yo porque él lo hará, cuando se los dé, por lo que le ofrezca el primero que le llegue”. Me quedé sin saber qué decirle. Se me cayó el alma a los pies. Al instante se me cruzó la imagen del Chivo. Ese impresentable, ese sinvergüenza, ese “engaña viejos”, que bien sé que va detrás de mis olivos desde hace mucho tiempo y que no se cansa de fanfarronear en el bar diciendo — y pone una voz ridícula: —“Cuánto me gustan los herederos. Me gustan muchísimo, “muchíí…simo”, porque con ellos no se regatea”— y ya lo veo con esa sonrisita de hiena suya al cruzarse conmigo.
— ¿Pero por qué se enfadó tanto? — preguntó Luis.
— Pues no lo tengo claro. Sólo… le grité un poco porque se quedó dormido el día anterior. Está visto que eso fermentó y se quemó la sangre hasta estallar y decirme esos disparates sin venir a cuento. Y que conste que yo, yo… me sujeté. Lo mismo porque sentía que, de pronto, me había derretido allí mismo y pasé a no ser nada. Solo un charco pestilente que manchaba todo el suelo. O porque no quise disgustar a la mujer que estaba delante y permanecía muda mirándonos perpleja sin saber qué decir o de parte de cuál de los dos ponerse. Aunque esperaba que, como siempre, yo perdería. No sé cómo pude salir en silencio del comedor hasta llegar a la cama. Allí, con los ojos como platos, esperé toda la noche hasta que clareara. Entonces me vine para acá con la escardilla para tranquilizarme un poco y quitar varetas.
— ¿Eso te ha dicho?
— Sí. El muy desgraciado—mira al cielo y disimula que se le escapan algunas lágrimas. Se las limpia. Luego, tras un silencio, continúa con voz más baja. —Y, además…, ese mequetrefe añadió, a voz en grito, para que lo oyera desde mi cama, que se iba a Alemania para no volver nunca jamás — se golpea la nuca de nuevo y prosigue: —Eso es lo más grave. Y todavía, desde lejos le oí decir a la mujer que somos como el agua y el aceite. Imposibles de mezclar. Que trabajará allí en lo que sea. En lo que le salga. Cualquier cosa menos esto. Menos estar conmigo. Se me va. No quiere estar toda la vida de pelea como hicimos yo mismo, mi padre, mi abuelo o mi bisabuelo. Él también lo sabe.
— Bueno, Pepe— le responde Luis hablando con tranquilidad y dándole una palmadita en el hombro — seguro que la sangre no llegará al río. Deja que diga lo que quiera. Seguro que no es para tanto. Tiene que equivocarse él solo. Tiene que ir por su camino y con el paso del tiempo, las aguas volverán a su cauce. Ya ha ocurrido otras veces. Sólo es cuestión de esperar un poco. Unos años. Al fin y al cabo, todos hemos sido jóvenes y hemos tenido llenas nuestras cabezas de pajaritos. Eso lo da la poca edad sin más.
— ¿Tú crees? —lo mira desconfiado.
— Sí, hombre, sí. ¿Acaso no te acuerdas de que tú, con su edad, te querías ir a Barcelona? ¿Y de que tu padre contaba que se hubiera ido a la Argentina si no lo hubiera sujetado su abuelo? ¿Ese que tú dices que sembró la maldición? ¿Se te ha olvidado de pronto? ¿Cuántas veces te planteaste irte? ¿Emigrar como él? ¿Lanzarte a la aventura por si llegabas a encontrar un mundo mejor y lejos? Muy lejos. Por otro lado…, lo llevamos en la sangre. ¿Acaso no somos herederos de esos colonos que vinieron precisamente de Alemania hace unas cuantas generaciones ilusionados con empezar una nueva vida lejos de donde tenían graves problemas? Normal. Porque lo más fácil es eso, salir pitando cuando todo crees que se te tuerce. Huir. Emigrar. No enfrentarse a los problemas en el sitio. Es el camino más cómodo. Empezar de nuevo en otro lugar. Borrón y cuenta nueva. Y como somos colonos, rabiosamente optimistas, ¡es normal que estallemos en rabietas como éstas, propias de apasionados soñadores! ¿No sé de qué te extrañas? ¿De qué te sorprendes? —Pero Pepe ya no escucha. Se crea un largo silencio y tras él, responde a su amigo en voz baja:
— Es duro. Me duele algo aquí muy adentro. Tengo como un pellizco— se señala el pecho—es… como si me doliera el alma. Solo piensa en escapar de mí. En irse. Alejarse de nosotros como si fuéramos apestados. Es mi gran decepción. Toda la vida luchando por él, cuidándolo para que crezca bien y luego…, y ahora…, me viene con que…, los vende. Sin más. Será…, traidor— y vuelve a elevar la voz indignado— ¡lo dice para hacerme daño! Unos olivos que los han sembrado nuestros abuelos porque estas tierras no daban para otra cosa, que los han regado con su sudor y su sangre día a día, generación a generación, que son algo más que leña y hojas, que son seres especiales con quienes venimos hablando día a día todos nosotros, que son más de la familia que nadie, porque siguen vivos cuando los demás nos vamos yendo uno tras otro. Por eso, estoy seguro de que los que se fueron para no volver, aunque se hayan pasado la vida peleándose entre sí, están retorciéndose en sus tumbas al oír esto. Ellos, como yo, que no hemos faltado un día sin cuidarlos…, que hemos sido esclavos…
— Lo mismo ese es el problema— le corta rápido Luis y tras un breve silencio prosigue muy despacio diciendo: — Él…, no quiere serlo. No quiere ser esclavo por una sencilla razón: Porque estos olivos no son su proyecto. O ahora él cree que no lo es… del todo. Así de sencillo.
— No. El problema es que vivo una condena familiar. Los padres y los hijos de mi familia siempre se han venido peleando entre sí. Eso sí, han resuelto el problema de sacarle su fruto a los olivos, pero no el de entenderse. Ahora se va para siempre.
— Lo mismo para siempre es mucho tiempo. —Le responde triste Luis. Ambos se quedan en silencio con sus miradas perdidas. Luego, se levantan y siguen trabajando cada cual en su parcela sin una simple despedida.
II
Cinco años más tarde, los amigos se vuelven a encontrar desvaretando. Ambos se sientan sin decir palabra apoyando sus espaldas sobre el mismo tronco. Dan sendos tragos de agua y, sin prisas, Luis rompe el silencio:
— ¿Y el nene? Lo vi “antier” por aquí.
— ¿El nene? “Ofú” con el nene. Menudo nene me ha tocado. Pues, por ahí anda ese. A su bola. Como siempre. Aunque voy a tener que darte en parte la razón de lo que me decías de que tras la riada… Es cierto. Aunque no del todo. Cambió. Vino para quedarse. Sin duda, escaldado. Al principio me dio pena verlo derrotado, aunque lo disimulaba bastante bien. Quemado como casi cualquier otro emigrante. Ya sabes, la vida allí debe ser muy dura y lo pasó mal. Muy mal. No quiso hablar de eso pero yo lo entendí. Otros más orgullosos tragan carros y carretas. Él no. Será que no es tan orgulloso como yo…, de lo cual me alegro. Porque yo, yo,… hubiera echado allí la hiel por no volver a verle la cara a mi padre nunca más. Él no. Por eso volvió. Que es lo importante. Sale a la madre. Y yo entonces, hice de tripas corazón y…, como si no hubiera pasado nada. Como si no nos hubiera amargado la vida a ella y a mí durante tantos años. Todo olvidado. Normal Es lo que tenemos que hacer los padres, ¿no? Ceder. Pues eso…, nos dimos un abrazo y aquí paz y allí gloria. Eso sí, llorado para mis adentros y una vez que conseguí desmoronar todo mi orgullo le di las tierras para que las llevara él. Le dije que yo me retiraba. Que estoy cansado. Que le tocaba a él y aceptó.
— Ah. Muy bien. Muy bien. ¿Pero le hiciste escrituras?
— No. Aún no. Aún no tengo pensado morirme —y sonríe—. Pero se las haré a su tiempo.
— ¿Y lo de la maldición familiar de la que hablabas?
— Bueno. La verdad, Luis, es que aún no he terminado de arrancar del todo esa maldita idea de mi cabeza. Esa mala hierba de mis entrañas. La verdad es que aún desconfío de que todo se haya terminado sin más y temo que…
— ¿Los miedos de tu “tradición familiar”? —le interrumpe Luis sonriendo sarcásticamente. Su amigo lo ve, pero sigue un poco turbado.
— Eso… es que sigue con demasiados pajaritos en la cabeza. Que ahora le ha dado por lo ecológico. Que me lo ha envenenado ese maldito amigo suyo al que odio con toda mi alma. El Candi. Que nada de líquidos, que las malas hierbas no compiten con el olivo, que hay que crear suelo, que eso de tapar las grietas… Y está que no me habla.
— ¿Ahora? ¿Otra vez? ¿Pero no decías…?
— Sí. Ahora.
— Pero, ¿qué ha pasado?
— Verás. Yo no quiero ya ni más dinero ni los olivos para mí sino para él…, pero me da pena verlos morirse poco a poco. Todo el que los ve me dice que son los peores de la zona. Y es cierto. Solo hay que tener ojos en la cara para darse cuenta de que los tuyos, por ejemplo, da gusto mirarlos. Verdes, verdes como los tallos de las cebollas tiernas. Sin embargo, los míos, digo, los que lleva mi hijo, están mustios, tristes, sin apenas hojas, sin cosecha para este año ni nuevos alargues para el que viene. Mira que yo empiezo a ver algunas de sus ideas raras y me parecen bien eso de crear suelo, pero sabemos, por viejos, que en verano esta tierra se agrieta mucho. Y por allí se le va toda la humedad y con ella la cosecha. De modo que cogí mi coche, como antes, le enganché la cubierta vieja del tractor y pasada tras pasada se las tapé al tiempo que le daba un poco de polvo. Cuando lo vio al día siguiente, se enfadó muchísimo conmigo y me dijo que yo un día se los doy y otro se los quito porque hago lo que me parece sin contar con él.
— Y tiene razón. Si él los lleva, él los lleva. Lo siento, pero no te la puedo dar a ti.
— Pero tiene que entender que yo llevo toda mi vida con los olivos y, aunque jubilado, me gusta seguir viniendo. Y que nosotros, los viejos…
— ¿La maldición de nuevo? —le interrumpe Luis
— Lo mismo tienes razón. No dejo de pensar en ello. Aunque cada vez me cuesta menos hablar con él.
— Lo entiendo. A mí me pasa igual con los míos. Y no creo que sufra de maldición alguna como esa de la que tú hablas— responde Luis un tanto apenado y prosigue—Me parece que no te enteras de que nuestros hijos necesitan sentir como suyo este proyecto. Por eso le dan su toque particular. Los olivos son los mismos. El proyecto igual. Pero al mismo tiempo, cada generación ha de darle un toque diferente para sentirse protagonista de esta película. Que es muy corta.
— Pero lo suyo es trabajar juntos en un mismo proyecto padres e hijos. ¿No?
— Supongo que sí. Aunque…
— ¿Qué debería hablar primero…? Sí. Estoy de acuerdo. Pero él también es más terco que una mula. Y a mí no me sale tampoco.
— Pues deberías haber aprendido algo. —le responde sonriendo Luis.
— Es cierto. Debería ser experto en fracasos y haber aprendido algo de mis ancestros y de mis propios errores. Pero no… —y prosigue tras una pausa —aunque yo no soy como ellos. No quiero ser como ellos. Yo sólo quiero ser alguien que comparte con sus hijos lo que tiene sin más.
— Bueno, yo entiendo que cada uno de nosotros somos como eslabones de una misma cadena que se sostiene gracias al anterior. Otras cadenas, que vienen desde la noche de los tiempos, se han roto. Las nuestras, la tuya y la mía, están ahí por el momento y si miras a los anteriores, a nuestros abuelos, los podrás ver llenos de golpes, deformados incluso, pero funcionado. Sosteniendo ¿Por qué ha de romperse ahora contigo?
— Pero mis olivos, nuestros olivos, se mueren.
— No exageres Pepe. Estos árboles se ríen de nosotros. Sólo tienes que mirarlos y escucharlos un poco. Bien sabes que ellos hablan. Son viejos sabios que se enteran de todo. Están interconectados en red. Como nosotros con Internet. Mira, precisamente ahora noto que se están tronchando de risa al oírnos. ¿Se mueren? Qué va. Son mucho más duros que tú y que yo juntos. Ellos seguirán aquí cuando ambos estemos criando malvas y luego, cuando también se hayan ido nuestros hijos y nietos. Que, porque anden un poco mustios ahora, no quiere decir que no peguen un salto mañana y tengas que darle la razón a tu hijo y terminen con mejor suelo que los míos, o venda la aceituna a mejor precio por ecológicas.
— Pudiera ser.
— ¿Pues a qué viene tanta preocupación? Lo mismo deberías charlar con él de esto y tal vez… — podríais hacer borrón y cuenta nueva.
— Podría ocurrir. —Responde pensativo Pepe y una leve sonrisa se le dibuja en los labios.