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229.- El bosque orbital de los olivos

Un bostoniano

 

No había ni un solo escolar que no aguardara la excursión anual con ese entusiasmo tan propio de la infancia. Eso sí, recatado, a la manera de la plataforma de convivencia espacial 521. Faustino —el profesor circunstancial de los últimos dos lustros— estaba a punto de jubilarse; pero, como hombre de campo, se definía comparándose con una de esas ramas de olivo viejas que aún daban producción. El Pirata no estaba titulado en magisterio ni se caracterizaba por ser un individuo excesivamente cultivado, no obstante, poseía un don para encandilar a los más pequeños. Faus, diminutivo que era del agrado de muchos y recortaba terreno al nombre completo, resultó durante largas temporadas agente secreto interplanetario y, más adelante, tripulante estelar del área de educación por un cúmulo de suertes. Faus aún conservaba las esencias que regala la tierra. Forjado entre olivares, aplicaba la química del trato con sus discípulos, como desde mocoso la labró con los centenarios árboles de las plantaciones familiares, hasta alcanzar la maestría en el injerto con púa o en los diferentes tipos de poda. A eso se dedicaba, transfigurándose en referente de sus niños: a la de formación. Ni siquiera el percance del ojo provocó un romance interruptus con aquellos robustos seres vivos de formas tan atrayentes: Faustino cumplió los trece años, desvirgado, pero ya sin el ojo derecho y con su característico parche. Una de las arbequinas vareadas impactó como un proyectil en el epicentro de la cuenca ocular y nada pudieron hacer en el hospital provincial donde lo trataron. Aparte de la broma del pirata de secano, al contar su historia de aquellos días terrenales encamado, solía mencionar una jovencísima enfermerita de la que se enamoró platónicamente y las meriendas de mendrugos con aceite que le traía la abuela Engracia. Casualidades de la vida hicieron que Aurora lo mimara décadas después en el espacio: El láser de una pistola quema a la vez que también perfora. En esta ocasión, Aurora hizo lo que pudo como sanitaria y un poquito más: Se convirtió en su amante y en una necesaria confidente.

El bosque de los olivos crecía en la plataforma de vida 323. No era ni de lejos tan sugestivo como la selva frondosa e inhóspita que se enraizaba en la plataforma 37; pero, tras una disputada y democrática votación, la mayoría simple de los chiquillos lo había cristalizado como opción prioritaria para aquel curso. Ese sería el destino de la salida de aprendizaje de aquel año. Se lo debían a Faustino antes de su honrosa retirada. Aurora, que a pesar de sus setenta y escasos nunca dejaría de ser enfermera, les tomó la calentura. El visto bueno de los 37 a raya era un requisito indispensable para subir al transporte interplataformario. Cantaron las canciones habituales y, con las boquitas abiertas, escucharon a Faustino relatarles sabrosos detalles sobre sus andaduras en los olivares y las intensas percepciones sensoriales protagonizadas por el frío, como la de poner el trasero al aire tras uno de los vastos troncos empujado por un inoportuno apretón. Por más que rieron, no fueron capaces de materializar aquel intangible concepto en sus cabecitas. Nacieron ya como niños probeta en las estables plataformas de convivencia, al margen de las oscilaciones térmicas y de las pandemias víricas que asolaban la Tierra. Faustino fue de los zagueros en pisarla. Gracias a las arriesgadas misiones de recuperación, había medrado el plantío que se disponían a visitar. Todos le adoraban. Era un verdadero héroe para ellos. Se la jugó, cuando eran contados los que se atrevían a bajar a aquel mundo arrasado y sin ley. Las pandemias no solo mataron a destajo por sí mismas. La falta de personal colapsó las redes de distribución de mercancías, las centrales eléctricas… y el desastre nuclear no pudo evitarse… Mil ciento cuarenta y cinco especies de olivo puestas a salvo lo engrandecían. Faustino supo moverse maniatado en los equipos de protección individual, emplear la fuerza justa para su autodefensa y, sobre todo, salvaguardar los esquejes con su ingenio allá donde le tocara rescatarlos. Desde Finlandia, aunque parezca increíble, a Túnez… De las treinta incursiones en España a sus andanzas por el continente austral pasaron más de siete años. A raíz de los avatares de una empresa complicada, Aurora y él habían vuelto a cruzar sus caminos. El disparo mencionado trajo emplastos, vendas limpias y arrobas de cariño. Los hijos de ambos fueron los alumnos de Faustino.

Ya en el lugar deseado, convinieron a regañadientes que lo placentero entra mejor si se hace esperar. El bosque estaba ahí, con sus picuales, pajeros, cornicabras… pero un torno reconstruido con piezas tan antiguas como originales no es un mal comienzo. Comprobaron, in situ, que lo añejo no estaba reñido con lo complejo. Tomaron verdeñas como aceitunas de mesa. No todos. Algunos pusieron rictus de asco; siempre están a los que les gustan y a los que no. Una guinda de catas, sobre la base de un riquísimo pan, sabe a gloria. Condujo la apertura el sabor suave y ligero toque afrutado del empeltre. Los semblantes complacidos, y de cierto pasmo, determinaron que la experiencia discurría de una guisa satisfactoria. Como cierre, el de la alquezrana lo degustaron sin acompañamiento. A Faustino le recordó a hierba recién cortada; a un puñado a alcachofa. Transcurridos unos segundos, ese picor que agarra en la garganta, e incluso hace toser, no se olvida con facilidad. Más de una manita ventiló para darse aliento. Bárbara, con diferencia la pitagorina del grupo, encontró la explicación en su alto contenido en antioxidantes naturales denominados polifenoles; como era de suponer, no le hicieron caso. Faustino le destinó una sonrisa, cómplice, y al oído de la canija lo tradujo en una cosecha temprana. Los zagales ya no estaban para atender a nadie: Aquellas piezas, aquellos engranados mecanismos, y una excelente materia prima no dieron cancha al aburrimiento. Y como a ninguna criatura le amarga un dulce, el audiovisual que ponteó el tiempo pretérito de aquellos señores llamados griegos, sus barcos hundidos y las fascinantes ánforas… a las postreras almazaras, tampoco cayó en saco roto. Una vez bien atado, como los que rellenó Faustino de kilos y kilos de frutos cribados de ramitas y hojas, la sorpresa fue mayúscula al conocer que redondearían una jornada de laboriosa recogida. Unos con mantas, otros con varitas en mano y todos con gafas protectoras, para impedir que nuevos tripulantes se enrolaran en la goleta corsaria de Faustino, corretearon por la ensoñada burbuja de vida arbórea en un día soleado. Embutidos en unos molestos jerséis de lana sintética, saltaron al rectángulo de juego como aquellos relegados jugadores de fútbol. Soportaron la quemazón del gélido invierno por primera vez, al igual que esos llorosos bebés paridos en verano justo al sentir el frío de golpe: en sus menudas manitas, en las orejas y en cada moflete enrojecido. Tiritones, más de uno y de dos replantearon el voto fijo para esa futura excursión que los llevaría a la ansiada plataforma nevada 815. Fue un pensamiento fugaz: Con gusto, aquellas mínimas temperaturas artificiales se podían sobrellevar.

Y como Faustino era un especialista del contrapunto, aprovechó el descanso del almuerzo para abordar un tema tan espinoso como el del suicidio. De allá donde él venía, más de uno se había quitado de en medio colgado de una rama de olivo. Pocos se arrojaban a hablar a los chicos de la muerte. Faustino, sí. La había lidiado en sus descarnadas facetas. Ya de infante, mientras todo a su alrededor cundía de felicidad, la abuela Engracia le había puesto los pelos de punta al narrarle el fatídico accidente que le arrebató la existencia al bisabuelo de Faustino. Aún ocupaba el vientre materno cuando a su progenitor, en el devenir de una partida de caza menor, se le disparó la escopeta trepado en la copa de un longevo ejemplar de Manzanilla cacereña. Esas cosas que pasan y que hacen tanto daño. Faustino confortó a la tropa: pocas mujeres atraparían la dicha vital de la abuela Engracia; y en cuanto al deterioro que estaban recibiendo los olivos… “Ni fuerte ni blandito: La virtud, en el arte de varear, se encuentra en el justo término medio.” —les repetía Faustino sin ánimos de hacerse pesado. O eso decía un filósofo, según el estéril apunte de Bárbara. Un guasón, desmarcado de la cuadrilla por parecerle agotadora la faena, fue captando la totalidad de las miradas. Los pantalones a media pierna acabaron siendo imitados por unos cuantos, que también se pusieron en cuclillas distribuidos aquí y allá donde hubiera un tronco protector. Tres o cuatro, ya que estaban, defecaron. El consejo de las hierbas y las piedras que tuvieran al alcance no les vino mal. Las niñas, Bárbara entre ellas, se ruborizaron. Incluso de la rojez afloraron para el deleite global las risas de todos. Faustino, resignado, negó lo que estaba presenciando mediante un imperceptible movimiento de testa. A veces, conviene no comentar más de la cuenta… Rio. “¡Qué diantres!” —se dijo. Para lo bueno o para lo fastidioso, ese rasgo iba con Faustino. La perseverancia era otro. El retiro forzado le caía como una losa en unos momentos difíciles: La enfermedad que corroía a Aurora por dentro no pintaba nada bien. La haría sentirse afortunada hasta el suspiro final, y si las fuerzas se lo permitían, sabía que en el planeta azul daría con un último esqueje, por más que le costara encontrarlo.

 

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