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232.- Himno 387

Jair Nahuel

 

Todavía no sabía leer ni escribir cuando ya canturreaba de memoria una veintena de letras aprendidas en el entorno familiar. Y no hablo de los hits ochenteros de Radio Concierto o el Magnetoscopio Musical, ese que daban en Televisión Nacional, y que veíamos con mis hermanos y amigos en el patio de la señora Juana Retamal. “¡Carísimo, por cierto!”. Un peso valía el privilegio de sentarse en una banca enclenque con una decena de cabros, chicos, todos apretujaos, solo para ver aquel bendito programa durante una hora. Dicha franquicia suponía juntar las chauchas todo el mes, aunque, en nuestro caso, bien merecía la pena, porque era un espectáculo deleitarse con esas imágenes a todo color saliendo del Philips de veintiún pulgadas, colgado en una repisa de madera bajo el parrón de uva negra. Además, terminada la función, salíamos pavonéandonos delante de otros niños más pobres que nosotros, diciéndoles que habíamos sido espectadores exclusivos del sensacional video Laiky viryin de la Madonna.

¡Perdón!, me fui del tema que nos convoca. Las canciones a las me refiero son de la himnología evangélica, pues con ellas nos hicieron arrurrús desde la época en que dormitábamos dentro de una cuna de mimbre antigua. Como somos seis hermanos seguidos en edad por un año, menos Ed, el primogénito, nos regalorearon en alabanzas desde que tengo uso de razón. Pero ya de más grande, esas mismas baladas se convirtieron en desafío mayor al tratar de interpretarlas en guitarra. Mi padre dijo que nos enseñaría a charranguear, y con ese propósito empeñó mucho tiempo para que nosotros, sus hijos, y los pequeñuelos del barrio, lográsemos darle sonido al instrumento de madera. Claro que existía un detalle mínimo: éramos nueve alumnos y una sola guitarra.

Las clases eran los viernes en la tarde después de asistir al colegio, sin cuadernos ni pizarrón, ya que dichos recursos, decía mamá, “no están al alcance del bolsillo”, así que debíamos poner suma atención al querido instructor. Guitarra en mano, mi padre nos explicaba su importancia y cuidados, sus partes y cómo tomarla, “¡de-li-ca-da-men-te!”. Luego hacía diversas posturas en demostración, ciñéndose por la escala musical: “Esta es Do Mayor: Primer espacio, segunda cuerda, dedo índice. Segundo espacio, cuarta cuerda, dedo medio. Tercer espacio, quinta cuerda, dedo anular”. De ahí nos poníamos en fila, desde el menor al mayor, y comenzábamos a ejercitar por turnos, lo que demoraba un montón, “más que las colas de la montaña rusa en Fantasilandia”, reclamaba Sergio, el de mejor situación económica de la población.

Al detalle de la guitarra única se sumaba otra minucia: de los neófitos, yo era el único zurdo. Por lo mismo, a pesar de no ser el más bajo del grupo, quedaba relegado al colofón, y cuando la ronda anunciaba mi oportunidad, los demás terminaban cabreándose con el rito eviterno de mi padre, que con paciencia de santo daba vueltas de revés las cuerdas y sudaba la gota gorda intentando aleccionar a su hijo ñurdo. La misma ceremonia se repitió una y otra vez, lo cual ofuscó al resto de discípulos, quienes determinaron que “por el bien de todos, o aprendía a tocar como ellos o ya no podía seguir practicando”. Agaché la cabeza y acepté el desafío impuesto como un cruel castigo, transpirando a mares con cada contorción de dedos, sintiéndolos artríticos y acalambrados. Así aprendí más rápido que el resto tres notas esenciales: “Do, Fa y Sol”, siendo el rasgueo lo más difícil de asimilar, pues no le achuntaba a niuna con la duración de figuras del “ta-ta-ta… ta-ta-ta” del himno 387 Bajo de las estrellas, el primero que saqué tocando obligado “a lo derecho”, alegando en mi favor, a manera de disculpas, que “soy zurdo de nacimiento”.

A las pocas semanas me lucí en medio de los “derechistas”, entonando orgullosamente uno de los himnos nazarenos. Cuando dominé mejor el instrumento, traté de entender el contenido de dichas melodías, o sea, su significado bíblico e histórico. De la alabanza 387 quedé intrigado por una de las frases de su trama. Apenas pregunté, mi padre relató que se trataba del momento previo al arresto de Jesús, debido a la traición de Judas. En ese contexto, él fue a orar de noche al huerto de Getsemaní, en el Monte de los olivos, y allí se arrodilló precisamente en el olivar, pidiendo a Jehová que le reconfortara ante la inminente prueba de dolor que se avecinaba. “Sí, lo entiendo”, le repliqué, “pero no sé qué cosa es el olivar”. En sencillas palabras, me explicó que es un árbol del que se obtiene el fruto de las aceitunas, las mismas que he visto tantas veces en la feria y en el almacén de Don José, “¡carísimas, por supuesto!”. Pero además, “las aceitunas proveen la elaboración de un tipo de óleo fino, puro y exquisito”, concluyó.“¡Qué maravilla!”, exclamé. De inmediato, se rió de buena gana, enfatizando que la maravilla también es una planta vegetal de la cual se obtiene ese aceite que es “más común y de color amarillo”, tradicional en nuestra cocina.

Fue tal el impacto de aquel arbolito que me vi soñando esa misma noche con un platón de lechuga, aderezado en abundante limón con pizcas de sal. El mesón era un largo tablón en el patio de vides de doña Juana, colmado de niños conocidos y mis cinco hermanos. Mas, en vez de la señora gruñona, aparecía mi madre linda, depositando solo gotitas de oliva verde en cada porción, hablándome con tono de poesía algo así como “Mi rey hermoso, vaya revolviendo suavemente su comida, en tanto yo la rocío con esta bendita oliva”. Al tiempo, me regalaba caricias llenitas de su amor, rodeando mis gordas mejillas entre sus tibias manos de dulzor. Al despertar, me propuse una ambiciosa idea y empeñé cuántos sacrificios fuera necesario con tal de lograrlo. Acudí al almacén de Don José y le pregunté el precio del aceite de oliva, “la importada”, oyendo por respuesta estruendosas carcajadas y carraspeos irónicos antes de señalar si acaso quería comprarla “por gotas” o si me interesaba el envase entero, en tanto yo miraba de reojo ese divino alimento que relucía como trofeo en el estante superior de la alacena, detrás del cristal de vidrio plomizo. Sin más contestación me devolví a casa, dispuesto a conseguir esa exquisitez y no el aceite a granel que chorreaba por el mango grasoso del tambor amarillo, ubicado en un rincón del local del bigotudo caballero.

En lo sucesivo, mientras aprendía himnos por Do Mayor, por ejemplo el 393 Señor mi Dios, 229 Lejos allende los mares, 3 Alma mía no delires, etcétera, dejé de consumir golosinas por más de un año y me privé de las visitas mensuales a la casa de la vecina de la tevé. Ganas no me faltaron, sobre todo cuando me dijeron que “de tonto nomás” me perdí el nuevo éxito de la Madonna: “Material girl”. La tentación era grande, ya que junto con la música grossa de moda, estaba perdiendo la oportunidad de ver los capítulos de “El Chavo del Ocho” y “Los Picapiedras”, por mencionar dos. Aun así, contra viento y marea, persistí, juntando cada moneíta que me regalaban para los recreos de la escuela, prefiriendo ahorrar en un gusto que creía nos beneficiaría la salud, aunque fuese por una vez en la vida. Eso hasta que comprobé que aún no tenía ni la mitad del dineral requerido para ir por mi “Aceite de Oliva Importado”. Más encima me enfermé y caí en cama por tres días, manchando sábanas y almohadas con mi porfiado sangrado de nariz. Lo bueno de lo malo es que aún en esa deplorable condición me vino a ver Pedro, Juan y Diego, preocupados de mi salud. “Estaré mejor”, les insistía. Al final del día, siempre entraba mi mamá a orar por mí y desearme las buenas noches. Pero esta vez se arrodilló hacia los pies, hurgando un objeto que se abultaba debajo del colchón de la cama. Llorando, le confesé que era la alcancía de monedas para un regalo de cumpleaños, pero que estaba triste, porque no me alcanzaba para los cien pesos que necesitaba. Amorosa como siempre, me arropó en ternuras, insistiendo en que el juguete que deseaba, “al parecer”, costaba una fortuna. Con delicadeza, abrió mi alforja de cuerina y contó moneda por moneda, poniendo sus manos y las mías sobre el dinero. Luego me dijo que cerrara los ojos e hizo una rogativa milagrosa, susurrando que se multiplicasen los cuarenta y ocho pesos que tenía.

El 14 de septiembre, día de mi cumpleaños, mamá me dio en secreto una cajita de cartón tan liviana que hubiese creído era una broma simpática y nada más. “¡Ábrala!”, me ordenó. En el interior hallé seis billetes de Diez pesos cada uno, tan lindos, nuevos y dobladitos, que los guardé celosamente hasta el fin de semana. Era la primera vez que veía una riqueza como aquella en mi poder. Embelesado, se me ocurrió averiguar en la biblioteca municipal sobre la composición de ese billete y supe que fue emitido en 1975. Su perfil anverso mostraba a don Bernardo O’Higgins en tono rojizo, y por el reverso, podía apreciarse la pintura de la Batalla de Rancagua, creada por el pintor nacional Pedro Subercaseaux.

Dos días después, el sábado 16, me levanté tempranito para evitar que se diesen cuenta de mi ausencia y me dirigí al almacén de Don José, pensando en que si llegaba antes que las caseras cotidianas, me atendería de inmediato en cuanto abriera el local “La Sulianita”. Fue grande su impresión al verme frente al portal en cuanto levantó la cortina de latón, adelantándose a expresar que “aún no habían llegado los confites” y que mejor regresara como a mediodía si quería calugas y chicle. “No, Don José”, le contesté, “vengo por el Aceite de Oliva Importado que usted le ofrece a su distinguida clientela”. Ante su cara escéptica le pagué, solicitándole que por favor envolviera “mi botella” en papel de diario. Así, regresé feliz a casa, abrazando el frasco de óleo de la misma forma en que me apego al vientre cálido de mamá, depositándolo sutilmente sobre la mesa del comedor con un papel escrito a lápiz grafito y la frase: “Para mamá y familia, con cariño y gratitud en mi cumpleaños”.

 

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