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243.- Pastor de olivas

Blas Martínez Herrera

 

Esa mañana Luisa y Julián habían discutido. Como muchas otras veces, el origen de la discusión habían sido las críticas de Julián a la familia de Luisa. Sólo que esta vez la discusión había sido peor que otras veces. Los dos habían quedado muy compungidos. Durante la comida no cruzaron ni una palabra ni una mirada.

A media tarde, y sin decir nada, Julián había salido de casa y se había ido en su coche.

Era una tarde de finales de verano y principios de otoño. De esas en la que en el aire flota un olor a día de entre semana. En las que cada cual está ocupado en sus quehaceres y parece que nadie está pensando en nadie. Era una tarde triste.

Julián se había ido a aquel lugar en el que desaparecía. Allí nadie sabía dónde estaba. Le gustaba esa sensación. Era justo allí, donde cada día era igual, donde daba lo mismo si era martes o sábado, donde Julián se sentía más sólo y más acompañado. Acompañado de sus pensamientos y de sus recuerdos. Y rodeado de aquellos árboles de tronco retorcido que también lo acompañaban en silencio. Los más jóvenes debían de ser más o menos de su misma quinta. A esa hora, la luz del atardecer les daba a las copas ese color verdinegro que es solo suyo.

Julián paseaba con pies expertos pisando la tierra quebradiza, siempre con la mirada alta. A veces trastabillaba al pisar alguna piedra, pero parecía no darse cuenta, enseguida recobraba el equilibrio sin necesidad de mirar al suelo.

Le gustaba pararse de vez en cuando entre dos hileras y estirar la vista un poco más, hasta los cerros vecinos. Cerros llenos de los mismos árboles, todos iguales y todos diferentes entre sí. Pensó en eso que dicen de los pastores, que son capaces de reconocer a cada una de sus ovejas. Mirándolo bien, ¿no cuidaba también él de su rebaño? Se aseguraba de que tuvieran suficiente alimento, las curaba cuando estaban enfermas, las ordeñaba… ¡Pero si hasta las esquilaba una vez al año!

Siguió caminando. Ahora el terreno se ponía un poco más empinado y, a su edad, empezaba a notar el esfuerzo en cada paso. “Si pudiera pastorearlas hasta lo llano, ¡qué fácil sería!” No pudo evitar una sonrisa ante la disparatada idea de una trashumancia olivarera.

Pero de repente le sobrevino un pensamiento menos divertido. Un pensamiento que no era nuevo y que borró aquella sonrisa: “Y después, ¿qué?” ¿Qué pasaría cuando él no estuviera? ¿Quién vendría a verlas? ¿Quién cuidaría de ellas?

Sus hijos hace años que se hicieron mayores y se habían ido a vivir lejos. Tenían otras vidas, sus propias vidas. Sus propias vidas con sus propias preocupaciones, sus propias alegrías, sus propias penas y sus propios secretos. Ellos no estarían allí para visitarlas cada día. “¡Y pensar que fue por vuestra culpa! ¡Y pensar que fue gracias a vosotras que ellos se fueron lejos!” Había algo de ironía en todo aquello.

Cargaba con aquella preocupación mientras seguía zigzagueando entre hileras. “¿Quién cuidará de vosotras?” Entonces le vino a la cabeza una idea nueva. Algo que lo hizo detenerse y quedarse quieto con la mirada perdida. Se quedó así unos segundos hasta que volvió a enfocar la vista en el árbol que tenía más cerca. Sus ojos se fueron posando de árbol en árbol como un gorrión. Y sintió que ellos le devolvían una mirada compasiva, como si hubieran escuchado su pensamiento. Lo observaban como se observa la inocencia de un niño que descubre algo por primera vez. “No, vosotras no habéis sido mías. Soy yo el que ha sido vuestro. He sido vuestro como muchos otros antes que yo fueron vuestros”. Entonces aquellos árboles le sonrieron. Le sonrieron con ternura. Protectores de aquel hombre y a la vez agradecidos por todo lo que él había hecho por ellos.

De pronto se levantó un poco de aire frío de otoño. Miró a lo lejos y vio que la línea del horizonte tenía ya el color rojizo que precede a la penumbra. No se oía ya ningún ruido de pájaros. Julián siempre decía que aquella hora era cuando mejor se estaba en el campo. Que era la hora a la que el campo le hablaba a uno.

Aquel aire frío le sacó de su aturdimiento. Volvió a mirar a los árboles, pero esta vez sólo vio ramas que se extendían y se doblaban con el peso de la aceituna todavía verde. Los árboles que hace un momento le miraban parecían ahora inertes. Se quedó un rato más allí parado, pensando en todas aquellas cosas.

Entonces se dio cuenta de que se había hecho tarde y era hora de volver. Tenía una vida a la que regresar. Y tenía que regresar a las vidas de otros. Emprendió el camino de vuelta al coche, apretando un poco el paso para entrar en calor.

Esta vez dio menos rodeos. Sólo se detuvo un momento para arrancar una rama pequeña que se llevó consigo. Tardó poco tiempo en llegar a la linde donde había dejado aparcado el coche. No tuvo que buscar las llaves en el bolsillo, siempre se las dejaba puestas. Subió al coche, arrancó y maniobró para dar la vuelta.

Según conducía por aquel carril tuvo la sensación de que los árboles volvían a cobrar vida a sus espaldas: “¡Vuelve mañana!”, gritó uno. “¡Y pasado mañana!”, gritó otro. Y así un árbol tras otro hasta que el ruido del motor y la distancia taparon sus voces.

Condujo despacio, como siempre, primero por el camino de tierra y luego por la carretera de asfalto. Ya era noche cerrada. A ambos lados del coche pasaban las sombras de otros árboles, protagonistas de otras historias. Siempre que hacía el trayecto de vuelta le invadía una extraña sensación de calma. En el interior del coche se sentía protegido, de nuevo a solas con sus pensamientos.

Entró al pueblo y condujo por la calle principal que le llevaba a su casa. La oscuridad exterior había sido sustituida por las luces amarillas de las farolas. Las calles estaban vacías. El ajetreo del verano con sus fiestas y sus visitantes ya había quedado atrás. Había vuelto la rutina. Una vez más, el otoño. De vez en cuando, a ambos lados de la calle, se veían vehículos todoterreno aparcados, con las ruedas cubiertas de tierra. Algunos de ellos con remolques enganchados. Vehículos que descansaban para estar listos para el día siguiente. Algunas ventanas estaban iluminadas y se oían ruidos de televisores y de chocar de cubiertos que salían de dentro de las casas.

Llegó a casa, aparcó sin necesidad de maniobrar, apagó el motor y se quedó un rato dentro del coche. No pensaba en nada, sólo escuchaba el repiqueteo del coche que se enfriaba y agradecía el descanso.

Al abrir la puerta de casa se alegró al oír el sonido de su propio televisor procedente del salón. Desde que Luisa y él se quedaron solos no se había acostumbrado a vivir en una casa sin ruidos.

Cerró la puerta detrás de sí, dejó el manojo de llaves en el aparador de la entrada y se sentó en la butaca del pasillo para quitarse las botas.

Entró en el salón y encontró a Luisa sentada en su sillón leyendo una revista del corazón, con el ovillo y las agujas hechos un montón encima de la mesa. Ella distrajo su atención de la revista el tiempo justo para mirar a Julián y sonreírle. Parecía haber olvidado la discusión de aquella mañana. Julián le devolvió un gesto cansado a forma de saludo y se dio la vuelta para vaciar los bolsillos sobre una de las repisas de la estantería.

—Ha llamado Miguel —dijo mientras seguía hojeando la revista—. Dice que le han cogido en la entrevista de trabajo que hizo la semana pasada. Me ha dicho que empieza el mes que viene.

Luisa no pudo ver la leve sonrisa de orgullo y el alivio en la cara de Julián, que seguía ordenando sus cosas en la repisa.

—También ha llamado María —continuó diciendo Luisa sin levantar la mirada—. Dice que al final no van a poder venir el fin de semana. Tienen a la niña con fiebre. La han llevado al médico y por lo visto no es nada, pero prefieren quedarse en casa y venir el siguiente. ¡Ya es mala pata!

Julián se había dado la vuelta y se había quedado allí, en medio del salón. Miraba a su mujer y la escuchaba en silencio.

—¿Qué pasa que no dices nada? —insistió Luisa, cerrando esta vez la revista. —¿Es que te has vuelto a dejar la cabeza en el campo?

Al levantar la mirada, Luisa encontró a Julián allí de pie, con el brazo extendido hacia ella y la rama de olivo en la mano, repleta de unas aceitunas que auguraban una cosecha buena aquel año.

—Toma, son para ti. Me ha costado encontrarla, pero creo que es la rama más bonita que había

 

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