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182.- El torneo

#Streetstories

 

A las nueve y diez de la mañana salíamos desde el club dirección Martos. La primera parada la hicimos pasadas las once y media. Salimos los cuatro del coche y Jessi y yo corrimos hacia la máquina dispensadora de bebidas a comprarnos unas coca-colas. El entrenador nos había dicho que solo hoy podríamos bebernos un refresco. El resto de días agua y, durante el partido, también alguna bebida isotónica. Sólo nos llevaba al torneo Circuito Olivar porque le habíamos prometido que íbamos a dar el ciento veinte por ciento de nuestra capacidad en la pista. Normalmente no nos alejábamos más allá de tres horas en coche para acudir a ningún torneo. Éramos cadetes ya creciditas y, aunque teníamos las tres muy buen toque de bola, en ninguna se vislumbraba la próxima Aranchita. A las tres de la tarde llegábamos a la Pensión Martín. Una habitación triple para nosotras y una doble para el entrenador. Nosotras cogimos la cama de matrimonio, mientras que Emi ya sabía que a ella le tocaba la cama pequeña. Jessi y yo estábamos acostumbradas a dormir juntas. Por aquel entonces éramos muy amigas y yo dormía en su casa muchas veces en verano los fines de semana cuando, después de los entrenamientos, íbamos a dar una vuelta por El Puerto. Emi, sin embargo, no salía a divertirse nunca. Al menos no con nosotras. Era muy reservada y nuestro único punto de encuentro era el tenis. Entrenábamos juntas y nada más. No por eso nos llevábamos mal y, a veces, se reía de nuestras ocurrencias o nos comentaba partidos enteros al detalle, casi punto por punto, que había visto por la tele o en algún torneo menor a pie de pista.

—Chicas, diez minutos drive to drive*. Os intercambiáis de pista para venir conmigo y diez minutos de revés*. Nuevo intercambio a peloteo libre otros diez minutos, calentamiento de saques y comenzaremos con los puntos. Recordad hidrataros en todos los cambios. Esto es Jaén, peor todavía que Alicante — nos indicó el entrenador antes de comenzar nuestra práctica.

Habíamos alquilado dos pistas de tierra batida durante dos horas, de cinco a siete. A aquellas horas, tan sólo una pista más estaba ocupada. Probablemente en verano ningún socio o socia del club osaba ponerse a hacer deporte antes de las ocho o las nueve de la tarde. Por eso los partidos del torneo se jugaban entre las ocho de la mañana y las doce del mediodía, y de las cinco de la tarde a las diez de la noche. E incluso a casi todas esas horas, el sol caía a plomo desde que salía hasta que se ponía.

Durante el entrenamiento, no sólo tuvimos que hidratarnos por dentro sino también por fuera y, a cada cambio de bloque y de pista, salíamos a refrescarnos cabeza y nuca en la fuente del polideportivo.

Al terminar en la pista, ya con el calor un poco más bajo, nos tocó trotar por los aledaños del Club de Tenis Martos durante media hora antes de terminar el entrenamiento en el gimnasio con una tanda de abdominales, flexiones y sentadillas.

—Venid, venid, vamos por aquí —les grité a Jessi y Emi, señalándoles un pequeño camino sin asfaltar, completamente rodeado de olivos.

—¿Por ahí? —preguntó Emi— Hay piedrecitas, es incómodo para correr —puntualizó, siempre tan correcta.

Jessi ya estaba a mi lado. No se lo había pensado dos veces.

—Venga Emi, va. ¿Alguna vez has corrido en un mar de olivos? —pregunté, abriendo ambos brazos y dando una vuelta al trote en círculo, señalando y admirando el tremendo olivar que se nos abría al paso.

Aquella cuestión debió convencerla, porque cuando terminé de dar la vuelta sobre mí misma ya estaba casi a nuestra altura del camino. Arrancamos de nuevo el trote, dirigiéndonos hacia el fondo de aquella vasta extensión de olivos de la que no veíamos el fin mirando hacia delante, ni mirando hacia los lados. Nos detuvimos un par de veces a recoger del suelo algunas olivas caídas para lanzárnoslas. Teníamos quince años y a aquella edad podíamos entrenar, jugar y luchar con el calor sin desfallecer en el intento.

La primera ronda del torneo la pasamos todas, ganando ampliamente a nuestras rivales, así que aquella noche convencimos al entrenador para salir a cenar al pueblo, en lugar de hacerlo en la pensión, y regresar pronto a descansar. Salimos los cuatro, recién duchados y fresquitos, a visitar un pueblo desconocido para toda nuestra expedición y durante el paseo decidimos probar el Mesón “Los Arcos”. Salimos bien satisfechos después de dar buena cuenta a un par de aceiteras del restaurante, aliñando alegremente desde el pan hasta el plato principal, pasando por la ensalada verde. En el pueblo el aceite era exquisito. También el del club de tenis o el de la pensión, donde habíamos comido y cenado hasta esa noche. No faltaba aceite en mesa. Recuerdo aquel aceite tan aromático. Olía muy fuerte a oliva, a almazara, el perfume de ese pueblo.

Al terminar de cenar, nosotras queríamos quedarnos a ver cómo eran las noches marteñas y sus gentes, sobre todo sus mozos. Pero éramos tenistas federadas, pretendidas deportistas semi-profesionales, y debíamos retirarnos, pues al día siguiente Jessi jugaba en el primer turno, lo que significaba que los cuatro debíamos levantarnos a las seis y media de la mañana.

Esa noche no pudimos conocer cómo era Martos ni sus habitantes. Y, desafortunadamente, el martes perdieron Jessi y Emi en segunda ronda. Contra todo pronóstico, yo gané. La decisión fue que, como ellas ya no continuaban en el torneo, se volverían a casa a la mañana siguiente, así que por la noche decidieron salir a dar una vuelta. Le dije al entrenador que yo me quedaría en la habitación, sin embargo, las hormonas y que siempre me ha gustado más una pista de baile que una de tenis, me llevaron a escaparme con ellas. El entrenador no nos vigilaba. Jugar bien era nuestro interés, era nuestro ranking el que estaba en juego y nuestro dinero el que estábamos invirtiendo para estar en el torneo. Se suponía que seríamos responsables y sabríamos lo que hacer.

Al primer grupo de chicos y chicas que nos encontramos en una plaza del centro del pueblo les preguntamos dónde podíamos ir a dar una vuelta.

—¿De ánde soih? —nos contestó un chico muy alto y muy moreno—. Mi amigo el David seguro que oh lleva ande queráih.

—Calla, empicao* —rieron las tres chicas del grupo aquel insulto que nosotras no entendimos. Dos de ellas masticaban chicle. La otra le acababa de dar una calada al porro que le había pasado el chico alto—. Nosotroh noh vamo to cambalás* pa´ la carpa, ¿queréih venir?

—¿Dónde está esa carpa? ¿Se puede ir andando? —preguntó Jessi.

—Claro, tía. Si aquí vamos a tos laos andando —contestó una de las chicas, tratando de imitar nuestro acento alicantino.

—Hay unoh kilómetroh. Tré o cuatro. A donde ya sólo ehtán lo olivarah —les informó, sensatamente el marteño que las había invitado a ir con ellos, con un profundo acento jienense.

Atravesamos varios olivares, oscuros, sólo nos alumbraban las luces de algunos coches que por allí pasaban camino a la carpa. No se veía prácticamente nada. Caminábamos a tientas entre miles de olivos, impregnándonos del fuerte aroma que salía de las almazaras cercanas. La carpa no era más que un toldo circular, medio abierto, similar a la estructura de la pista de un circo, con un DJ en el centro, un mostrador a modo de taquilla a la entrada, y muchas cajas viejas en la explanada de delante de la entrada, llenas de gente sentada en ellas bebiendo, charlando y riéndose, bajo unas tiras de bombillas de colores. Los chavales del pueblo se quedaron fuera saludando a otros amigos sentados en cajas, pero nosotras entramos a la carpa a bailar los ritmos del verano. Estaríamos allí algo más de horas. Después llamamos a un taxi para que viniera a recogernos. Teníamos miedo de perdernos campo a través, sin conocer camino alguno.

Al día siguiente pudimos dormir hasta las nueve porque el autobús que llevaría a Emi y a Jessi hasta Jaén no salía hasta las diez y media. Fuimos los cuatro en coche hasta la estación para que no tuvieran que cargar hasta allí con sus mochilas y termos para las raquetas. Tras la despedida, marchamos hacia el club para realizar una sesión flojita de ejercicios físicos en el gimnasio porque a las seis entraba en pista para continuar con el torneo. Gané aquel día, y el resto. Gané el torneo y regresamos a casa esa misma noche. Me dijeron que me enviarían a casa el premio del patrocinador que, por supuesto, era una de las grandes compañías aceiteras familiares de la zona.

Sujetaba en la mano mi trofeo con placa de oro y mi nombre grabado en él como campeona cuando atravesé la puerta del chalet de mis abuelos, residencia en la que transcurrieron mis veranos hasta que marché a vivir fuera de la ciudad.

Al día siguiente había avanzado como unos treinta puestos en mi ránking de la federación. Pero la sorpresa final de mi experiencia en el pueblo olivarero llegó diez días después cuando llamaron a la puerta con un palé lleno con trece garrafas de cinco litros de aceite de oliva picual virgen extra, una caja con dos botellas de litro y un cofre con cinco botecitos de doscientos mililitros de aceite de oliva de las variedades picual, arbequina, frantoio, manzanilla y multivarietal. Mi abuelo no daba crédito. Sesenta y siete litros. Mi peso en oro líquido. Aquel verano de finales de los noventa vecinos, familia y amigos saboreamos con gusto y ganas uno de los bienes españoles más preciados en todo el mundo.

 

* «drive to drive»: Golpe cruzado de derecha a derecha.
* «revés»: Golpe ejecutado con el brazo derecho.
* «empicao»: Persona demasiado aficionada a algo. Enviciado. En referencia a su amigo el que no para ni de fumar, ni de meterse con él.
* «cambalás»: Son los pasos inseguros que dan los borrachos cuando van por la calle.

 

 

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