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240.- El sabor sublime de la oliva.

D. Ch. Fujishiro.

 

Lázaro había nacido en Cuba, donde pasó toda su niñez y la adolescencia. Como no logró terminar sus estudios y graduarse de ingeniero agrónomo, que siempre fue su sueño, decidió emigrar en busca de nuevas oportunidades. Llevaba varios meses en España cuando llegó a ese enigmático lugar. Había abandonado su tierra natal para probar suerte y aún no daba con ella. Tenía, entonces, veintiún años y no se había casado, no por mala fortuna en el amor, pues era un joven muy agraciado, tal vez no había encontrado la horma de su zapato. Algo le decía que había encontrado su destino allí, en aquel lugar. Por suerte para él, el idioma no sería una barrera a superar, los lugareños hablaban su idioma aunque, algunos labradores también hablaban el catalán. Esos paisajes eran realmente hermosos, ubicados en la costa del mar Mediterráneo, donde se producía el Aceite de Oliva.

Fue allí mismo donde conoció a Eva, junto a una de las almazaras, cuando Pedro, un lugareño que luego se convertiría en su mejor amigo, le mostraba la zona y le narraba la historia del surgimiento del Aceite de Oliva. Pedro nació en Andalucía y era un gran conocedor de la historia lugareña y un fanático admirador de todo y cuanto tuviera que ver con la oliva. Fue a través de él, que supo que la olivera o aceituno, como le llamaban, realmente se llama Olea europea, un árbol pequeño y muy longevo, que podía alcanzar hasta 15 metros de altura, que una rama de olivo se considera como un símbolo mundial de la paz y hasta que en la misma historia bíblica del arca de Noé, se narra el retorno de una paloma con una rama de olivo en su pico, lo que significaba que las aguas del diluvio estaban retrocediendo. También supo que el aceite era empleado para tratamientos de belleza por todas las mujeres, para hacer las mascarillas faciales, elaboradas con miel y aceite o una combinación de huevo y Aceite de Oliva, para una cabellera más brillante, o masajes para ayudar a la hidratación de la piel. Pedro le narraba todo esto con mucho entusiasmo, sin ocultar el orgullo que sentía de haber nacido en aquellas tierras, de ser andaluz de pura cepa, tierra donde se producía el mejor aceite de oliva del mundo. Siempre hablaba de que, en España, los olivares crecían por casi todo su territorio y cubrían una inmensa parte de sus parajes, lo que incluía a los árboles de oliva en la variedad predominante del paisaje de muchas de sus zonas geográficas.

El resto de los encantos de la oliva, ya los conocía bien. En los pocos meses que llevaba asentado en ese lugar, había probado excelentes platillos donde, según Pedro, el Aceite de Oliva, era su ingrediente principal y los había disfrutado y saboreado a su antojo porque realmente, se sentía atraído por los matices y la magia de su inigualable sabor. Frituras, asados, marinados, aliños, rehogados y hasta un delicioso helado de aceite oliva, lo habían cautivado desde su llegada, hasta casi hacerle olvidar o, al menos, mitigar un poco, la nostalgia por Cuba, su tierra natal.

A Lázaro le encantaba caminar, en las mañanas, por el campo y disfrutar del aire puro, saludable, mezclado con el aroma de la hierba húmeda, la tierra y la fragancia de las flores. Los sábados y los domingos salía, después del mediodía, al atenuarse un poco el sol, a dar un paseo mucho más largo. Recorría casi un kilómetro, entre los olivos, como para reafirmar la veracidad de las cosas que le contaba Pedro y relacionarse un poco más con su mundo, con la ciencia que lo apasionaba, la agronomía.

Una tarde de domingo, mientras disfrutaba de un excelente día de campo, por el Molino de Zafra, se encontró nuevamente con Eva, aquella muchacha, de veinte años, que tanto le había agradado conocer unos meses antes, cuando en compañía de Pedro recorría el pueblo. Eva era muy hermosa, de un cuerpo menudo pero bien entallado, como una pieza de madera trabajada por las diestras manos de un experto ebanista. Su cabeza, redonda, la cubría un cabello rubio, adornado por varias cintas de colores, que hacían resaltar en su rostro, unos ojos azules como el mar, muy expresivos. Ella vestía una falda larga y una pamela campesina, y le pareció que era mucho más hermosa que cuando la había conocido poco tiempo atrás. Él se quedó mirándola, anonadado, hasta casi babearse observándola. Eva no lo había visto, caminaba abaldonadamente por entre los olivos, disfrutando y aspirando del exquisito olor reinante, como flotando en el aire. Hasta que miró en la dirección en que se encontraba Lázaro, y entonces, sus miradas se cruzaron y fue el pinchazo que la trajo de vuelta a la realidad.

Él caminó hasta ella y se saludaron, besándose en las mejillas. Los ojos de ambos brillaban, delatándolos, era evidente que ese encuentro, aunque sorpresivo, era deseado. Se habían dado cuenta desde mucho antes, desde su primer encuentro, que sentían algo especial. Aquella tarde, cuando Pedro los presentó, sintieron en su pecho el flechazo de Cupido. Entonces no quisieron dejar su suerte al destino, a otro encuentro casual, y continuaron caminando juntos, por un limpio sendero que los apartaba de las gentes, hasta llegar junto a un gran olivo, que dejaba caer su espesa sombra sobre el suelo. Él la invitó a sentarse extendiéndole sus manos para ayudarla, hasta que reposó sobre la fresca hierba y luego se sentó junto a ella. Allí conversaron durante un rato. Se miraban y hablaban. No se habían agotado las palabras cuando la tarde cayó sobre el campo y una fresca brisa los acarició.

Era el mes de diciembre y comenzaba la temporada de recolección de la aceituna. Este sería un año con una cosecha no muy abundante, por la vecería, que sentencia que, cuando hay una cosecha abundante de aceitunas, al año siguiente la cosecha es bastante menor y la del año anterior había roto el record histórico para una temporada, había sido una cosecha abundante en todas sus dimensiones. La producción del delicioso e incomparable aceite, alcanzaría uno de los más altos índices en la historia de la localidad. También el oleoturismo llegaría a su punto cúspide, nunca habían llegado tantos amantes de la naturaleza y del buen gusto a aquellos parajes, como en el año anterior. Fue algo realmente inolvidable para los moradores, productores y visitantes que, casuísticamente, coincidieron y disfrutaron de aquel regalo de la naturaleza.

La tarde comenzó a refrescar y él se sacó el chaleco y se lo tiró a ella sobre sus hombros. Ella hizo un ademán con la cabeza y esbozó una leve sonrisa, para agradecerle su gesto de caballero. Continuaron conversando de sus gustos y de sus sueños, de cómo les gustaría construir el mundo si se les fuera encomendada esa tarea. Cada uno se reía de la ocurrencia, de las cosas que decía otro. Así estuvieron, charlando, largo rato. Ya el sol casi besaba el horizonte y aún continuaban hablando y riendo. Una vez más se miraron, en silencio, con esa mirada que ya conocían, con ese lenguaje de ojos que lo dice todo, aunque los labios no digan nada. Se gustaban, desde que se conocieron y ya no estaban dispuestos a dejar pasar las ganas. Él no había sentido nunca esa llamarada que tan solo de mirarla, ya lo quemaba. Ella no había probado, a pesar de su nombre, Eva, de la jugosa manzana, no había estado en brazos de hombre alguno que la amara. Se inclinaron, poco a poco, hasta juntar sus labios en un primer beso, que para él se hizo profundo, y ella sintió que se le erizaba el alma. Él la abrazo y se tendieron en hierba. Muy despacio se despojaron de las ropas, hasta quedar completamente desnudos. Ella no sintió vergüenza de mostrase, toda, como una almohada sin funda, como sin funda, una espada; tampoco le dio vergüenza al sentir que él ponía sus labios donde más lo deseaba. Él la besaba en los labios y luego recorría todo su cuerpo, olfateando aquel delicioso olor que ella desprendía de su piel, un olor delicioso, que lo extasiaba. Era el inconfundible olor del aceite de oliva, el que le llenaba la piel, mezclado con el tenaz olor de la excitación que ella destilaba. Saboreó todo su encanto y la amó, una y otra vez, hasta que la tarde se hizo noche. Allí permanecieron, abrazados, como si temieran que estuvieran viviendo un sueño que, al separarse, se les escapara. Se sentían tan a gusto, juntos, en aquellos olivares, que no querían regresar al pueblo. Ya era totalmente de noche cuando decidieron, al fin, regresar. Caminaron juntos, bajo la luz de la luna. Ella apoyada su cabeza en los hombros de él y él apretando fuertemente sus manos, como asegurándole que jamás la soltaría. Caminaban felices de haber coincidido en aquel mágico lugar y de, sin reservas, haber podido dar riendas sueltas a sus deseos más íntimos, de haber juntado sus vidas, bajo aquel árbol de olivo que sería, en adelante, un símbolo imperecedero de su amor.

 

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