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002.- Mi padre me contó…

Hipólita Arjona Muriel

Mi padre me contó una vez que cuando era joven y trabajaba con otros en el campo para ganarse el jornal, una de las cosas que a veces hacían era echarse una apuesta a ver quién era capaz de hacer más hoyos en el menor tiempo posible. Como eran hoyos en los que luego se plantarían olivos, no hace falta decir que el sudor bajaría raudo por los costados. Yo, que no entendía dónde estaba la gracia de la apuesta, le pregunté por qué hacían eso para terminar exhaustos si, además, les iban a pagar lo mismo, pero mi padre, con una sonrisa entre socarrona y cómplice, me contestó que tenían que demostrar que no eran “mantas” sino buenos trabajadores. Parece ser que ser buen trabajador estaba bien visto, aunque no bien valorado económicamente, por desgracia para ellos. No recuerdo si me contó que él hubiera ganado alguna de estas apuestas, pero sí me han contado varios de los que habían trabajado con él que comía tanto como trabajaba, es decir, muchísimo y que muchas veces repartió de su capacha bien servida parte del tocino y la morcilla que llevaba a otros que casi no tenían qué comer.

A mi padre le encantaba andar descalzo entre los terrones. Quizá puede parecer fácil pero no lo es, sobre todo en agosto cuando la tierra está tan agrietada y seca que casi parece cristal. En una ocasión, siendo yo ya jovencita y rebelde volví a mi casa mucho más tarde de la hora prevista, o sea, prácticamente de madrugada. Mi madre me estaba esperando muy, muy cabreada y le dijo a mi padre algo así como que a ver qué hacía conmigo, que no se podía volver a repetir, y en definitiva… que me diera una lección. Mi padre debía estar muy de acuerdo porque tardó medio segundo en dirigirse a mí con un “Ponte la ropa del campo que te vienes a trabajar conmigo”. Recuerdo, como si fuera ayer lo perpleja que me quedé y es que ahora no se trataba de ganas sino de fuerzas para poner dar el día.

Llegamos a la jaza, me dio un rastrillo y me dijo que amontonara las varetas que se encontraban salpicadas alrededor de los olivos en el centro de las calles. Así empecé a hacerlo, pero ese día no estaba tan compasivo conmigo como otras veces y no paraba de corregirme. El rastrillo, con las puntas de hierro y el mango de madera, me parecía una losa, sin embargo, en sus manos parecía sencillamente una pluma. Era realmente diestro y si tardaba poco en hacer el montón, menos tardaba aún en encender una candela tras otra. Es curioso que hoy, quemar varetas es una de las actividades que más me gusta hacer en el campo y cada vez que una candela se me apaga, me quemo o no consigo encenderla ni aun echando aceite usado, me culpo de no haber aprendido bien pese al buen maestro que tuve.

Son, en realidad, tantas las imágenes que tengo de mi padre trabajando en el campo y tantas las experiencias vividas que me cuesta expresarlas con cierto orden. Mi padre, como buen hombre de campo, cuidaba su navaja como oro en paño y le servía, y nos servía, para mil y una cosas. Con su navaja, mi padre lo mismo le daba los últimos toques a un garabato o a una vara, cortaba el pan y el queso cuando nos parábamos a comer, desatascaba la criba, abría un bote de gasoil, afilaba el hocino, … en fin, una navaja más que multiusos que llevaba en el bolsillo absolutamente siempre.

A mi padre, claro, también le gustaba talar y para él, a lo que se hace ahora no se le puede llamar tala. Se cabreaba mucho cuando veía los olivos hasta arriba de trama y siempre decía: “Pero, así, ¿cómo van a echar aceituna los olivos?” En mi opinión, si hay algo verdaderamente misterioso entre las faenas del campo, es precisamente talar. No he conocido nunca a dos personas que talando se pongan de acuerdo en la rama que hay que cortar. Tanto es así que, entre bromas y veras, suelo llamarlo “los misterios de la tala” ya que por mucho que me fije y siga las explicaciones, nunca llego a las conclusiones finales. Sé que las patas y ramas viejas deben cortarse, que al árbol le debe entrar cuanto más sol y aire mejor buscando el equilibrio entre madera y hoja, pero cada olivo es un mundo y al abordarlo siempre, siempre me asaltan las dudas. Al final, me consuelo pensando que si la tala no ha sido perfecta al menos le habrá venido bien la descarga por aquello del refrán “Si alguna vez me olvidares, tálame, aunque no me ares”.

Un día, que quise de verdad contentar a mi padre, lo llevé para que nos dijera qué pata o rama debíamos cortar de cada olivo y, como quizá ya podéis imaginar, fue increíble. Si antes se acercaba al olivo, antes decía “por aquí, por aquí y por allí” o, directamente y sin parpadear, “esa pata fuera”. Recuerdo que yo sólo decía “¿Tantooo?”, “¿No es mucho?”, “Pero, …que se va a quedar en náa”. Pues bien, después de esa tala los olivos dieron, inexplicablemente para mí, una gran cosecha y por eso, ahora a mí también todos los cortes me parecen pocos y siempre que los miro, pienso “Si están cargados de trama, ¿cómo van a dar aceituna?”.

Cuando era niña lloraba porque mi padre me llevaba a la aceituna. Recuerdo que nunca me quería levantar y ponía mil excusas como que tenía sueño, que hacía frío, que me dolía la barriga, que tenía que estudiar… Mi padre, sin embargo, hacía caso omiso, decía que le tenía que ayudar y me chantajeaba ofreciéndome algo bueno para después. Es verdad que aunque me costaba ir, a menudo me alegraba cuando ya estaba allí. Con nosotros, trabajó siempre un chaval que se llamaba Joaquín. Mi padre lo adoraba y es que, además de muy listo y rápido, Joaquín tenía muchas, muchas ocurrencias. Nos hacía tanto reír que conseguía, incluso, que nos riéramos de nosotros mismos como cuando veía, por ejemplo, que almorzábamos “naranjas picás” (naranjas revueltas con huevo duro, atún y cebolla) y mandarinas de postre. No había una sola vez que no dijera lo “originales” que éramos comiendo naranjas y mandarinas y claro, nosotros nos partíamos de risa porque es verdad que el almuerzo era un poco absurdo, aunque nos encantara. Él pensaba que era mucho más consecuente comiendo su “olla con rabotes”, cocido con los trozos de cardillos, y luego fruta variada. Como en el campo se producen los mayores milagros, Joaquín ha sido y será siempre uno de nuestros mejores amigos.

Y me tengo que parar aquí, porque me invade la nostalgia, las lágrimas me tapan la pantalla y vuelvo a revivir esos momentos. Intento, entonces, reírme y sentirme feliz por haberlos vivido.

Mi padre me contó también que su padre había vendido unos olivos que daban unas cosechas grandísimas para comprar una huerta. Parece ser que mi abuela se había enfadado muchísimo porque había hecho el trato sin pensarlo demasiado y era, según ella, un mal trato, pero mi abuelo le dijo que había comprado esa huerta para que su hijo fuera independiente y la trabajara sin tener que trabajar para otros. Aunque he escuchado esta historia muchas veces después por mi madre, mi tía y mis primas, pienso siempre que tuvo gran altura de miras tratando de que su hijo pudiera salir del “Pan para hoy y hambre para mañana”. Me cuenta mi padre que llegó un momento en el que la gente no tenía para comer, todos sus amigos tuvieron que irse a Barcelona o al País Vasco a buscarse la vida y a él no le quedó más remedio que quedarse porque a diario había mucha faena en la huerta. Y así fue como la “mala” decisión de mi abuelo nos cambió la vida a todos los demás también porque, aunque la vida de mi padre aquí no fue más fácil que la que llevaron sus amigos allí, nosotros, al menos, pudimos seguir viviendo cerca de nuestra gente y anclados a nuestras raíces.

Y ya para terminar, me apetece mucho contar una anécdota graciosa que viví y me ha perseguido siempre. Esta historia ocurrió un día, cómo no, que estábamos cogiendo aceituna y es que, aunque ahora se cojan muchas fanegas al día, cuando yo era niña, pasábamos muchos fines de semana y navidades cogiendo la cosecha, unas veces mayor y otras menor.

En nuestra cuadrilla venía también Isabel, que era la madre de Joaquín y que, normalmente, cogía las “solás” o cribaba. Tengo que decir para hacer honor la verdad que si buen trabajador era Joaquín, no lo era menos su madre, que casi ni se paraba a beber agua por mucho que se la ofreciéramos. Isabel llevaba siempre un pañuelo muy bien puesto en la cabeza y pantalones debajo de un vestido. Tenía la nariz un poco aguileña y los ojos, me parecía a mí, muy chicos, tanto que un día que estábamos las dos cogiendo la aceituna del suelo, tímidamente le pregunté si con esos ojos tan chicos podía ver bien las aceitunas. Fue escuchar la pregunta e Isabel pegó un pingo, fue a donde estaban los bancos y sin parar de reír intentó contarle a mi padre y a los otros hombres lo que yo le había preguntado. Pero cuánto más reía ella contándolo, más reían ellos al intentar entenderla y es que, como digo, no paraba de reír mientras lo contaba. Mientras tanto, yo me quedé allí, debajo del olivo con mi canastilla a medias y sin entender demasiado por qué resultaba tan gracioso. Esta anécdota me la ha recordado Isabel miles de veces con el “¿Te acuerdas cuando estábamos cogiendo aceituna y me preguntaste si yo las veía bien con los ojos tan chicos?”, y yo, “Sí, sí, claro que me acuerdo, sobre todo por lo mucho que os reísteis todos ese día y los días siguientes…”

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